PRIMER
MISTERIO DOLOROSO
LA ORACIÓN
DE JESÚS EN EL HUERTO DE GETSEMANÍ
Nos
refieren los Evangelios que Jesús, terminada la Última Cena, en la que
instituyó la Eucaristía y el orden sacerdotal, y dio a sus discípulos el que
por antonomasia es su mandamiento: «Amaos los unos a los otros como yo os he
amado», salió con ellos hacia el monte de los Olivos. Por el camino les
anunció, una vez más, que eran inminentes los acontecimientos de su pasión, en
los que todos le abandonarían.
Llegados al
huerto de Getsemaní, donde Jesús se había reunido muchas veces con sus
discípulos, se apartó del grupo, tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan, a
quienes les confió, lleno de pavor y angustia: «Mi alma está triste hasta el
punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo». Pero ni siquiera estos escogidos
fueron capaces de acompañarle velando y orando. Jesús fue y vino repetidas
veces de la oración a la compañía de sus adormecidos discípulos. A solas, muy a
solas, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que
pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú»;
«¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo
que yo quiero, sino lo que quieras tú»; «Padre, si quieres, aparta de mí esta
copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces, se le apareció un
ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en
su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra.
Finalmente, se levantó de la oración, fue donde los discípulos y les dijo:
«¿Cómo es que estáis dormidos? Levantaos y orad para que no caigáis en
tentación; ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en
manos de pecadores».
Todavía
estaba hablando, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de un grupo
numeroso con espadas y palos. El que le iba a entregar les había dado esta
señal: «Aquel a quien yo dé un beso, ése es; prendedle». Y al instante se
acercó a Jesús y le dijo: «¡Salve, Rabbí!», y le dio un beso. Jesús le dijo:
«¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!» Entonces aquéllos se
acercaron, echaron mano a Jesús y le prendieron. Los discípulos le abandonaron
todos y huyeron.
Mucho es lo
que nos ofrece este misterio para la meditación y contemplación: los profundos
sentimientos de angustia y tristeza que embargaban el espíritu de Jesús, la
situación de soledad y desvalimiento en que se encontró, su entera
disponibilidad para cumplir la voluntad del Padre, la trágica concurrencia del
amor y amistad de Jesús, la traición de Judas, el odio de las autoridades del
pueblo, la cobardía y huida de los discípulos...
María no
estuvo aquella noche en Getsemaní. Pero, ciertamente, seguía ansiosa y
angustiada los pasos que iba dando su Hijo, y, sin duda, alguno de los
discípulos, Juan por ejemplo, iría a contarle enseguida lo ocurrido. Además,
ella sabía, cuando menos, tanto como los apóstoles sobre los misterios
dolorosos que Jesús les había ido anunciando, con la diferencia de que ella sí entendía
y creía la palabra del Señor. También para la Virgen tuvo que ser aquélla una
noche atroz de dolor y de pena, compartiendo tanto la tristeza y soledad de su
Hijo, como su total adhesión a la voluntad de Dios.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
SEGUNDO
MISTERIO DOLOROSO
LA
FLAGELACIÓN DE JESÚS, ATADO A LA COLUMNA
Después del
prendimiento de Jesús en el Huerto, lo llevaron a casa del Sumo Sacerdote;
Pedro y otro discípulo lo fueron siguiendo, y se quedaron en el atrio. Allí
empezó el proceso religioso contra Jesús, que lo condenó a muerte, por
reconocer que era el Mesías de Israel y por confesar que era verdadero Hijo de
Dios.
Las
autoridades judías no podían por sí mismas ejecutar esa sentencia; por eso,
cuando amaneció, llevaron a Jesús ante el procurador romano y se lo entregaron.
Pilato, al saber que Jesús era galileo y por tanto súbdito de Herodes, se lo
remitió; pero éste, después de mofarse de Jesús, se lo devolvió. El relato de
San Lucas nos dice que Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los magistrados
y al pueblo, y les dijo: «Me habéis traído a este hombre como alborotador del
pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he hallado en este
hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos
lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte. Así que le castigaré
y le soltaré». Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: «¡Fuera ése,
suéltanos a Barrabás!» Éste había sido encarcelado por un motín que hubo en la
ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús,
pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícale, crucifícale!» Por tercera vez les
dijo: «Pero ¿qué mal ha hecho éste? No encuentro en él ningún delito que
merezca la muerte; así que le castigaré y le soltaré». Pero ellos insistían
pidiendo a grandes voces que fuera crucificado y sus gritos eran cada vez más
fuertes.
Finalmente, Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a
Barrabás, condenó a Jesús, mandó azotarle y lo entregó para que fuera
crucificado.
Al
sufrimiento del espíritu, tristeza, angustia y soledad de Getsemaní, siguió el
dolor corporal y físico de la flagelación, en un contexto saturado de toda
clase de vejaciones y desprecios. Entre los romanos, al flagelado que había
sido condenado a muerte se le estimaba carente de todo derecho como persona y
de toda consideración como humano, y quedaba totalmente a merced de los
verdugos; a menudo se desmayaba bajo los golpes y no raramente perdía la vida.
Jesús aquella noche fue de Herodes a Pilato, acabó convertido en deshecho
humano, varón de dolores, como había escrito el profeta Isaías: «No tenía
apariencia ni presencia; lo vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar.
Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias,
como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no lo tuvimos en cuenta».
Aunque los
Evangelios no lo refieran expresamente, María, además de las referencias que le
darían las personas allegadas, pudo ver a su Hijo, maltrecho y desfigurado, en
alguno de sus traslados de unas a otras autoridades, y cuando Pilato lo presentó
ante la muchedumbre, y cuando ésta gritó que lo crucificara... Tuvo que oír a
Pilato que lo iba a castigar, que lo entregaba para que lo azotaran..., y luego
ver en qué había quedado el hijo de sus entrañas. Sin duda, la espada de que le
había hablado el anciano Simeón, le iba atravesando el alma.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
TERCER
MISTERIO DOLOROSO
JESÚS ES
CORONADO DE ESPINAS
La misma
noche en que prendieron a Jesús, Anás y Caifás comenzaron de inmediato su
juicio. Terminados los interrogatorios y cuando ya prácticamente estaba
decidida la suerte del Señor, lo entregaron a los guardias del Sanedrín para
que lo custodiasen hasta que aquél, al rayar el día, empezara su reunión.
Mientras
tanto, los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, le escupían y le
abofeteaban, y, cubriéndole con un velo, le preguntaban: «¡Adivina! ¿Quién es
el que te ha pegado?» Y le insultaban diciéndole otras muchas cosas.
En cuanto
se hizo de día, se reunió el Consejo de Ancianos del pueblo, que condenó a
Jesús y luego lo llevó ante Pilato. También el Procurador romano acabó
condenando a Jesús y entregándolo para que lo azotaran y lo crucificaran.
Entonces
los soldados del procurador llevaron consigo a Jesús al pretorio y reunieron
alrededor de él a toda la cohorte. Lo desnudaron y le echaron encima un manto
de púrpura; trenzaron una corona de espinas y se la pusieron sobre su cabeza, y
en su mano derecha una caña; y doblando la rodilla delante de él, le hacían
burla diciendo: «¡Salve, Rey de los judíos!»; y después de escupirle, cogieron
la caña y le golpeaban en la cabeza. Cuando se hubieron burlado de él, le
quitaron el manto, le pusieron sus ropas y lo llevaron a crucificar.
Jesús, a lo
largo del proceso que le llevó a la muerte en cruz, recibió las más variadas y
refinadas sevicias físicas y morales: en el primer misterio doloroso, fijábamos
la consideración en la angustia y tristeza hasta la muerte que inundó su
espíritu; en el segundo, pasaban al primer plano los atroces dolores físicos o
corporales; el tercero nos subraya el ensañamiento con que, primero los
guardias del Sanedrín y luego los soldados romanos, trataron de burlarse de
Jesús, ofendiendo cuanto pudieron su dignidad y sus sentimientos con los más
refinados escarnios, humillaciones, ultrajes, etc., sin escatimarle otros
padecimientos y dolores. La corona de espinas y los demás ingredientes de la
escena tenían como objetivo, sobre todo, burlarse de la realeza de Cristo.
María,
aunque no presenciara en directo cómo infligían a su Hijo todos los ultrajes y
malos tratos, tenía noticia de ellos por los momentos públicos del proceso, por
las informaciones y confidencias que le llegarían, por las secuelas de los
mismos que luego iba viendo... Pensemos, por ejemplo, en la escena del “Ecce
homo”, cuando Pilato saca a Jesús, flagelado y coronado de espinas, ante la
muchedumbre y las autoridades del pueblo. Ella sabía en qué manos había caído
su Hijo, las intenciones que tenían quienes tanto lo odiaban, su poder y sus
formas de proceder, etc. Lo que la Virgen veía u oía, lo que como madre se
imaginaba o se temía con toda razón, tuvo que ser para ella un lento y cruel
martirio, con el que se asociaba al sacrificio redentor de su Hijo.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
CUARTO
MISTERIO DOLOROSO
JESÚS CON
LA CRUZ A CUESTAS, CAMINO DEL CALVARIO
Después de
haberse burlado de Jesús, los soldados le quitaron el manto de púrpura que le
habían echado encima, le pusieron sus ropas y le llevaron a crucificarle. Al
salir, encontraron a un hombre de Cirene llamado Simón, y le obligaron a llevar
la cruz detrás de Jesús.
Lo seguía
una gran multitud del pueblo y también unas mujeres que se dolían y se
lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: «Hijas de Jerusalén,
no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos...».
Llevaban
además otros dos malhechores para ejecutarlos con él. Llegados a un lugar
llamado Gólgota, que quiere decir Calvario, le crucificaron allí a él y a los
malhechores.
Este misterio
propone a la contemplación y meditación del creyente el Vía Crucis o Camino de
la Cruz, los pasos que dio Jesús, por las calles de Jerusalén, caminando hacia
el Calvario para ser allí ajusticiado. Es normal que los sumos sacerdotes y los
demás miembros del Sanedrín trataran de dar la máxima publicidad a la ejecución
de Jesús en una ciudad repleta de peregrinos llegados para las celebraciones
pascuales; los enemigos del Señor no podían dejar escapar la oportunidad de
prolongar y magnificar ante la muchedumbre su triunfo y la humillación de
Jesús, cuyos seguidores y simpatizantes debían quedar advertidos. Las únicas
personas que protestaron públicamente contra esa ejecución fueron las piadosas
mujeres. Como, según la tradición, fue una mujer, llamada Verónica, la que,
abriéndose paso entre la muchedumbre, limpió, llena de piedad, el rostro del
Señor con un velo en el que Jesús dejó grabada su Santa Faz. Ciertamente, en el
profeta Isaías podemos ver la descripción del rostro de Jesús, la imagen que
ofrecía en aquel momento: No tenía apariencia ni presencia, lo vimos y no tenía
aspecto que pudiésemos estimar; despreciable y desecho de hombres...
El
Evangelio, que habla de María junto a la cruz de su Hijo, no menciona su
presencia durante el camino hacia el Calvario. La cuarta estación del Vía
crucis tradicional considera precisamente el encuentro de Jesús con su Madre en
la calle de la amargura. Bien estuviera cerca de Jesús, en medio de la
multitud, bien se mantuviera algo más retirada, lo cierto es que le acompañaba
en sus dolores y sufrimientos, y sentía en su propia alma el desprecio y
ultraje público de que era objeto el Hijo, y que, en definitiva, vivía con la
máxima intensidad su condición de madre de aquel ajusticiado, y de corredentora
de los hombres, asociada al Redentor.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
QUINTO
MISTERIO DOLOROSO
LA
CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE JESÚS
Llegados al
Calvario, crucificaron a Jesús y a los dos malhechores. Los soldados se
repartieron los vestidos de Jesús por lotes, y la túnica, tejida de una pieza,
sin costura, la echaron a suerte. Pilato redactó una inscripción que decía:
«Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos», y la puso sobre la cruz. Los que
pasaban por allí le insultaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que
destruyes el Templo y en tres días lo levantas, ¡sálvate a ti mismo, si eres
Hijo de Dios, y baja de la cruz!» Igualmente los sumos sacerdotes junto con los
escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: «A otros salvó y a sí mismo
no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en
él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le
quiere; ya que dijo: "Soy Hijo de Dios"». También los soldados se
burlaban de él, y hasta uno de los malhechores crucificados con él le
injuriaba, mientras el otro decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu
Reino»; Jesús le respondió: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».
Junto a la
cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de
Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego
dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo
la acogió en su casa.
En el
desarrollo de los acontecimientos, Jesús dijo también otras palabras: «Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen»; «Tengo sed»; «¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?»; «Todo está cumplido»; «Padre, en tus manos pongo mi
espíritu».
Al mediodía
quedó la tierra en tinieblas y se produjeron otros fenómenos extraordinarios.
Hacia las
tres de la tarde, habiendo dado perfecto cumplimiento a todos los designios
divinos, Jesús se encomendó a su Padre con voz poderosa e inclinando la cabeza
entregó el espíritu.
El misterio
de la crucifixión y muerte de Cristo da innumerables motivos para la
contemplación y meditación. En la cruz muere el Justo, el Rey de los judíos, el
Hijo de Dios, y Dios calla, no hace prodigios en favor de quien lo invoca como
su Padre; deja que sus enemigos se sientan vencedores, que se le burlen a sus
anchas, seguros en sus posiciones, con el triunfo completo y definitivo en sus
manos, y con hechos y argumentos para convencer a todos.
Así se cerraba el Viernes
Santo. Siempre hay excepciones, y aquí cabe señalar al buen ladrón y al
centurión. Cada uno de estos personajes, además de Jesús, María y Juan, las
piadosas mujeres que estaban unas con María y otras más apartadas, así como
también todos los que se burlaban de Jesús y lo insultaban, pueden darnos
variadas lecciones y motivos diversos de reflexión, por su ejemplaridad o por
todo lo contrario, y porque en casi todos podremos ver reflejado un algo de
nosotros mismos. Por su parte, las “Siete Palabras” de Jesús en la cruz son
otros tantos temas de oración.
Para María,
junto a la cruz se consumó la profecía de Simeón: «Y a ti una espada te
atravesará el alma». Una madre hace suyos los sufrimientos del hijo. También
ella debió de sentirse morir, tener la impresión de que Dios la abandonaba...,
a la vez que tendría que potenciar toda su confianza y esperanza en el Padre.
Para su soledad y para la ausencia definitiva del Hijo, Jesús encomendó
mutuamente a la Madre y al discípulo predilecto.
El creyente
que acompañe a Jesús por los misterios dolorosos hasta la muerte, debe tener
vivo en su espíritu que el paso por el sepulcro es preciso, pero sólo
transitorio; si la unión a Cristo es auténtica, necesariamente ha de abrirse a
la Resurrección y a los misterios gloriosos.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
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