DOMINGO XVII
del Tiempo Ordinario
Mateo 13, 44-52
La parábola del tesoro escondido nos cuestiona ¿cuál es nuestro máximo interés en la vida?
Este párrafo del Evangelio nos trae a consideración
varias parábolas de San Mateo; todas estas parábolas se refieren siempre al
Reino de los Cielos. Describen además reacciones y actitudes que tenemos ante
el mensaje del Señor. Dos de ellas (la del tesoro escondido y la de la perla de
gran valor) son paralelas: dos situaciones diferentes de la vida pero que
ilustran un mismo mensaje.
La parábola del tesoro escondido nos habla de un
buscador de tesoros que un día se pone a cavar en un terreno y de pronto
empieza a ver un cofre que esconde un tesoro; podemos sentir su emoción en el
momento en que comienza el hallazgo. Y cómo se desencadenan una serie de
consecuencias y decisiones, a toda velocidad, pues la alegría es enorme. Tapa
el tesoro (se supone que no pertenece a nadie), y va a comprar aquel campo. No
importa si para poder comprar ese campo tiene que vender todo lo que tiene;
porque todo lo que tiene es nada en comparación con ese maravilloso tesoro.
Tres elementos básicamente hay en esta pequeña y
emocionante historia: una persona que busca un tesoro, un hallazgo sorprendente
de enorme valor, y la venta de todo lo personal para conseguir el tesoro.
Podemos aplicar esto a nuestra propia vida. Todos vamos
caminando como buscadores de tesoros; en nuestros sueños hemos imaginado que
nos tocaba un premio, que obteníamos un puesto elevado en nuestra profesión,
que teníamos un triunfo clamoroso. Y en nuestra vida real, ya no en los sueños,
buscamos sobresalir, queremos alcanzar la excelencia, queremos ser el primero
en la competencia, un insaciable deseo de progresar, la necesidad de dar
plenitud de sentido a nuestras vidas, son todas ellas actitudes que caben
perfectamente en la descripción del hombre que va buscando un tesoro. Es el
destino del ser humano, el ser un noble buscador de tesoros. El ser humano está
destinado a elevarse por encima de lo rastrero.
Pero más allá de cualquier búsqueda de ésas, hay
necesidades más hondas; más hondas que el sobresalir y el triunfar. Buscamos la
verdad, buscamos el amor y buscamos a Dios. El hombre tiene una sed de verdad:
necesita saber lo que es auténtico, lo que tiene consistencia, no simplemente
se trata de buscar pequeñas verdades, sino La Verdad: esa afirmación real que
hace coherente la vida humana, y el mundo que nos rodea. Buscamos un Amor en el
cual pueda descansar nuestro corazón y todo su gran deseo de entrega: el
corazón necesita ser entregado, necesita entrar en total comunión. Y buscamos a
Dios, porque es el que está detrás de esa Verdad Única que queremos alcanzar; y
es el depositario del Amor Total con el que queremos entrar en comunión.
El que busca a Dios termina encontrándolo. El tesoro
que buscamos es Jesucristo; El es el Reino de los Cielos. Jesús se convierte en
descubrimiento en algunos momentos de la vida. Y esto porque, si nosotros lo
buscamos, más nos busca El. El descubrimiento se produce ciertamente para aquel
que busca de verdad. Unas veces el descubrimiento viene por una lectura, otras
veces en una enfermedad, unos días de reflexión en un retiro. El encuentro se
produce de formas muy variadas. Hay algún convertido que lo encontró al ver
correr el agua por debajo de un puente, otro lo encontró escuchando un
fragmento musical. Lo que es necesario destacar es que el descubrimiento se
produce.
Y este descubrimiento ocasiona emoción; la misma
emoción que tendría un buscador que encuentra un cofre lleno de monedas de oro.
Y mucho más, porque es un tesoro de un valor incalculable. El encuentro con
Jesús, el descubrimiento de El como la verdad total de la vida, como el amor
puro, produce vibración, conmoción. Se siente la certeza de haber encontrado
todo lo que se podía buscar.
Y este encuentro cuestiona a la persona que ha
encontrado el tesoro; la persona quiere tener para siempre esa maravilla que ha
encontrado, y sabe que tiene que adquirirlo: el descubrimiento ha sido
gratuito, Dios se ha hecho encontrar, y ahora hay que retenerlo, para que ese
tesoro no se desvanezca y quede en simple recuerdo. Hay que pagar el precio, de
algo cuyo valor es infinito, como es Dios. Naturalmente que no tenemos nada en
nosotros que sea de valor infinito, pero Dios se contenta con que le demos
nuestra vida. Es como el óbolo de la viuda en el templo, a la que Jesús alabó,
porque dio todo lo que tenía para vivir. Eso es lo que Dios nos pide para ser
el tesoro de nuestro propio corazón, que le demos absolutamente todo. Nos
dieron ejemplo los apóstoles, que cuando descubrieron el tesoro, descubrieron a
Jesús, dieron todo para seguirlo.
Buscar el tesoro ¡qué importante es! Encontrar el
tesoro ¡qué afortunado es el que lo encuentra! Vender todo para adquirir ese
tesoro ¡qué gran reto, y qué gran tarea para la vida!
...
Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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