“¡ROGAD, PUES, AL DUEÑO DE LA MIES QUE MANDE
OBREROS!”
“¡Rogad, pues, al Dueño de la
mies que mande obreros!”. Eso significa: la mies existe, pe-ro Dios quiere
servirse de los hombres, para que la lleven a los graneros. Dios necesita
hombres. Necesita personas que digan: “Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero
en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para que esta mies que está madurando en
el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la
eternidad y transformarse en perenne comunión divina de alegría y de amor.
“¡Rogad, pues, al Dueño de la mies!” quiere decir también: no podemos
‘producir’ vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como
sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada,
por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del
corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del
hombre. Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres,
también hace falta nuestra colaboración.
Ciertamente, pedir eso al Dueño de la mies significa
ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole: “Hazlo, por
favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la alegría
por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el tesoro más valioso que
cualquier otro, y que quien lo descubre debe transmitirlo!”.
Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo
se ora a Dios mediante las palabras de la oración; también es preciso que las
palabras se transformen en acción, a fin de que de nuestro corazón orante brote
luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y
suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su “sí”. Como personas de
oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración,
los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su
parte. En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies,
sacudir su corazón y, con Dios, tocar mediante nuestra oración también el
corazón de los hombres, para que Él, según su voluntad, suscite en ellos el
“sí”, la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confusiones del
tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la oscuridad de
la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente sacando sin
cesar de este la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es
hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los
hombres reciban lo que esperan: la luz de Dios y el amor de Dios.
BENEDICTO XVI
ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES Y LOS DIÁCONOS EN
FREISING, 14 DE SEPTIEMBRE DE 2006
MATERNIDAD ESPIRITUAL PARA LOS SACERDOTES
La vocación a ser madre espiritual para los
sacerdotes es demasiado poco conocida, escasamente comprendida y, por tanto, poco
vivida a pesar de su vital y fundamental importancia. Esta vocación a menudo
está escondida, invisible al ojo humano, pero apunta a transmitir vida
espiritual.
De esto estaba convencido el Papa Juan Pablo II: por
ello quiso en el Vaticano un monasterio de clausura donde se pudiera rezar por
sus intenciones como sumo Pontífice.
“¡LO QUE LLEGUÉ A SER Y CÓMO, SE LO DEBO A MI MADRE!”
San
Agustín
Independientemente
de la edad y del estado civil, todas las mujeres pueden convertirse en madre
espiritual de un sacerdote y no solamente las madres de familia. También es
posible para una enferma, para una joven soltera o para una viuda. De modo
particular esto vale para las misioneras y las religiosas, que ofrecen toda su
vida a Dios para la santificación de la humanidad. Juan Pablo II agradeció
incluso a una niña por su ayuda materna: “Expreso mi gratitud también a la
beata Jacinta por los sacrificios y oraciones que ofreció por el Santo Padre, a
quien había visto en gran sufrimiento” (13 de mayo de 2000).
Cada
sacerdote está precedido por una madre, que frecuentemente también es una madre
de vida espiritual para sus hijos. Giuseppe Sarto, por ejemplo, el futuro Papa
Pío X, apenas consagrado obispo, fue a encontrar a su madre de setenta años.
Ella besó con respeto el anillo del hijo y al improviso, haciéndose meditativa,
mostró su pobre anillo nupcial de plata: “Sí,
Peppo pero ahora tú no lo usarías, si yo primero no llevara esta alianza
nupcial”. Justamente San Pío X lo confirmaba con su
experiencia: “¡Cada vocación
sacerdotal proviene del corazón de Dios, pero pasa por el corazón de una
madre!”.
Nos
lo demuestra muy bien la vida de Santa Mónica. San Agustín, su hijo, que a la
edad de diecinueve años, estudiante en Cartago, había perdido la fe, ha escrito
en sus ‘Confesiones’:
“...
Tú has tendido tu mano desde lo alto y has sacado mi alma de estas densas
tinieblas, ya que mi madre, siéndote fiel, lloraba sobre mí más que cuanto
lloran las madres la muerte física de los hijos… sin embargo aquella viuda casta,
devota, morigerada, de las que tú prefieres, hecha más animosa por la
esperanza, pero no por ello menos fácil al llanto, no dejaba de llorar delante
de ti, en todas las horas de oración”. Después de
la conversión, él dijo con gratitud: “Mi santa madre, tu sierva, nunca me
abandonó. Ella me dio a luz con la carne a esta vida temporal y con el corazón
a la vida eterna. Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo a mi Madre!”.
Durante
sus discusiones filosóficas, San Agustín quiso siempre consigo a su madre; ella
escuchaba cuidadosamente, a veces intervenía delicadamente con su opinión o,
con maravilla de los expertos presentes, daba también respuestas a cuestiones
abiertas. ¡Por ello no sorprende que San Agustín se declarara su ‘discípulo en
filosofía’!
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Tomado de:
http://www.clerus.org/
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