Jesús reprende la violencia apostólica de dos apóstoles. El Evangelio no se predica con la amenaza.
En el
largo camino a Jerusalén, del que nos habla especialmente San Lucas en su
Evangelio, y que terminará en la cruz, hay este incidente que nos narra el
Evangelio de hoy. Jesús y sus discípulos no son recibidos en un pueblo de
Samaria (la región disidente y además rival de Jerusalén), porque precisamente
iban a Jerusalén. El enfrentamiento entre Samaria y Judea es algo que viene
desde muy antiguo, desde que, a la muerte de Salomón, el reino quedó dividido
entre Roboán y Jeroboán.
Hay dos
apóstoles, Santiago y Juan, que ven mal y el que no los hayan recibido en ese
pueblo se sienten arrebatados por una ira santa (como si hubiera alguna ira
santa), y quieren mandar fuego del cielo que consuma a esos desagradecidos; un
arrebato de furia aparentemente apostólica: como si los destinatarios de la
predicación no tuvieran que progresar, en su camino de aceptación del mensaje,
por los senderos más lentos de la duda, la inseguridad, antes de entregarse
plenamente al Señor.
Ellos
quisieran que las cosas estuviesen todas claras desde el principio; ellos
quieren que las cosas se arreglen cuanto antes. No pueden esperar a que cada
cosa madure lentamente. Y eso que estos dos eran de los que gozaban de más
cercanía con Jesús; y si se puede hablar así, de los que gozaban de cierta
predilección. Pero eso no los hacía entender mejor el mensaje de Jesús. Y Jesús
les va a reprochar por esto.
Esta prisa
por obtener resultados la tenemos todos. En las siguientes líneas de este mismo
párrafo del evangelio de hoy, hay tres presuntos seguidores de Jesús, que
parece que se desaniman, y le ponen pretextos. A veces todos nos desesperamos
porque la gente nos pone pretextos, para no seguir nuestro plan que nos parece
perfecto; la hora de Dios no coincide con la nuestra; la semilla se toma su
tiempo para convertirse en planta y para dar fruto. Y la prisa del agricultor
no acelera la cosecha.
En la Iglesia a veces hay
también mucha impaciencia por los resultados, por verlos y pronto, porque los
seminarios se llenen de vocaciones; somos impacientes, y tenemos prisa para que
los templos se llenen. Quisiéramos que llegue pronto el día de la victoria. Y a
los lentos, y a todos los que ponen pretextos y no reciben a Jesús, quisiéramos
fulminarlos.
La
tentación de la violencia contra los que no escuchan el mensaje es grande. Y
junto con esto se añade la tentación de usar medios de coacción, para que la
gente sea buena. Nos gustaría que la gente fuera buena aunque sea a la fuerza.
Esa ha sido una tentación continua en la Iglesia , y en todos los tiempos. Y Jesucristo se
manifiesta de otra manera: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”
y “yo he venido a salvar y no a condenar”. La tentación de la violencia (directa
o sutil) no ha desaparecido en algunos seguidores del Señor, que deberían
mantener más calma y más bondad ante la debilidad.
Dios
frente a los hombres (y también frente a nosotros mismos, que no somos ni
mejores ni peores) tiene una paciencia inagotable. Tiene todo el tiempo del
mundo, porque es Eterno y el tiempo no se le acaba nunca. Y además tiene una
capacidad de comprensión de la debilidad humana, y un deseo de salvar, que no
son compatibles con las iras que algunos pretender tener en su nombre. Y Dios
no puede ser pretexto para ninguna clase de iras.
Frente a
las crisis no se pueden perder los papeles, ni se pueden tomar medidas que
aplasten a los enemigos (reales o ficticios); no podemos dejar que nos nuble el
pesimismo. No pensemos que la
Salvación de Jesucristo está en estado de emergencia y que
hay que aplicar medidas más severas para cuidar los intereses de Dios. Sepamos
que Dios no está dormido, y que el mundo no se le escapa de las manos. La
fuerza de la Redención
de Jesucristo sigue intacta, no está en crisis, no está más débil; es siempre
una fuerza salvadora que logra el éxito, por la intervención de Dios mismo.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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