P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: 1R 19, 16.19-21; S. 15; Ga 5,1.13-18; Lc 9,51-62
El evangelio de hoy empieza indicando el momento
aproximado en que suceden los hechos que se narran a continuación. Dice el
texto que “se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo”. Es claro que
se refiere a su muerte, resurrección y ascensión. Jesús estuvo pendiente
siempre de él y lo designó como su “hora”. Cuando llegue “su hora”, Él se entregará
voluntariamente. Esa muerte tenía que ocurrir en Jerusalén y por eso, al
aproximarse el momento fijado por el Padre, Jesús se puso en marcha. La palabra
que Lucas emplea y que se traduce como “tomó la decisión de ir” tiene el matiz
de gran firmeza y de clara conciencia de lo que allí iba a suceder.
Tomó el camino más corto desde Galilea, en donde se
encontraba, que era atravesando la región de Samaria. Los samaritanos eran
acérrimos adversarios de los judíos y especialmente por cuestiones religiosas. Esto
explica que en una aldea, donde Jesús quiso pernoctar, cerraron todas sus
puertas a aquel grupo de judíos por ser judíos y porque además iban al templo
de Jerusalén. Santiago y Juan parece que tenían un carácter violento, los demás
los apodaban “los hijos del trueno”. Se indignaron y pidieron al maestro
permiso para pedir a Dios que les hiciese lo que a Sodoma y Gomorra. Pero Jesús
no sólo no lo hizo sino que además les reprendió. Porque la fe no se defiende
ni se propaga con la violencia sino con la razón y la conducta conforme al
Evangelio. Cristo fue el que primero lo hizo y pagó con su sangre. Igual hizo
la Iglesia después a lo largo de los siglos, en los que se hizo proverbial la
frase “sangre de mártires, semilla de cristianos”. Tampoco en nuestros días han
faltado ni faltan los mártires.
Nuestra fe no nos extrañe que sea ridiculizada y
atacada. Nosotros debemos dar razón de ella. Y tengan en cuenta que los que nos
atacan, lo hacen muchas veces porque ellos vacilan y buscan una defensa
atacando nuestra fe. Pidan a Dios que les dé a ustedes la gracia de ser
apóstoles en el medio en que vivan: la familia, el trabajo, cualquier otro
ambiente. La práctica convencida es el primer medio, luego hay que conocerla a
fondo, gustar de su belleza y riqueza, saber responder a los errores y
dificultades que suelen poner los que no la practican y los de otras
religiones.
Los versículos siguientes ofrecen dificultad, sobre
todo en el caso del tercer candidato a seguir a Jesús. Al primero le recuerda
el Señor la exigencia de estar dispuesto a soportar la pobreza más absoluta. En
la respuesta al segundo se entiende que no se trata de que haya recibido
noticia de la muerte del padre entonces; en ese caso ya habría marchado y no
estaría entonces presente en el grupo; lo que pide es esperar a que su padre
acabe sus días en este mundo. El Señor le da una respuesta seca y se lo niega. La
respuesta al tercero entiendo que es la más difícil de interpretar. Puede
suponerse que las despedidas familiares en las antiguas culturas orientales son
largas y complicadas; pero no me parece que esto justifica del todo la
respuesta. Jesús le habla de lo más duro; prácticamente lo echa. A la luz de
sus palabras –“el que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el
Reino de Dios”– parece que Jesús adivina cierta duda; tal vez quiere pensarlo
mejor, aconsejarse más; a su familia la va a ver posteriormente, pues Jesús
sigue en Palestina. Jesús lo trata de cobarde y no fiable; no vale.
El conjunto de las tres respuestas vienen a constituir
exigencias fundamentales para los apóstoles de Jesús. Los quiere pobres,
desprendidos de toda comodidad; los quiere entregados totalmente al anuncio del
Reino, libres de cualquier compromiso que se lo impida; los quiere firmes,
seguros de haber elegido bien y lo mejor, comprometidos hasta la muerte.
No es de extrañar que la Iglesia, inspirada en estas
palabras y otras semejantes de Jesús, haya ido construyendo un ideal de
sacerdotes que tengan presentes estos valores evangélicos. Ha sido la fuerza del
Espíritu la que ha inspirado y dado vida a personas así desde los comienzos de
la Iglesia. No fue la autoridad la que descubrió ni creó en la Iglesia la vida
religiosa ni el celibato sacerdotal. Todo empezó en el corazón de fieles
sencillos que quisieron hacer de su vida un holocausto a Dios. Sin bienes, sin
familia, hambrientos de Dios se retiraron al desierto para estar con Dios. Allí
iban otros fieles a aprender cómo encontrar a Dios, ellos mismos iban a las
ciudades en los momentos de persecución para sostener la fe de sus hermanos. Las
comunidades cristianas empezaron a elegirlos como presbíteros y obispos. Así
comenzó la vida religiosa y el celibato en la Iglesia. Es la consecuencia
radical de la llamada a seguir a Cristo, asumiendo su misión apostólica. Nada
ni nadie los debe detener, nada ni nadie lo debe impedir.
Las vocaciones religiosas y sacerdotales son un don y
una bendición para el elegido y para la Iglesia. Pidan ustedes esta gracia para
la Iglesia. Hoy hay muchas ovejas que carecen de pastor y no se nutren de forma
debida; y hay ovejas perdidas que necesitan que se las busque.
Una familia
cristiana no estorba que el Señor invite a uno de sus miembros a un seguimiento
radical. Al revés, debe sentirse privilegiada y apoyar sobre todo con su oración
el que esa vocación se desarrolle hasta el final.
Y los elegidos estimen su vocación como a la margarita
preciosa del Evangelio. Manténganse en la firme decisión de apreciar como un
precio cómodo la renuncia a cualquier cosa que pueda estorbar su realización.
María, Madre de los discípulos, se lo hará comprender.
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