P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Ge 18,20-32; S 137; Col 2,12-14; Lc 11,1-13
Preciosas
las tres lecturas de hoy. Vamos a centrarnos en el evangelio. El texto sigue
inmediato al del pasado domingo y lo completa. María había escogido la mejor
parte. La mejor parte era escuchar al Maestro. Porque escuchando al Maestro se
transforma el corazón y se ama más a Dios y al prójimo, y no sólo con palabras
sino además con obras.
“Una
vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó…”. Esta forma de
introducir el tema, señalando el cambio de circunstancias, muestra que lo
siguiente sucede en ocasión distinta. San Lucas (también San Mateo) con
frecuencia reúnen hechos y enseñanzas que se complementan, aunque Jesús las
haya dicho en momentos diversos; éste es un ejemplo.
“Señor,
enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Los discípulos eran de un
pueblo que oraba; los sábados en la sinagoga se oraba con oraciones tomadas de
la Escritura; en el Antiguo Testamento hay muchos ejemplos de oración; el libro
de los salmos entero es un libro de oraciones muy variadas; algunos, al menos
Juan y Andrés, fueron discípulos del Bautista; los discípulos tenían
experiencia de orar. Pero ver a Jesús orando les debió parecer algo muy
especial, maravilloso. Del Santo Cura de Ars (San Juan María Vianney) se dice
que, cuando celebraba la Eucaristía, se transfiguraba de tal forma que la gente
aseguraba que "él veía a Dios". Y el Cura de Ars era hijo de Dios por
adopción. ¡Qué decir de aquel que es el Hijo único de Dios por naturaleza! No
era posible interrumpir a Jesús mientras estaba en comunicación con su Padre.
Quien lo contemplaba quedaba sobrecogido. Por eso, sólo "cuando
terminó", uno de sus discípulos le dice: "Enséñanos a orar". Jesús
responde con el Padrenuestro.
Una
notable escritora no católica, Simone Weil, de notable influjo sobre todo en la
Francia del siglo veinte, cuando dio con
esta oración, la aprendió de memoria y escribió que “la dulzura infinita de
este texto” se apoderó de ella y no podía evitar recitarlo casi continuamente.
“Si durante la recitación mi atención se distrae o se adormece, aunque sea de
forma infinitesimal –escribió– vuelvo a
empezar hasta conseguir una recitación absolutamente pura”.
Jesús
no rechaza la pregunta. Jesús no les ha enseñado todavía a orar. No estaban
preparados. De hecho, cuando les invite a acompañarle (monte Tabor y
Getsemaní), los discípulos (elegidos especialmente) se dormirán siempre. Sólo
tras la experiencia de Jesús resucitado y el don del Espíritu Santo serán los
discípulos capaces de perseverar en la oración (eso sí con la compañía de
María). Ya recibimos el don del Espíritu en el bautismo. Él nos auxiliará en
nuestra oración, como dice San Pablo (Ro 8,26). La oración es un don de Dios y
hay que pedirlo con frecuencia con el apoyo de la intercesión de María. Y es un
proceso en que se va mejorando.
Pero reflexionemos la respuesta de Jesús. “Padre
nuestro”. Cuando oramos debemos tomar conciencia de que Dios está muy cerca, de
que nos ama, de que nos ve como hijos y que somos sus hijos de verdad, que
tiene para nosotros un lugar en el Cielo y que su mayor deseo es que lleguemos
allí. Y este Padre está aquí escuchándome. Cuando vamos a orar, mientras
oramos, procuremos que los mismos miembros de nuestro cuerpo expresen la
presencia de tal Padre, de Dios, que me ama como nadie, que quiere que le
hable, que quiere hablarme.
“Santificado
sea tu nombre”. Es decir que todo lo que es de Dios, lo que se refiere a Él y
viene de Él, sea respetado, sea visto como sagrado, sea venerado, cuidado,
apreciado y estimado como divino y como bueno. Que todos los hombres le
reconozcan como Dios bueno y como Padre; y en primer lugar yo mismo: soy hijo
de Dios, soy templo de Dios.
“Venga
tu reino”. Que los deseos de Dios sobre los hombres y las cosas se realicen,
porque son buenos, responden a lo que nos hace buenos y felices, están de
acuerdo con los fines y deseos profundos de la naturaleza creada por Dios. Que
la gracia de Dios nos llegue a todos. Que todos los hombres le busquemos como
al fin de la vida.
“Danos
cada día nuestro pan del mañana”. Tiene esta formulación una palabra cuyo
significado griego no es claro. Pero en el sentido del conjunto todos
coinciden. No hay que pedir a Dios hacerse rico, sino la ayuda necesaria de Dios
para que nuestro trabajo de cada día llegue para satisfacer las necesidades
cuotidianas.
También
incluye la petición del perdón de los pecados con la condición cumplida de
haber perdonado a otros; y por fin pidiendo ayuda contra las tentaciones.
San
Lucas añade otras palabras de Jesús, que por su colorido hebreo son claramente suyas,
aunque dichas muy probablemente en otra ocasión, recordando el valor de la
perseverancia en la oración. Son la parábola del amigo importuno y el argumento
de lo que un padre haría si un hijo le pide un pan o pescado para comer. Tanto
el amigo con su insistencia como el hijo obtienen lo que piden. De ahí concluye
Jesús la seguridad de su eficacia: “El Padre celestial dará el Espíritu Sano a
los que se lo pidan”.
El
Santo Padre Juan Pablo II nos decía: “Hace falta que la educación en la oración
se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación
pastoral” (Novo millennio ineunte, 34). En la Biblia, en la liturgia y en la
tradición de la Iglesia encontramos formas varias de oración: De alabanza, de
acción de gracias, de petición de perdón, para la alegría y el dolor, por uno
mismo y los demás, reconociendo siempre la propia fragilidad y necesidad, que
es absoluta en cuanto a los dones, virtudes y gracias sobrenaturales, porque no
hay más salvador que el que está puesto, Cristo Jesús.
Si
no acabamos de corregir un vicio o un defecto, si no logramos alcanzar una
virtud importante para vivir y dar testimonio cristiano y permanecemos como
totalmente amarrados a “lo mismo”, pese a que recibimos los sacramentos con
frecuencia, examinemos si pedimos bien, como Jesús nos enseña en el
Padrenuestro, y con tenaz perseverancia.
La
Virgen María, que no dejó de pasar una palabra de Jesús sin meditarla en su
corazón y enseñó a orar bien a los discípulos en el Cenáculo, nos enseñará.
Pidámoslo.
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