P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Gn 18,1-10; S 14; Col 1,24-28; Lc 10,38-42
Las lecturas de hoy son de extraordinaria
riqueza exegética, teológica y espiritual. Imposible agotarla en una homilía
forzosamente breve. Tocaré brevemente lo que se relaciona con la oración del
cristiano. El evangelio de hoy, con María embelesada a los pies del Maestro,
escuchando su palabra, nos habla del valor de la oración, que empieza con la
escucha de la palabra de Dios. Esta es la visión de San Lucas, que narra el
hecho como prólogo de la apremiante exhortación de Jesús a la oración de
petición, que se leerá el domingo próximo.
En el proceso de beatificación del Papa Juan Pablo II el Dr. Renato
Buzzonnetti, su médico, decía: “Quien ha estado cerca de él, ha aprendido ante
todo a rezar. Era un hombre de gran caridad, que vivía en íntima unión con el Señor. Oraba aun en los
momentos más impensables. Impresionó cuando por primera vez entró en el salón
de las Naciones Unidas con el rosario en la mano” (“Totus tuus”, mayo 2007,10).
Ojalá pueda decirse de todo sacerdote que
quien se le acerca aprende a rezar o a rezar mejor, ojalá puedan decir los
hijos de sus padres que gracias a ellos aprendieron a rezar, ojalá lo puedan
decir los alumnos de sus maestros católicos, los niños de sus catequistas, de
un cristiano cualquiera para el que se encuentre en la vida con él. La misa de
cada domingo es ante todo un acto de oración, el acto de culto más valioso para
la vida de cada cristiano y para bien de toda la Iglesia.
Orar es el respirar de la fe. No se puede
hablar de vida cristiana, ni tan siquiera de fe, sin oración. Orar es un deber
fundamental si se cree en Dios Padre, Dios amor, y en Jesucristo salvador. En
la oración se alimentan, despiertan, ejercitan y desarrollan las fuerzas
vitales de la vida divina del Espíritu en nosotros. Y sin orar no se pueden cumplir
a largo plazo los demás deberes morales.
La encíclica del Papa Francisco sobre la fe
lo recuerda. La relación del hombre con Dios, totalmente necesaria para que
consiga su felicidad y realización, tiene su comienzo en la decisión de Dios.
Siendo iniciativa de Dios, tiene lugar cuando Dios quiere. La libertad del
hombre actúa respondiendo con su aceptación. El hombre acoge y se abre a la
llamada de Dios. El Espíritu hace del alma su morada, uniéndola a Cristo como
sarmiento a la vid y comunicándole su vida que la convierte en Hijo de Dios.
“Nos llamamos hijos de Dios, porque lo somos” (1Jn 3,1).
Dios creó al hombre dotándole de una
naturaleza en parte animal y en parte espiritual. El alma humana tiene como
elementos más importantes el entendimiento y la voluntad libre. Pero además
quiso hacerle partícipe de su vida divina que le hacía capaz de ver a Dios cara
a cara, gozar de su compañía y otros dones, como estar exento de la muerte
corporal. Todo lo perdió Adán con su pecado para sí y para todo los hombres.
Pero el Padre quiso que Cristo nos lo restaurase con su obediencia hasta la
muerte. Esa vida sobrenatural y divina se nos vuelve a otorgar en el bautismo;
pero se pierde con el pecado mortal. Por eso se le llama mortal, porque mata el
alma.
Cuando la vida divina muere por el pecado
mortal, no puede resucitársela el hombre. Sólo Dios la puede restituir; pero
nadie tiene derecho a exigírsela. Cuando Dios la da, lo hace por pura bondad,
gratuitamente. Por eso se la llama gracia. Se dice que el alma está en gracia a
la que ha recuperado y conserva esa vida divina.
La vida divina del alma consta de la presencia
del Espíritu Santo y de toda la Trinidad, y aporta al alma las virtudes
sobrenaturales, las teologales o divinas primero y las demás infusas, con las
cuales puede realizar obras sobrenaturales. Pero las virtudes, siendo sobrenaturales
no pueden ser actuadas por las potencias naturales. Las potencias naturales
(las importantes son el entendimiento y la voluntad) no son capaces de activar
a las virtudes sobrenaturales. Para ello es necesaria la intervención de Dios,
dicho de otra forma de la gracia de Dios. “Así, pues, queridos míos…trabajen
con temor y temblor por su salvación, pues Dios es quien obra en ustedes el
querer y el obrar, como bien le parece” (Fil 2,12s).
La gracia de Dios, es decir la intervención
gratuita de Dios en nosotros, es necesaria para que el hombre reciba por
primera vez la vida sobrenatural (lo cual lo da Dios en el bautismo), la
recupere el que ha ofendido a Dios gravemente después del bautismo con el
pecado, y actúe con ella (practicando las virtudes de fe, esperanza, caridad e
infusas).
Pero la gracia sólo la da Dios, sin que el
hombre, por santo que sea, la pueda lograr con sus solas propias obras. Aunque
la gracia pueda conseguirla otra persona con su oración, siempre es necesario
que cada uno la pidamos también personalmente. De ahí la importancia de la
oración humilde. Sin ella no es posible crecer en la práctica de las virtudes,
ni en la corrección de los propios defectos.
Por eso no se puede ser buen cristiano si no
se ora Sin ella pierden fuerza la misa, los sacramentos, la instrucción, las
mismas obras de misericordia. Hoy día la Iglesia está falta de personas, que
oren por ellas mismas y por los demás. Orar es necesario. La oración no puede
faltar en la Iglesia. El que ora sabe que hace algo importante y muy útil para
sí mismo y para los demás. “En un mundo sediento de espiritualidad y
conscientes de la centralidad que ocupa la relación con el Señor en nuestra
vida de discípulos, queremos ser una Iglesia que aprende a orar y que enseña a
orar” (Mensaje final de Aparecida 2007, 3).
Consecuencia
clara de todo esto es el permanente cuidado que debemos tener en dar tiempo a
la oración, de hacerla bien y de mejorarla. Corregir un defecto, adquirir una
virtud es casi imposible sin pedir a Dios la gracia para ello. Es un aspecto
que hay que tener en cuenta y revisar siempre que recurrimos al sacramento de
la penitencia. La Virgen María es, como sabemos, gran maestra de oración.
Pidámosle que nos enseñe.
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