Fiesta: 4 de febrero
San Juan de Brito es el único jesuita portugués canonizado. Es notable por su inculturización entre los más pobres de la India.
Una familia importante
Don Salvador de Brito y Pereira es el padre de Juan. Doña Beatriz de Brittes es la madre. Pertenecen ambos a la nobleza m s elevada de Portugal. El abuelo, don Fernando de Brito, pereció junto al Rey don Sebastián en la batalla de Alcácer.
Al pasar la corona portuguesa al dominio español, la familia de los Brito decide prestar sus servicios al duque Don Juan de Braganza. Es una muestra m s de su lealtad y patriotismo. En la corte ducal de Villaviciosa nace la amistad que une para siempre a las dos familias.
En 1640, los portugueses se liberan de España y proclaman Rey de Portugal al duque de Braganza. Al ingresar éste a Lisboa, Don Salvador de Brito monta a la diestra del nuevo soberano. Desde esa fecha, Juan IV se esmera por distinguir a la familia de los Brito con toda clase de honores.
Nacimiento
Del matrimonio Brito nacen tres hijos y una hija. Juan es el menor de todos. Nace en Lisboa el 1 de marzo de 1647. Recibe el bautismo, el de urgencia, en el mismo día y, el solemne, en la parroquia de San Andrés, el 29 del mismo mes.
Poco tiempo después, don Salvador se ve obligado a separarse de la familia y dejar el Portugal. El Rey lo ha nombrado Gobernador del inmenso Brasil. Dos años más tarde, en 1651, muere en Río de Janeiro. Doña Beatriz, que se preparaba para reunirse con el esposo, se entrega, entonces, a la formación de los hijos.
En la corte de Portugal
Juan, a los 9 años de edad, junto a sus hermanos entra al servicio de la corte del Rey Juan IV. Pasa a ser uno de los compañeros del infante don Pedro, niño de 8 años. La formación del infante y sus compañeros de corte está entregada a los Padres de la Compañía de Jesús.
Desde el palacio real asiste diariamente a clases en el Colegio de los jesuitas, San Antonio de Lisboa. Hay testimonios sobre Juan, como buen alumno, responsable y piadoso.
En 1656, el mismo año del ingreso de Juan en la corte, muere el Rey. Le sucede su hijo Alfonso VI. Como es menor de edad, el gobierno queda en manos de su madre, la Reina Luisa de Guzmán. El infante don Pedro, pasa a ser el heredero.
En peligro de muerte
A los 11 años de edad, Juan sufre una peligrosa enfermedad. Los médicos no atinan a salvarlo. El muchacho, enseñado por los jesuitas, se encomienda a San Francisco Javier, el apóstol de las Misiones de Oriente. Doña Beatriz, asustada, promete que su hijo, al recuperarse, vestirá, durante un año, la sotana de la Compañía.
Lo cierto es, que Juan recupera la salud. Y queda profundamente convencido de que ha recibido una gracia del cielo. Con gusto viste el traje talar y acrecienta su devoción a San Francisco Javier.
Discernimiento vocacional
A los catorce años comienza muy en serio a hacer un discernimiento vocacional. Cuando lo termina decide conversar con el P. Miguel Tinoco, Provincial de Portugal. Declara su proceso y pide formalmente el ingreso en la Compañía de Jesús. El Provincial le escucha y le pide terminar los estudios y obtener el permiso de doña Beatriz.
Juan cumple las recomendaciones que le señala. A su madre le recuerda su grave enfermedad y sus oraciones ante San Francisco Javier. El Señor le ha dado la salud y lo invita ahora a consagrar su vida para siempre.
Doña Beatriz es una mujer piadosa, pero cree indispensable que Juan comunique a los reyes su determinación y solicite la aprobación de los soberanos. Juan acepta. La regente, la Reina Luisa, trata de oponerse. Don Pedro tampoco quiere separase del amigo. Pero Juan no se deja ablandar. Defiende su causa y con firmeza obtiene lo que desea.
En el Noviciado
El 17 de diciembre de 1662 ingresa, en Lisboa, al Noviciado de la Compañía de Jesús. Sus hermanos, Cristóbal y Fernando, lo acompañan hasta la puerta.
Los dos años pasan r pido para Juan. Él conoce bien cómo es la vida del jesuita. No tiene gran dificultad.
El Maestro de novicios, P. Francisco Vitus, afirmó después con juramento que: "Juan se distinguió por su observancia, por la virilidad de su carácter y por la firmeza de sus propósitos. Siempre se le encontró a punto para los trabajos más pesados. Tuvo especial atracción en servir a los enfermos. Para los demás novicios y para el mismo Maestro fue un verdadero ejemplo".
Un día lo visita el infante don Pedro. Los jesuitas se esmeran en presentarle honores, a ‚l y a su s‚quito. Mandan a buscar a Juan, porque para ‚l es la visita. Cuesta encontrarlo ya que está en la enfermería atendiendo a un enfermo. Cuando llega a presencia de su amigo, don Pedro le dice: "Me da gusto verte tan contento en el servicio de tu Señor. No dudes, El te va a recompensar mejor de lo que podrías haber esperado de mí, si hubieras continuado en mi servicio"
La formación jesuita
Juan pronuncia los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia el 18 de diciembre de 1664.
De inmediato es destinado por los Superiores al Colegio de Evora para terminar los estudios de Letras comenzados en la corte. Es un buen alumno en retórica y oratoria.
Resentido de salud, se ve obligado a interrumpir los cursos humanísticos. Pero ‚l insiste. Con esfuerzo los termina, a pesar de una dolencia pulmonar que le obliga a vomitar sangre.
Los Superiores lo trasladan a la Universidad de Coimbra para la Filosofía. Allí, con el clima más templado, se recupera. Hace buenos estudios. Tanto, que se le encarga el acto público al final de la filosofía.
El ofrecimiento para la India
En Coimbra, pudo leer con gozo las cartas que había escrito San Francisco Javier a los estudiantes del Colegio. Esas cartas eran una reliquia muy bien guardada, pero, para ‚l, resultaban como de perenne actualidad.
Juan está acostumbrado a discernir. En la oración sopesa todos los aspectos. Sabe que no puede tratar este asunto con los Superiores inmediatos. Sin duda, doña Beatriz va a saberlo por boca de ellos y pondría toda clase de obstáculos. Además, su hermano Cristóbal acaba de morir y la madre moverá el mundo para no perder a otro hijo.
El 19 de noviembre de 1668 escribe al Padre General, Juan Pablo Oliva:
"Por intercesión de San Francisco Javier recobré la salud y fui admitido en la Compañía. No contento con esto, San Francisco me ha puesto el vivo deseo de consagrar mi vida en la Misión de la India. Es cierto, no dije nada, porque no había empezado el curso de filosofía. Pero ahora estoy a punto de terminar esos estudios.
Por la sangre de Jesucristo, por los merecimientos de San Francisco Javier y la mayor gloria de Dios, le suplico me conceda la gracia de ir a la Misión de la India.
Para que aquí en Portugal no haya obstáculos le ruego no dejar este asunto en las manos del P. Provincial. Por favor, le ruego escribirme, a mí solo, la carta con la tan deseada respuesta"
Por supuesto, la respuesta del P. Juan Paulo Oliva, fue dilatoria: deber terminar los estudios de Filosofía.
El 5 de marzo de 1669, escribe Juan una segunda carta:
"Le ruego perdonar esta segunda carta. El deseo que tengo de ir a las Indias me abrasa día y noche. Si fuera necesario, y Ud. no me lo prohibiera, todos los días renovaría mi petición. En mi carta anterior le di las razones. No las repito para no quitarle tiempo. Espero ardientemente tener buena acogida"
Esta vez el General lo acepta, pero le pide esperar un tiempo.
El magisterio
Para la experiencia del magisterio, habitual en la Compañía de Jesús, entre los estudios de filosofía y los de teología, Juan es enviado al Colegio de San Antonio de Lisboa. Es su Colegio, el de sus primeros contactos con la Compañía. Serán dos años.
A las clases de gramática y a la preocupación por el adelanto espiritual de sus alumnos, Juan añade una oración constante que pide al Señor el envío a la India. Allí cree él que está su verdadero futuro.
Insistencias misioneras
El día de San Francisco Javier, el 3 de diciembre de 1669, tiene en la iglesia el panegírico del santo, con gran edificación de todos. Ese es el mejor abogado.
En su segundo año de magisterio, llega a Lisboa el P. Baltasar Costa. Viene desde el Maduré, en la India, para entregar informes de la Misión y con el encargo de reclutar misioneros.
Juan se informa y tiene largas conversaciones con ‚l. Y como el P. Costa debe viajar a Roma, Juan le pide interceder por ‚l ante el Padre General.
Destino a la India
Tres meses después llega la carta del Padre General: Juan es aceptado para la Misión del Maduré, deberá empezar la teología y ordenarse de sacerdote. Viajará con el P. Baltasar Costa cuando éste regrese a la India. El destino deberá mantenerse en absoluto secreto, en consideración a doña Beatriz a quien Juan preparará cuidadosamente.
En octubre de 1670, Juan comienza los estudios de teología. En enero de 1673 recibe las órdenes sagradas.
Dificultades en la corte
Juan, con tiempo y cariño, prepara a su madre para la separación definitiva. Él cree que tiene ganada esta partida. Pero al acercarse la fecha de la expedición misionera a la India, doña Beatriz inicia tentativas para impedir el viaje de Juan.
Primero se dirige al P. Provincial Manuel Monteiro. Este le dice que a él no le corresponde intervenir porque Juan ha obtenido directamente las licencias de parte del General de la Compañía.
A Juan, doña Beatriz le dice: "Hijo mío, tú buscaste a Dios en la Compañía y yo te di mi consentimiento. Pero no puedo acceder a lo que ahora me pides. Reconozco que es heroico de tu parte. Pero te suplico no apresurar el final de mis días. Si estás decidido a sacrificar tu vida por el bien del prójimo, te hago saber que empezaste con el sacrificio de tu madre".
Doña Beatriz se dirige también al Rey. En el trono de Portugal reina don Pedro II, el gran amigo de Juan. El soberano accede a pedir cariñosamente a Juan que desista del viaje a la India. Pero don Pedro sabe también que su antiguo paje es un hombre de palabra y muy firme.
Las instancias de doña Beatriz se encaminan, entonces, al Nuncio apostólico, Marcelo Durazzo. Este tiene una entrevista con Juan y el Provincial.
Juan da entonces su mejor argumento: "Monseñor, a Ud. le han dicho que mis Superiores me envían a la India. Le han informado mal. Ellos, solamente, permiten el que yo vaya. El que me manda a la India es Dios. Él es quien me llamó a la Compañía. Si Ud. me manda no ir, le suplico que considere, en conciencia la responsabilidad que se echa encima. Si Ud. se empeña en impedir el viaje, yo no cesaré de protestar en mi oración, mientras me dure la vida, contra la violencia que se me hace".
Atónito, el Nuncio retrocede de inmediato ante los argumentos de Juan.
El viaje a la India
El día de la partida está fijado para el 25 de marzo de 1673. Juan se embarca el día anterior para evitar despedidas.
Ese día, Lisboa amanece de fiesta. La larga procesión de los veintisiete misioneros sale desde la iglesia de San Antonio. Todos van hacia las orillas del Tajo. Van en dos bandas casi iguales: en una los jesuitas que viajan a China, en la otra los que van a las Indias Orientales. Casi todas las miradas inquietas tratan de ubicar a Juan.
Al disparo del cañón, se levanta el ancla. El viento ha hinchado las velas y los barcos, en un día tranquilo, se dirigen a la desembocadura. Juan viaja en la misma nave que su amigo el P. Baltasar Costa.
La travesía
La navegación, en un comienzo, se muestra muy tranquila. Los misioneros, asombrados, ven huir en un r pido correr las costas del Senegal y de la Guinea.
El capitán don Rodrigo de Costa se esmera en la atención. Distingue a Juan, porque lo ha conocido muy bien en la corte. Juan aprovecha la amistad ejerciendo sus ministerios sacerdotales, entre marinos y pasajeros.
En el trópico hay calmas, pero el calor no es agobiante. Podrá ser por pocos días. Pero después sobreviene una tormenta y el barco es zarandeado con inmensas olas. Muy pronto llega la terrible peste del mar, el escorbuto, tan común en las navegaciones de la época. Todos caen enfermos, también los misioneros.
Juan, en medio de la prueba, no deja de pedir la ayuda de su patrono y amigo San Francisco Javier. Como él, apenas siente algún alivio, cuida enfermos, predica y ora.
El mayor dolor lo tiene al asistir al P. Baltasar Costa quien sucumbe a la epidemia. Con ‚l son trece los misioneros que mueren en la dura travesía. Juan no comprende, pero toma ahora el relevo para animar a sus compañeros. En la fuerte tormenta, al doblar el Cabo de Buena Esperanza, los hace rezar una novena a San Francisco Javier.
Hay un breve descanso en la isla de Mozambique, para abastecerse de agua fresca y dar sepultura a los que han dejado la vida. En el mes de septiembre la nave llega a Goa.
Goa, la capital del imperio
La primera visita de Juan es a la iglesia de San Pablo donde yace el cuerpo de San Francisco Javier. Agradece el haber llegado y renueva su propósito de vivir y morir en la Misión.
En la ciudad de Goa termina el cuarto año de teología.
La Tercera probación la hace en Ambalacata, muy cerca de Goa. El mes entero de Ejercicios espirituales, es la mejor preparación de su tarea misionera. Desde el comienzo la labor apostólica la dirige a los paganos. Son muchos los indios, chinos, persas y árabes que vienen a Goa, a buscar fortuna, en el incesante comercio de la capital. Los jesuitas tienen en Goa cinco casas, contando el Noviciado. Como en ellas hay celosos ministros para la población portuguesa, Juan cree que su opción por los indios es la correcta.
En un primer momento, los Superiores determinan dejarlo en Goa como profesor de filosofía. El ejemplo de Juan puede ayudar a los jóvenes jesuitas a emularlo en la virtud.
Pero él suplica con firmeza: "No vine a la India para ser profesor, sino para ser misionero".
Nuevamente gana esta batalla. Confirmado una vez más, decide entonces hacer un voto: consagrarse a las misiones del Maduré, las más duras del Oriente.
En el Malabar
El primer destino misionero estable de Juan es el Malabar. Él sabe que ése fue el campo primero de San Francisco Javier.
Como lo hizo su patrono, Juan se entrega de lleno a la evangelización de los cristianos de rito malabar. Con mucho respeto a sus costumbres ancestrales, recorre los pueblos y las aldeas. Sale por las calles a convocar a los niños y catequiza sin cansarse. Predica, visita a los pobres, a los presos de la cárcel, y a los que yacen en los hospitales.
Muy pronto cosecha a mares. Indios, portugueses y también españoles empiezan a asediarlo en el confesionario y junto al púlpito.
Tiene autoridad, también virtud que ayuda a la conversión. Pero, especialmente su carácter afable es el que más atrae. No reprende, prefiere ganar con suavidad.
La organización de la Misión
Al llegar Juan de Brito a la India, el trabajo misionero de la Compañía de Jesús está dividido en dos grandes áreas, separadas por los montes Ghates. Son dos Misiones: la de Goa y la del Malabar. La primera abarca la costa occidental y una parte del interior. La segunda tiene la costa del sur, todo el oriente y la zona interior correspondiente. Cada Misión tiene un Superior jesuita y varios distritos misionales.
Juan de Brito queda asignado a la Misión del Malabar, que tiene ocho distritos misioneros. Además le corresponde la atención de los cristianos de rito malabar.
El problema de las castas
En el trabajo apostólico los misioneros tropiezan, desde un principio, con el problema de las castas.
Los indios se agrupan en cuatro castas principales. Los brahmanes ocupan el estrato superior: el de la cultura y las funciones religiosas. Los ketrias están destinados a la profesión de las armas. Los veissias se dedican al comercio. Los chutres se aplican a las profesiones domésticas, el arte y oficios mecánicos.
Los que no tienen casta son los parias, despreciados por todos. Los extranjeros reciben el nombre de pranguis y también son rechazados, sin piedad, por todas las clases.
Para un indio la casta es todo: su lugar en la sociedad, su familia, la ley y sus intereses. El dejar la casta, o ser expulsado de ella, es la mayor afrenta. Equivale a la muerte. El abrazar la fe de los pranguis se iguala a un abandono de casta.
En los comienzos de la misión, por la existencia de las castas, los resultados espirituales son escasos.
Por el carisma ignaciano, los jesuitas creen poder entregarse a todos, sin distinción. Tienen preferencia, por cierto, hacia los más pobres, los parias, pero ello trae el desprecio de los otros. Ningún brahmán se atreve a dar el paso hacia la fe cristiana. Y los mismos parias tienen dudas ante el desprecio de los poderosos. Inquietos, los jesuitas buscan el camino de la solución.
La inculturización
En 1605, el jesuita italiano Roberto de Nóbili, con permiso de los Superiores, inicia un proceso notable de inculturación. Acoge el único medio capaz de obviar la dificultad.
Se separa de los portugueses, él no lo es. Adopta el traje y la alimentación de los brahmanes. Se declara brahmán, saniasi o gurú romano, y lo prueba con su vida ascética.
"No soy portugués, no conozco su lengua, no he trabajado para ellos. Vengo de Roma, muy distante de Portugal. Soy príncipe, o sea de la casta de los rajás y me he hecho saniasi. He aprendido las ciencias y he peregrinado por el mundo"
El método del Padre Nóbili tiene éxito y las conversiones de los poderosos se multiplican. Sin embargo, no le está permitido evangelizar a las castas inferiores.
El P. Baltasar Costa inicia un proceso semejante, respecto a los parias, los más numerosos. Un grupo de jesuitas entran por ese mismo camino. También tienen éxito.
Las diferentes castas pueden tener una misma religión. Puede creerse en Buda, en Mahoma o en Cristo. Lo único importante para la casta es seguir en el seno de ella.
La inculturización de Juan
Juan de Brito, cuando llega al Maduré, de inmediato se suma al plan ideado por su amigo Baltasar Costa. Para ‚l, es el mejor homenaje de gratitud a su persona. Adopta, como otros jesuitas, la personalidad de un pandaram swami.
Los pandaram son los ascetas o penitentes indios. Son de categoría social inferior y por lo tanto son recibidos por las castas inferiores. La calidad de penitentes, estimada y venerada, les da asimismo la facultad de acercarse también a las castas superiores.
Quedan excluidos, eso sí, de las fiestas y recepciones de los brahmanes. Pero para ellos est n los jesuitas saniasi.
Los pandaram deben vestir traje amarillo o rojo, turbante del mismo color, usar larga barba y llevar una vida con estrecheces.
En la misión de Coley
La primera misión de Juan, convertido ya en pandaram, es la de Coley, en el reino de Ginja.
Juan se viste con una sencilla túnica de color rojo y cubre la cabeza con un turbante. Usa sandalias de madera, y un largo bambú de siete nudos para las caminatas. Duerme siempre en el suelo, sobre un simple paño y a veces sobre una piel de tigre. Come solamente arroz cocido, condimentado con pimienta, hierbas amargas o legumbres, leche o manteca. Tiene largos tiempos de oración y lecturas espirituales prolongadas.
Sus sentimientos los deja estampados en una carta a su hermano Fernando: "Vivo muy contento en este destierro, con pocas nostalgias de la patria".
Juan no ha cumplido los veintiocho años de edad. Tiene todavía facilidad para adaptarse a las inflexiones del idioma tamul y de sus dialectos. Con aplicación heroica, aprende a dominar esa lengua tan difícil para un europeo. Además se entrega, con pasión, al estudio religioso del país.
Las religiones indias
Juan descubre, pronto, que los indios creen en una especie de trinidad. Brama es el Ser Supremo, el creador. Visnú es el Dios conservador. Siva, el destructor. Cada uno tiene sus seguidores.
Brama no tiene templo ni culto, pero es quien gobierna los destinos de la gente. Los otros dos tienen veintiuna encarnaciones y sus imágenes están en todas partes.
La moral de los indios conserva muchos de los rasgos de la ley natural. Ellos creen en una vida futura. Los que obran bien reciben recompensa, los otros tormentos. No hay, eso sí, una eternidad. La transmigración de las almas hacia un ser superior o hacia un animal irracional es sustentada por todos.
Los gurúes son los guías espirituales que bendicen o maldicen. Cada casta tiene gurúes propios y exclusivos.
Juan estudia los libros sagrados y saca lo mejor de ellos. Con este bagaje explica a sus neófitos la doctrina cristiana. Él es un gurú para los que deseen perfeccionar la fe. Juan no busca acomodar las creencias. Con exquisito cuidado respeta, pero da su mensaje. Además, la dura vida del pandaram le da el crédito que necesita.
Pronto acuden centenares a sus enseñanzas. Su oración, en la Misa, es observada con respeto. Su virtud, es espiada y admirada. Las conversiones al cristianismo se multiplican y Juan empieza a no tener tiempo para instruir, bautizar y confesar a las inmensas multitudes. El pandaram swami cosecha en abundancia.
Recorriendo la Misión
Poco después, a finales de 1676, Juan es trasladado a Tatuvankeri, un nuevo centro misionero, ubicado m s al Sur. Con prudencia y celo logra también allí numerosas conversiones entre los parias. En todos los pueblos de su distrito edifica iglesias y gana la confianza de los moradores. Para los humildes el pandaram swami es el buen juez que pone paz.
Desde 1679 a 1685, Juan recorre los diversos estados de Tanjaor, Ginja, Sirucarambur y Tatuancheri y entra en la selva impenetrable, hasta las fronteras estériles de Maravá.
Si el arroz no crece o está por perderse, si amenaza la langosta, o la fiebre y carestía se acrecientan, todos se dirigen al pandaram swami. Dios siempre escucha las oraciones del pandaram. De todos los poblados acuden a escuchar a Juan. En las epidemias y pestes, ‚l es el hombre m s buscado. Ni las guerras continuas en la India, ni los peligros de los viajes, lo detienen. Hasta los príncipes de la tierra le manifiestan benevolencia.
Superior del Maduré
En 1685, es nombrado Superior de toda la Misión del Maduré. Su trabajo aumenta. La Misión tiene 12 puestos y 9 misioneros para los 80.000 cristianos de los cuatro reinos. Juan se multiplica. Varias veces está en peligro de muerte, pero las conversiones continúan.
En 1686, entra al reino prohibido de Maravá. Juan no tiene miedo. Para los indios, ‚l ha dejado de ser extranjero. Establece su choza en lo m s espeso de la selva, adonde acuden, de muchos sitios, numerosos neófitos y catecúmenos. En dos meses bautiza poco m s de dos mil. Pero su presencia llega a los oídos de los brahmanes no cristianos.
El primer martirio
El 17 de julio de 1686 es detenido, junto a dos catequistas y cuatro neófitos, cuando va de camino. Juan defiende a sus amigos.
En Mangalam, el jefe del destacamento lo tortura cruelmente. Se le golpea con palos, lo cuelgan con sogas entre dos árboles, de modo que su cuerpo forme un doloroso arco en el aire. Al anochecer, maniatado de pies y manos, queda en un calabozo. Sus compañeros también son azotados.
Al día siguiente es arrastrado hasta el río. Allí lo levantan, atándole un brazo a una polea. Lo dejan caer al río. Lo mantienen sumergido. Lo levantan y lo vuelven a arrojar, una y otra vez, hasta cansarse. Sus compañeros sufren igual castigo. Al final del día, todos son nuevamente azotados.
Al día tercero son torturados solamente los neófitos. Uno de ellos, Satianaden Seti, cede al dolor y pronuncia el nombre de Siva. Este triunfo enardece a los soldados. A otro neófito le queman los pies. Pero éste no cede.
A Juan le piden que invoque a Siva. Él pronuncia el nombre de Jesús. Lo abofetean y le dan golpes. Desnudo y bañado en sangre, lo colocan sobre una gran piedra pómez abrasada por el sol. Se le echan encima, le pegan y con la punta de una piedra penetran sus carnes. Al anciano catequista Silvey Nayagan le hacen saltar un ojo.
La sentencia
Al fin, el juez dicta la sentencia: "Juan y los dos catequistas morirán empalados, después de cortarles las manos y los pies. Los tres neófitos quedar n en libertad, pero se les cortar un pie, una mano, las orejas, la nariz y la lengua."
Los seis cantan las Letanías de la Virgen María y esperan resignados. Pero la sentencia final la debe ratificar el rey Rauganadevén, en Ramna. Y mientras se espera su veredicto, los prisioneros permanecen en sus calabozos.
El testimonio de Juan
Conservamos la carta de Juan de Brito escrita al Provincial. La hace llegar a través de Aruley, una catecúmena, que tiene el cargo de llevar a la cárcel arroz y leche cada día.
"Reverendo Padre: El 17 de julio, viniendo de una correría, caí en las manos del ministro del Maravá, llamado Cumara Puley. Nos detuvo y nos quitó todo lo que llevábamos. Al comienzo nos instó a que invocáramos a Siva. Si lo hacíamos quedaríamos en libertad, nos devolvería nuestros bienes, nos colmaría de honores, y a mí me prometía un caballo. Nos negamos. Recibí muchas bofetadas. Me pusieron hierros en las manos y en los pies y me amarraron en la plaza a un tronco de parra. Así estuve hasta el día siguiente. Mis cristianos fueron azotados cruelmente. Al día siguiente todos sufrimos el tormento del agua y una larga flagelación. Uno de los neófitos cedió y así obtuvo su libertad.
En Cordiarcoil nos trataron con gran crueldad. Fuimos condenados a ser atenaceados. Nos pusieron delante de los ojos el fuego, las tenazas y los otros instrumentos. Pero no se cumplió la sentencia. En una prisión estrecha me pusieron los hierros, en pies y manos. Mis compañeros los tuvieron solamente en los pies. Ahí estuvimos hasta el 28 de este mes.
Fuimos llevados a Pangany, adonde llegamos muertos de hambre y sed, consumidos por la fatiga. Apenas llegamos se nos intimó sentencia de muerte si no invocábamos a Siva. Al negarnos, nuevamente nos patearon, nos azotaron y nos golpearon con palos. Han ido a pedir al rey del Maravá la confirmación de la sentencia. A cada hora, estamos esperando la respuesta. Estamos contentos y conformes con la voluntad divina. Le pido a Ud. que nos dé su bendición. Encargue a los Padres que me encomienden. Yo me acordaré de todos en el cielo. Humilde hijo en Jesucristo. Juan de Brito. A 30 de julio de 1686".
El perdón
La respuesta del rey llega con la orden de que los prisioneros sean conducidos a Ramna, la capital.
Después de nueve días, el rey, en persona, decide interrogar a Juan:
“¿Eres un prangui o un holandés?"
Majestad, yo pertenezco a una Compañía de hombres sabios y religiosos. Su doctrina es noble y elevada. Sus pensamientos son puros. Ellos recorren el mundo como embajadores de Dios anunciando su santa ley.
¿Esa ley es conocida más allá de nuestro mar?
Majestad, casi todo el mundo ha aceptado la ley cristiana. Ella no es un privilegio para unos pocos pueblos. En verdad, obliga a todos los hombres y les da a conocer al único Dios que se debe adorar".
Juan recita entonces los Mandamientos y, sucintamente, da una breve explicación de cada uno.
El rey escucha atentamente. Al fin dice:
"Esta ley parece perfecta. Además, eres un buen pandaram. Te perdono la vida y te devuelvo, a ti y a los tuyos, la libertad. Continúa adorando a tu Dios, pero no quiero que prediques esa doctrina en mi reino. T£ prohibes la poligamia y el culto a nuestros dioses. No puedo aceptarlo. Véte a otra parte. Si vuelves, te mataré".
Juan de Brito conserva entonces la vida. Pero también, las profundas huellas de las torturas.
La misión más difícil
Juan regresa a su Misión. Pero muy pronto recibe, de parte del Padre Provincial, la orden de trasladarse hasta Cochín. Se le quiere dar un descanso y la oportunidad de recuperar sus fuerzas. Juan obedece. Pero también el Superior desea encargarle una difícil tarea.
Hace unos meses ha sido enviado el P. Francisco Páez, como procurador de las Misiones indias al Portugal y a Roma. El objetivo era informar y obtener nuevos misioneros. El barco ha naufragado cerca del Cabo de Buena Esperanza y se hace urgente sustituir al procurador.
El Provincial designa a Juan para esta nueva misión. Juan representa. Con tres argumentos se defiende: él ha prometido emplear toda la vida en la India; no es conveniente volver a la corte portuguesa; sin mucho trabajo, el Provincial puede encontrar otro jesuita más idóneo que él.
El Provincial insiste. Juan pierde su causa y se dispone a obedecer.
El viaje a la patria
Juan arregla sus asuntos rápidamente y, a los pocos días, se presenta en la ciudad de Goa. Se postra ante los restos de San Francisco Javier. Encomienda su Misión del Maduré y suplica poder volver a la India.
Don Francisco de Távora, que ha terminado en su cargo de Virrey, lo hace embarcar en su nave. Ha oído hablar mucho de Juan de Brito y sabe que es un hombre importante en la corte de Portugal.
La travesía se desarrolla sin problemas. Las naves hacen escala en el Brasil y Juan tiene el consuelo de conocer las tierras donde ha muerto su padre. La flota llega a Lisboa el 18 de septiembre de 1688.
De nuevo en Lisboa
La noticia de su inesperado arribo conmueve a toda la ciudad de Lisboa. Las torturas de Juan en el reino de Maravá son conocidas, pues su carta al Provincial, reproducida en muchas copias, ha sido leída por todos.
Doña Beatriz, su madre, es la primera en abrazarlo. Esta vez sus lágrimas están llenas de felicidad.
El Rey don Pedro II, su amigo, está en el palacio de Salvatierra. De inmediato envía emisarios suplicándole venir. Cuando Juan se presenta, el rey lo abraza y no lo deja arrodillarse. En la corte, todos son amigos de Juan. Los antiguos pajes de don Pedro son, ahora, los que ayudan en el gobierno. Don Pedro y doña Isabel, la reina, se esmeran en demostrar amistad y cariño. Y Juan, por su parte, trata de pasar inadvertido.
Vestido con su traje de pandaram swami, Juan vive, como un asceta, en Lisboa, Evora, Coimbra y Oporto. En todas partes expone, con sencillez, los problemas urgentes del Maduré y de la Costa de la Pesquería. Invita a la juventud, con palabras c lidas, a secundar la llamada del Señor en el servicio de las misiones. Personalmente, muestra los nuevos métodos de la adaptación misionera y echa por tierra algunas oposiciones. Promueve la creación de un fondo económico para el sustento del grupo catequético y de la promoción social de la Misión del Maduré.
Todos los planes de Juan tienen éxito. Son secundados con generosidad, primero por los Reyes y después por los grandes de la corte. Los adinerados no desean quedar a la zaga. Su propia familia, y los amigos de la infancia se distinguen, en ayuda y entusiasmo.
La extensión de su misión hasta Roma se ve impedida por una serie de dificultades, más bien de índole civil. Don Pedro no quiere separarse del amigo.
Dificultades para el regreso
Entonces Juan decide regresar al Oriente. El favor de la corte lo tiene confundido.
Pronto se da cuenta que don Pedro desea dejarlo en Portugal y entregarle la educación de sus hijos. Juan representa: "Prefiero el Cielo a la tierra, y el Maduré al palacio de Portugal".
El rey, entonces, le ofrece un obispado. La respuesta es igualmente negativa. El no puede abandonar a sus catequistas, a sus neófitos y a los cristianos del Maduré.
Juan determina embarcarse en la flota anual que se dirige a la India. Veintidós jesuitas que viajan a la India y a China están ya a bordo en la nave Capitana. Otros dos lo esperan en la Concepción.
Al despedirse del monarca, éste pretende detenerlo, con el pretexto de saludar a la Reina y a los príncipes. Entonces, Juan se da cuenta de la estratagema. Se retira rápidamente.
Con estupor, se da cuenta de que la flota a la India est zarpando. Urgido, corre al puerto, y sin siquiera lo indispensable, se embarca en un pequeño batel y consigue alcanzar, Tajo abajo, a la última nave de la flota que marcha a la India. Es el 7 de abril de 1690, o sea el mismo día de la partida de San Francisco Javier hace 150 años.
De nuevo en la India
El 3 de noviembre de 1690 llega a Goa, después de siete meses. El viaje fue muy duro. Una carta, dirigida a su hermano Fernando, lo atestigua.
"En el viaje estuve mal, pero me libré por la misericordia de Dios. Murieron mis dos compañeros. De la gente del navío murieron cerca de cuarenta. Todo el peso me cayó encima, por ser el único sacerdote. Un Padre dominico, que también venía, no podía decir misa, ni confesar, ni se levantaba de la cama de lo mal que estaba.
Espero que el Señor me haya perdonado algunas de las penas merecidas por mis pecados, en atención a lo que padecí en esa nave: la enfermedad, los hedores, los vientos contrarios y la angustia".
Pasa unos breves meses con el Provincial y en la península de Salsette, frente a la ciudad. Tiene el consuelo de venerar el cuerpo incorrupto de San Francisco Javier, pues el P. Provincial hace abrir la urna para la devoción de Brito.
Su leal amigo, el rey
Entretanto, recibe las consecuencias de su partida repentina de Lisboa. Don Pedro, por cierto, no quedó conforme. Ha escrito una carta al Padre General, Tirso González, pidiendo el regreso de su amigo.
Juan se alegra al conocer la respuesta de su General: "Siempre he estado dispuesto a acceder a los deseos de Su Majestad. Pero Su Majestad no llevará a mal que yo le manifieste con toda sinceridad lo que pienso. Creo que el regreso del P. Brito a Portugal le impedirá prestar servicios mayores a la causa de Dios. Este Padre ha recibido los talentos que hacen a los grandes misioneros. Tiene celo verdaderamente apostólico, además un conocimiento casi perfecto de las lenguas del Malabar. Los misioneros tienen en él un modelo. Creo que hace mayor bien en la India de lo que podrá hacer en Portugal. Con esto, me remito al dictamen de Su Majestad, cuya conciencia cargo sobre este asunto".
Perdida la esperanza de hacer volver a su amigo, don Pedro resuelve proponer el nombre de Juan como Arzobispo de Granganor. Ante esto, Juan no se inquieta. Sabe que el General lo apoyar en su negativa. Al fin y al cabo, él es un profeso de cuatro votos y no puede aceptar un obispado sin orden expresa del Romano pontífice.
Visitador de la Misión
Juan recibe entonces el cargo de Visitador de la Misión del Maduré. El Padre Provincial sabe que él es el misionero más apreciado por sus compañeros jesuitas y por los miles de cristianos. La guerra se ha extendido en todos los territorios y se hace necesaria una presencia animadora.
Los jesuitas y los cristianos lo reciben triunfalmente. De todas partes acuden, numerosos, a tratar sus asuntos con su "swami", venerado y querido.
El milagro apostólico se renueva y las conversiones se reanudan. "Yo estoy aquí desde hace 15 días y ya confesé a casi mil personas y bauticé a 400".
Para los Colers funda la misión de Muni y bautiza a más de 8.000, entre sobresaltos y privaciones. "Los sustos son horrendos, y yo ando sin casa ni cabaña, caminado por las selvas, para asistir a los cristianos".
Un testigo dijo después, en las informaciones jurídicas: "A menudo sus brazos rendidos no podían moverse. Era preciso que los catequistas se los sostuviesen para seguir bautizando". Al leer estas palabras uno recuerda a San Francisco Javier.
El 6 de enero de 1693 bautiza al príncipe Teriadevén y a 200 personas de su corte. Con prudencia, a instancias de Juan, el príncipe contrae en matrimonio con su primera mujer. A las otras cuatro las despide con amabilidad, dándoles a cada una valiosa pensión. La solución parece adecuada, pero Juan queda con el presentimiento de las consecuencias que puedan suscitarse en el ánimo del Rey Rauganadevén. Este, en el año 1686, el de las torturas, le había prometido matarlo si insistía en la labor misionera de su reino.
La detención postrera
El 8 de enero de 1693, después de celebrar la misa es detenido, en las selvas de Muni, por los soldados Rauganadevén.
Con tres cristianos, es conducido a la ciudad de Anumandacuri. En la plaza es expuesto a las iras del populacho. Encadenados, pasan la noche. Al día siguiente llegan a Ramma, la capital del reino. Es el mismo sitio de su primer martirio.
Por veinte días espera, en la prisión, la llegada del rey. A su llegada, el príncipe Teriadevén pretende aplacar la ira del rey. Enterado Juan, le hace llegar su súplica de que no le robe la felicidad del martirio.
El rey interroga. Manifiesta su enojo. Pero queda perplejo cuando los brahmanes le presentan un rollo de papel con el nombre de los cristianos del reino. Es un número enorme. En ese catálogo aparecen varios gobernadores, jefes y capitanes. El rey se asusta y decide cortar por lo sano.
"Yo condeno al destierro a este extranjero que en mi reino ha tenido la osadía de predicar su doctrina contra mi voluntad. En cuanto a los otros quedar n en cadenas hasta que yo disponga otra cosa".
El martirio
El 29 de enero, es conducido por un destacamento de soldados a la ciudad de Urguré a dos días de camino. Juan tiene un presentimiento. Se despide del príncipe Teriadevén y de los jefes cristianos. Les pide quedarse en la corte y negociar la libertad de los que quedan en la cárcel.
Llegan a Urguré el día 31. El jefe de la escolta entrega al gobernador Urejardevén, hermano del rey, un pliego sellado. En él se da la orden de que al parandam swami extranjero se le corte la cabeza.
El gobernador, que es un hombre enfermo, cree que puede obtener la salud cambiándola por la libertad de Juan. Este le dice que se preocupe, más bien, por la salvación de su alma: "Respecto a la enfermedad corporal, no puedo hacer nada. La salud está en manos de Dios".
Indignado el gobernador ordena a un soldado que lo ejecute. Este, que es cristiano, rehusa.
Desde la cárcel de Urguré Juan escribe a su Provincial: "Fui llevado a juicio. Confesé la fe de Dios en largo examen. Me volvieron a la cárcel, donde espero el buen día".
El 4 de febrero de 1693, es llevado a las afueras de la ciudad. Se le permite rezar. Dos cristianos deciden compartir su suerte. El verdugo les corta la nariz y las orejas. Juan est de rodillas.
El primer golpe de la cimitarra le abre una profunda herida en el hombro y en el pecho. La sangre sale a raudales. El segundo golpe le corta casi enteramente la cabeza. Con un tercer tajo la cabeza de Juan rueda por el suelo. Inmediatamente se le cortan los pies y las manos. Atan la cabeza y los miembros al cadáver, y los restos de Juan son colgados en un madero, para comida de las fieras.
Juan tiene 46 años, la misma edad de San Francisco Javier cuando muere en Sancián.
La glorificación
En Europa, los primeros en saber la noticia son los Reyes de Portugal. La corte de Lisboa no hace luto. Don Pedro celebra con fiesta solemne la muerte gloriosa del antiguo paje.
La propia madre, doña Beatriz, quien tanto se opuso a la partida de su hijo hacia el Oriente, baja a la capital en traje de gala. Los Reyes reciben a la madre con grandes honras, trasladando a ella las que hubieran querido dar al hijo. Desde ese día aumentan las vocaciones misioneras.
En el Maduré, la sangre de Juan se transforma en numerosas cristiandades nuevas. Las peregrinaciones y, después, el modesto santuario, hacen del lugar de su muerte un foco de fe.
Las persecuciones y la extinción de la Compañía de Jesús detuvieron los procesos jurídicos. San Juan de Brito fue canonizado el 22 de junio de 1947.
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Tomado de:
http://www.cpalsj.org/
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