2. El Matrimonio y la Virginidad, dos modos de ser santos
Juan Pablo II, al recordar que beatifica a Luiggi y María al celebrarse el 20 aniversario de la “Familiaris Consortio”, dice que “Este Documento, además de ilustrar el valor del matrimonio y las tareas de la familia, impulsa a un compromiso especial en el camino de la santidad a la que los esposos están llamados en virtud de la gracia sacramental; que no se termina en la celebración del Sacramento, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia” (FC 56).
Y añade en esa Homilía de beatificación: “Estos esposos, Luiggi y Maria, vivieron a la luz del Evangelio, y con gran intensidad humana, el amor conyugal y el servicio a la vida. Cumplieron con plena responsabilidad la tarea de colaborar con Dios en la procreación de los hijos, entregando su vida generosamente para educarlos, guiarlos, y orientarlos al descubrimiento de su designio para servir en el amor a Dios y a los prójimos. En este terreno espiritual tan fértil surgieron vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, que demuestran cómo el Matrimonio y la Virginidad, a partir de sus raíces comunes en el Amor Esponsal del Señor, están íntimamente unidos y se iluminan recíprocamente Así, ellos practicaron la fidelidad al Evangelio y el heroísmo de las virtudes a partir de su vivencia como esposos y como padres...siendo manifestación sacramental del Amor de Cristo a su Iglesia”.
Enfaticemos, con el Papa, que el Sacramento del Matrimonio, como el del Orden y el Bautismo, no concluyen con su celebración, sino que su vivencia acompaña, a lo largo de su existencia, a los que así han sido “sacramentados”. Los casados han sido preparados para el matrimonio por lo que ellos han visto en el mundo; y también, ya casados, es el mundo el que les enseña cómo se vive en matrimonio; definitivamente, “como casados solteros”, sin mayor compromiso de fidelidad mutua y manteniéndose libres cada uno. Para “liberarse” de ello, se necesita “la libertad” que nos da el Espíritu de Cristo.
El Plan de Dios es distinto: ya desde el principio del hombre sobre la tierra; y más, desde que Dios se hizo hombre en esa Alianza de Amor con que Dios ama a la humanidad, aun siendo pecadora, dando su vida por ella (Rm 5, 8). Respondiendo a esa Alianza, los dos enamorados cristianos, varón y mujer, se unen en matrimonio para amarse el uno al otro como Dios los ama a cada uno y a los dos, que en ese Amor los hace “una sola carne” en Jesucristo para que se amen así, como se ama al propio cuerpo (Ef 5, 29), como Cristo ama a su Iglesia. Esa es la gran diferencia que debe darse entre los matrimonios sin el Sacramento y los unidos con ese Sacramento de la Iglesia para vivirlo “todos los días de su vida”. “Lo que Dios ha unido, nuca lo separe el hombre”(Mt 19, 6).
La procreación de los hijos también es diferente para quienes viven el Sacramento del Matrimonio. Para ellos, no solamente es un acto de amor entre ambos del que los hijos deben nacer; es un acto del Amor de Dios a los hombres al darles la vida a fin de que sean para Jesucristo (Rm 8, 29-30) y en El no perezcan sino que se salven (Jn 3, 16). Es también un acto de amor de los esposos a Dios, colaborando con El mediante el poder que el varón y la mujer tienen para procrear. “Sed fecundos y multiplicaos”, les dijo Dios al crearlos con ese poder de dar vida, “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 22 y 9, 7).
Con ese Amor de Dios, actuando desde ellos, los esposos progenitores han de seguir amando a los hijos y “dar la vida por ellos” al criarlos, educarlos, guiarlos y orientarlos a descubrir su destino de amar a Dios y a los prójimos, como decía Juan Pablo II al beatificar a Luiggi y María. “Esos trabajos”, que son los trabajos de la vida matrimonial, son “una carga”. Vivir el Matrimonio sin la fe en el Sacramento, los trabajos que conlleva son una carga pesada. Pero desde el Sacramento, viviendo juntos en el Amor con el que Cristo ama a su Iglesia y “da la vida por ella”, son el “yugo suave y la carga ligera” del “someterse” a Cristo para dejarse amar y salvar por Dios cada uno desde el otro cónyuge (Mt 11, 30; Ef 5, 21)
Ser “santos” con la santidad de Cristo es vivir la fidelidad a la Alianza de amor con que Dios nos ama, “permaneciendo en su amor “ (Jn 15, 10). Con la fidelidad a ese Amor está Cristo desposado con su Iglesia. Vivir desde la fe de pertenecerle a Cristo, para ser amados por El y corresponder a su amor, amándole en quien necesita nuestro amor, será como los consagrados a El con el Voto de virginidad, sacerdotes o religiosos, deben también permanecer fieles al amor con que Cristo los ha elegido y llamado no para quedar estériles sino ser más fecundos en su vida de servicio al Señor de manera total y en exclusiva, y serán santos con la santidad de Cristo, nuestra única santidad posible.
Los cristianos unidos por Dios en matrimonio, igualmente deben amarse el uno al otro de manera total y en exclusiva, como Cristo quiere amar a cada uno de ellos desde el otro. Con un amor que es “permanecer” en el amor esponsal de Cristo a su Iglesia. Con un amor que es participar en la fidelidad de Dios a su Alianza con sus amados, Jesucristo y la Iglesia su Cuerpo. Ahí se descubre la verdad de que la llamada a vivir el amor en santidad, mediante el matrimonio o en la virginidad, no son maneras antagónicas de fidelidad a Cristo, sino que ambas se iluminan recíprocamente, porque son dos modos semejantes de vivir la fe de pertenecerle a Cristo amando como Esposo a su Esposa la Iglesia. Un amor vivido así es el terreno fértil para surgir en esas familias vocaciones al sacerdocio y a la Vida Consagrada, como surgieron en el matrimonio santo de Luiggi Beltrame y María Corsini. Como también en los padres de Santa Teresa de Lixieux, beatificados en el año 2.008.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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