Homilía: Ser sal y luz del mundo - 5º Domingo TO (A)

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Lecturas: Is 58,7-10; 1Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16



El texto del evangelio de hoy continúa el del domingo pasado. El sentido de las dos metáforas, de la sal y la luz, es claro. Sin la sal la comida carece de sabor. Pero basta un poquito para que una cantidad mucho mayor de alimento adquiera gusto. La Escritura llega a decir que la sal es esencial para la vida (Si 39,26). La Biblia en el solo símbolo de la sal incluye valores como la salud, la vida, la amistad, la lealtad, la alianza permanente con Dios y con los hombres. Con tales valores la vida tiene sabor, es positiva, merece vivirse; sin ellos carece de gusto, no vale la pena vivir.

Otro tanto y más se puede decir de la luz. Nos es conocido su simbolismo bíblico. Lo primero que hizo Dios fue crear la luz. Cristo es la luz que vino a iluminar las tinieblas (Jn 1,4s). El reino del mal son las tinieblas. Al castigo para los condenados se les llama las “tinieblas eternas” (Mt 8,12).

Pero Cristo amplía el sentido. Dice que la sal, si se queda sin sabor, no sirve para nada; hay que tirarla; que la pise la gente. Traducido en el contexto quiere decirse que, el cristiano que no transmite con su conducta la admiración, el gusto, el deseo de las bienaventuranzas, ha perdido su razón de ser; su existencia carece de valor ante Dios; es despreciable. No se me oculta que es una conclusión muy fuerte; pero ¿no es legítima? Si consultamos el texto paralelo de Lucas, creo que hay que responder que sí, es una conclusión correcta y legítima (Lc 6,20-26).

Para contagiarse de la admiración por las bienaventu-ranzas, lo primero es considerarlas como tales. Para ello lo mejor es mirar a Cristo en la cruz: “Me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gal 2,20). Cristo crucificado ha de ser el objeto principal de nuestra oración y la fuente de nuestra vida cristiana. Por eso la Iglesia enseña que el misterio de la eucaristía es el culmen y la fuente de la vida cristiana. Lo es porque es la renovación de la ofrenda al Padre del sacrificio de Cristo en la cruz y en él la Iglesia, por Cristo y en nombre de todos los hombres, ofrece al Padre el sacrificio de valor infinito, fuente de toda gracia: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5,20).

“Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Mirando al traspasado, nos arrepentimos de los pecados y nuestro corazón se transforma en un corazón nuevo y desea acompañar, como otro Cirineo, a Cristo siguiéndole a la cruz. Entonces se nos hace claro que los pobres, los que sufren, los que se esfuerzan sin descanso por el bien y lo justo hasta el heroísmo, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que se esfuerzan por la paz, los que sufren persecución y aguantan las calumnias por obrar como el crucificado, esos son los que van por el camino de Cristo.

“Ustedes son la luz del mundo”. Sin luz no podríamos vivir. Jesús dice de sí mismo que era la luz (Jn 8,12). Esa luz, que ya brilló en Belén para los pastores en aquellas penosas condiciones, brilla esplendorosa en el Calvario. Allí fue donde Cristo fue glorificado y la tierra, los cielos y los infiernos doblaron sus rodillas y le reconocieron como Dios y Señor (Flp 2,8-11).

A nosotros se nos dice esta palabra. “No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino para ponerla (en alto) en el candelero y así alumbre a todos, a todos, los de la casa. Del mismo modo (no de otra manera) alumbre su luz (la luz encendida en ustedes) delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en el cielo”.

Entiéndanlo bien: Si Ustedes han recibido la gracia y la luz de la fe, si ustedes creen, si ustedes están firmes y creen en la Iglesia, si han sido perdonados de sus pecados, si han sentido cerca el amor de Dios en su corazón tantas veces, si son escuchados en sus oraciones, si son luz, es para que alumbren. “No se puede” dice Jesús. Sería una incongruencia haberles dado a Ustedes todas esas gracias, que han recibido, para que ustedes meramente se salven. Su fe ha de alumbrar a otros. Los obispos de Latino-América, reunidos en Aparecida, nos lo recordaron: “Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida” (Jn 14,6). No se es discípulo si no se es misionero, no se puede ser misionero si no se es discípulo.

Por lo demás no es tan difícil. El que se esfuerza en ser buen discípulo, será también misionero. No en vano la exhortación a ser sal y luz es inmediata a la proclamación de las bienaventuranzas. Quien se las toma en serio, admite como oportunidades, para ser mejor seguidor de Cristo, los aprietos económicos, dolores, enfermedades, tener que sufrir calumnias y persecuciones, haciendo e incluso por hacer el bien, cualquier cosa que significa padecer. Quien entonces conserva la paz y aun la alegría, ése ya es sal y luz.

Falta con todo algo que añadir. El mundo sería peor si Ustedes no orasen, no viniesen a misa, no se confesasen ni comulgasen, no se esforzasen cada día por ser mejores, al menos un poquito mejores. Con el esfuerzo de vivir el Evangelio durante las 24 horas del día, Ustedes son un signo de cuanto tiene valor en este mundo según el corazón de Dios. Podemos mucho viviendo con fe el evangelio en las circunstancias de la vida. Podemos mucho con nuestra oración y con nuestros sacrificios, ofrecidos con Cristo por la salvación de los hombres, especialmente por los moribundos y pecadores. Un solo acto de amor puro vale más que todo el mundo material.

Y cuando nos pregunten, tengamos el valor de manifestar sencillamente la fe que nos impulsa, aquello en que creemos, “siempre dispuestos a responder a todo el que pida razón de vuestra esperanza” (1Pe 3,15). Esta es una razón más para cuidar de que la fe esté adornada por la doctrina, por el conocimiento de la Biblia y de la enseñanza de la Iglesia.

“Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará aun lo que tiene” (Mt 25,29). Nuestra vocación es ser presencia actuante de Jesús en medio del mundo. Manifestando nosotros la fe, Dios nos la acrecienta

Cuando al final de cada eucaristía el sacerdote despide a los fieles con el “pueden ir en paz”, éstos, alimentados con la palabra y el cuerpo y la sangre de Cristo, deben salir con luz y ardor acrecentados para anunciar a sus hermanos la buena noticia.



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