P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.
Si nosotros fuéramos conscientes a los bienes espirituales que nos son ofrecidos, la respuesta debería manifestarse desde un primer momento en una actitud personal de agradecimiento permanente. El don de ser hijos de Dios ha nacido en una Iglesia, en una comunidad cuya cabeza es Cristo, y su cuerpo lo constituyen aquellos que son bautizados en ese Cristo y que acrecientan con su “gracia” el desarrollo y maduración de la filiación divina. Formamos parte de un cuerpo colectivo en comunión.
La Iglesia, por tanto, y de modo fundamental es una comunión de creyentes en Cristo, que unidos a su cabeza y formando un cuerpo como miembros de éste tratan de ayudarse y proclamar una sola fe, un solo bautismo y un solo Señor. “Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también una es la esperanza a la que habéis sido llamados; un solo Señor, una fe, un bautismo; un Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos” (Ef 4,4-6). Lo que les une entre sí es lo invisible pero con la fuerza suficiente para producir frutos de vida nueva. (Esto se verá más adelante, cuando contemplemos la Iglesia como sacramento).
Traemos aquí el tema de la expresión comunitaria de nuestra libre acción de gracias por los bienes aceptados a través de la Iglesia. A veces decimos que la Iglesia es madre, porque en su seno hemos recibido el regalo vital “de la gracia” de ser hijos de Dios. Esta gracia es un “semen Dei”.
Desde sus inicios las comunidades cristianas se reunían en casas particulares, para dar gracias a Dios (la palabra griega “eucaristía” significa precisamente “acción de gracias”), haciendo presente así la muerte y resurrección de Jesús conforme a su deseo manifestado en su última cena de pascua, “haced ésto en memoria mía” (Le 22,19). “Pues siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga” (1 Cor 11,26).
La muerte y resurrección del Señor vinculada a la última cena no sólo se nos transmite como un mero recuerdo sino como un recuerdo que se hace presente también hoy para nosotros. Se hace un sacramento, es decir, una acción del Jesucristo glorioso, actual. El es el sacerdote eterno que ofrenda su propia vida en favor nuestro para nuestra liberación y salvación. Esta es la tarea de nuestra redención. Es ofrenda sin límites de su vida íntegra. Recibe el nombre de “sacrificio”, porque de hecho en el tiempo terminó en muerte y muerte de cruz, y fue aceptada por el Padre en su resurrección. Por ello su valor de salvación se perpetúa para todos nosotros. Cuando el reinado Dios se establezca al fin de forma definitiva se renovará “esta pascua” con un vino nuevo y glorioso: “Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Mc 14,25).
Concluye este memorial de la última cena pascual, aquella —repito— que
tuvo Jesús con sus discípulos y de la que participamos hoy de modo
sacramental, con la “comunión”, en la cual Jesucristo se nos transmite como un
alimento que da vida. El pan y el vino consagrados son signos de una vida que
fluye y revitaliza (son él mismo). A esta comunión, en nuestro rito litúrgico
le acompañan “la paz” entre quienes están incorporados a Cristo y la esperanza
oportuna de que sólo él quita el pecado del mundo. La falta de unión y la
división es el contra-testimonio de los cristianos, quizás el más negativo en
la misión evangelizadora de la Iglesia. Es parte de ese pecado del mundo que se introduce en la Iglesia formada en definitiva por
personas en sí débiles, quizás interesadas y a veces sin tiempo para valorar
lo esencial y tentadas por el poder.
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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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