Uno de los malhechores crucificados le
injuriaba y decía: ¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Pero
el otro respondió y, reprendiéndole, decía: ¿No temes tú a
Dios cuando estás en el mismo tormento? En nosotros de verdad es justo, porque
recibimos lo merecido por nuestras obras; pero Éste no ha hecho nada. Y añadía:
Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Y le respondió Jesús: Hoy
estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,39-43).
Lo
que sucede tantas veces. Están en el mismo suplicio, probablemente por delitos
parecidos que probablemente serán los de robo con asesinato, están muriendo
junto al mismo Cristo que está orando por ambos. Uno se convierte, otro no. Uno
se arrepiente, otro no. Uno pide perdón, otro no. Y quien lo pide, lo recibe de
modo inmediato y total.
¿Y
quién de nosotros no tiene la experiencia de haberlo recibido así más de una
vez? “A quien ustedes perdonen los pecados, les quedarán perdonados” (Jn 20,23).
Así se lo dice a los apóstoles un poco más tarde, apenas resucitado, cuando se
les aparece en el Cenáculo. Pero ¿quién puede perdonar los pecados sino solo
Dios? –así le habían objetado. Pero él se afirmó como señor del sábado, ser más
fuerte que el Demonio, ser capaz de sanar toda enfermedad y sobre todo de haber
venido a salvar a los pecadores. Porque son los primeros en necesitarle.
A
veces sufrimos y estamos como necesitados de que nuestro pasado, tan manchado
por el pecado, sea distinto del que ha sido. Quisiéramos poder presentar una
historia inmaculada. Pero esto no puede ser. Y no es bueno que lo sea. Porque
la gran realidad, la gran verdad es que Dios así amó al hombre que le entregó a
su Hijo amado, que donde abundo el pecado sobreabundó la gracia, Y podemos
estar más seguros del perdón y la misericordia de Dios para con nosotros que de
nuestro propio arrepentimiento.
Y
ésta es otra de las maravillosas propiedades de la confesión: que podemos (y
debemos) estar más seguros del perdón de Dios que de nuestros propios pecados.
Porque si confesamos nuestros pecados y estamos arrepentidos de ellos (lo cual
nuestra conciencia nos lo asegura con certeza en una confesión bien hecha),
debemos tener la seguridad, que se apoya en la fe, de que, por graves y
numerosos que hayan sido, han sido perdonados y no nos serán recordados jamás
por nuestro Dios. Porque la Iglesia sabe y es de fe que por medio de sus
sacerdotes puede perdonar todo pecado, y nosotros con ella lo sabemos y hemos
oído con nuestros propios oídos que fuimos perdonados. “Reciban el Espíritu
Santo. A quienes perdonen los pecados, les serán perdonados” (Jn 20,23).
¡Qué
maravillosa es nuestra fe y nuestra Iglesia que conserva y tiene a disposición
nuestra el sacramento del perdón de nuestros pecados! Fuera de los ortodoxos,
ninguna otra religión lo mantiene. Si lo usamos bien y con la debida frecuencia
nuestra alma irá acercándose más y más a Cristo. “Acerquémonos, por tanto,
confiadamente a este trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar
gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno” (Heb 5,16).
Pero
no debemos ocultarnos otra verdad. “Perdónanos nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Cada uno cargamos con la
responsabilidad de perdonar a cualquiera que creamos que nos haya ofendido, sea
lo que sea; “hasta setenta veces siete” (Mt); “que con la medida que usen para
medir a otros, se les medirá a ustedes” (Lc 6,38). “El Padre celestial les
perdonará a ustedes si ustedes perdonan a los demás; pero si no, tampoco el
Padre les perdonará a ustedes” (Mt 6,14s).
Es
en verdad cuestión de vida o muerte. Cierto que el mero sentimiento no es
pecado. Pero el rencor y el deseo de venganza inclinan al mal y por tanto no es
moralmente bueno. Por eso si por la razón que sea no se ha logrado todavía superar,
insístase en la petición de la gracia de perdonar, tráiganse a la memoria
repetidas conminaciones de Cristo, recuérdese su perdón, procúrese ni siquiera
recordar las ofensas ajenas. Hagámonos dignos de escuchar de labios de Jesús:
Tú también un día, tal vez muy pronto, estarás conmigo en el paraíso.
Perdonaste en vida, estás perdonado.
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