Lc 23,46
P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.
Habiendo bebido el agua avinagrada, Jesús ha terminado cumpliendo con todo lo profetizado sobre él, excepto lo que ocurrirá tras su muerte. Ahora se vuelve al Padre y va a poner en claro el misterio más hondo de todo lo que ha ocurrido. No es una expresión de derrotado. Lo hace con una voz fuerte, la voz del triunfador que cruza victorioso la meta. Una vez más se remite a la palabra revelada: “A ti, Señor me acojo. No quede yo nunca defraudado. Tú, que eres justo, ponme a salvo, inclina tu oído hacia mí, ven aprisa a librarme, sé la roca de refugio, un baluarte donde me salve. Por tu nombre dirígeme y guíame, sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi amparo. A tus manos encomiendo mi espíritu, tú, el Dios leal, me librarás” (Salmo 31,1-6)
Jesús se dirige al Padre con confianza y con amor, reafirmando su actitud de siempre ante la vida, sus “sentimientos”, que expresa Pablo: “Siendo Dios, igual que el Padre, no presumió de ello. Y siendo también hombre, aceptó humilde la suerte como uno más, obedeciendo hasta morir y morir en la cruz” (Flp 2,6-8). Esto le fue tan especialmente doloroso en Gethsemaní que sintió que se moría de terror y pidió a su Padre con angustia: “Padre, si es posible; todo te es posible; que pase de mí este cáliz sin que yo tenga que beberlo. Pero... que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (v. Mt 26,39-42; Lc 22,42).
Sin embargo no le había sorprendido; lo había sabido siempre y lo aceptó desde el principio: “Al entrar en este mundo, lo dice: “Otros sacrificios y ofrendas no has querido. Por eso me has dado un cuerpo. No te agradan otros holocaustos y víctimas. Fue entonces cuando dije: Aquí vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hb 10,5s). Lo tuvo siempre presente y unos pocos días antes lo expresó públicamente: “Ha llegado la hora. Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. He llegado a esta hora para esto”. Él es el grano de trigo, que muere. Él tiene que morir: “Y cuando yo sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí” (v. Jn 1,23-32).
Se lo había dicho a los suyos repetidamente, lo quería el Padre, era la misión que le había encomendado: que se hiciese hombre, muriese en cruz por nuestros pecados, los de todos los hombres, y así pudiésemos ser salvos. “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3,14-17). Esto es lo que había cumplido Jesús, esta es la conciencia que expresa en esta palabra.
Ahora estaba por fin levantado como la serpiente de Moisés en el desierto. Dentro de pocos momentos, con la lanzada del soldado, la misión habrá terminado; la ha cumplido a cabalidad; lo que era necesario que hiciera ya lo ha hecho; las puertas de la salvación están a punto de abrirse y no se cerrarán ya. Lo grita, para que se entere el mundo todo; porque a ese mundo le cuesta infinito entenderlo. No le entendieron ni sus mejores amigos cuando se lo profetizó por tres veces, ni a pesar de haber hablado muchas veces de “su hora”, ni de haberles recordado en la Cena que esa hora había llegado. Menos lo entendieron el Sumo Sacerdote ni el Sanedrín, ni Pilatos ni Herodes, ni el pueblo judío ni los soldados romanos, y menos ahora que estaba colgado en la cruz y a punto de morir. “¿Quién dio crédito a nuestra noticia? –predijo Isaías– y el poder del Señor ¿a quién se le reveló? No tenía apariencia ni presencia; despreciable y desecho de hombres, daba asco mirarlo. Nosotros le tuvimos por herido de Dios y humillado. Sin embargo ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestros pecados”. Ahí está el secreto de todo: “Soportó el castigo que nos trae la paz y por sus heridas hemos sido curados; pero, porque se dio a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, lo que plazca al Señor se cumplirá por su mano, justificará a muchos y le daré su parte entre los grandes; porque indefenso se entregó a la muerte, llevó el pecado de todos los hombres e intercedió por los pecadores” (v. Is 53).
No es de un fracasado, no es de un derrotado. Y su palabra de despedida es un grito de victoria. Es la certeza de su glorificación que ha comenzado ya. Porque era la hora de la que había dicho que: “ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él” (Jn 13,31). Porque ahora iba a ser cuando “todo lo que pidamos al Padre en su nombre, Él lo hará, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Jn 14,13). Porque él se ha convertido en la piedra angular y todo y sólo el que se apoye en ella se podrá salvar (S.118, 21s; Mt 21,42; 1Pe 2,7).
Él sabía que vencía. El Padre tenía con él un plan salvador para del hombre, pecador sí, pero que seguía siendo su criatura predilecta. Jesús ha cumplido su parte a cabalidad. Por eso el Padre lo ensalzó, le puso un nombre sobre todo nombre. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor (es decir Dios como el Padre), para gloria de Dios Padre” (Flp 2,8-11)).
Se realiza la profecía del salmo: “Voy a proclamar el decreto del Señor. Él me ha dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo y te daré en herencia las naciones de la tierra, en posesión los confines de la tierra” (S. 2,7s). Porque “Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Nadie hubiera podido hacerlo de aquella manera perfecta, sobreabundante, satisfaciendo completamente a la justicia y al amor de Dios y a la libertad del hombre. A ninguna cabeza humana se le ocurrió ni se le hubiera podido ocurrir. Es un misterio maravilloso que, aun revelado, nos cuesta entender en lo más mínimo. No entendieron nada los discípulos cuando se lo anunció Jesús antes de suceder y repetidas veces. Sólo con la gracia del Espíritu Santo lo aceptaron después de Pentecostés. Se nos ha manifestado por revelación, pero sólo bajo la acción del Espíritu podemos entrar en el misterio que supone tanto amor de Dios para con nosotros en su Hijo. Porque sólo en Cristo “tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los delitos y además con la abundancia infinita de su gracia, que se ha desbordado sobre nosotros ahora, en que el plan de salvación de Dios para los hombres llegó a su plenitud. Porque Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos por nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo y nos salvó por su gracia y mediante la fe” (v. Ef 1,7-10; 2,4-8). No pudieron creerlo los discípulos y por eso no pudieron creer en su resurrección.
Cristo pudo encomendar al Padre su espíritu porque había cumplido su palabra. Sólo Cristo ha sido capaz de saldar la deuda de nuestros pecados ofreciendo una compensación que igualase la falta que el pecado supone.
No ya Adán y Eva con el primer pecado. Todos nosotros con nuestros pecados hemos ido añadiendo a lo largo de la historia pecado tras pecado en número enorme (¿cuántos ceros tendría ese número?) y de enorme gravedad. El mundo de nuestros días, los que tienen todavía un mínimo de sentido moral, quedan aterrorizados ante un hombre que viola a su hija repetidamente durante años, ante desviaciones morales en verdad repugnantes y espeluznantes por su crueldad, por la injuria que se hace a la persona ofendida, por el vacío de sentido moral, el comportamiento repugnante y el asco que suscitan. Y no son unos cuantos pecados, son miles, millones de aberraciones que cada día hacen los hombres, que no son culpa de unos cuantos sino conducta normal de millones y millones, de todos los hombres, efecto de una actitud ante la vida permanente y que son constitutivo de la historia de la humanidad. Son brutalidades antihumanas, son embrutecimientos asquerosos, son falsedades, mentiras, que erradican toda fiabilidad y toda dignidad.
Hacerse hombre Jesús, prescindir de su condición divina de Dios Hijo, propia de la segunda persona de la Trinidad, llevaba obviamente la representación y el ser cabeza natural del género humano. Siendo Él el Hombre, el hombre perfecto, con una naturaleza humana en comunicación directa con la divinidad, ¿en qué otro hombre podría ponerse la representación de todo el género humano? Es claro que, si el Hijo de Dios se hacía hombre, sería el cabeza de toda la humanidad. De hecho cuando apareció y empezó a hablar y actuar, todos los hombres estuvieron de acuerdo en que nadie había hablado como él (Mt 7,28; 14,54; Jn 7,46), nadie había hecho obras como las que hacía él (Mc 2,12), nadie unía la bondad, la compasión, la simpatía y la acogida que dispensaba a todos, la bondad con la autoridad, el poder que se declaraba superior a todo lo humano y lo más cercano al de Dios (Jn 5,21-43). Se le acercaban los niños, se le acercaban los doctores, le venían los enfermos, los leprosos, le invitaban los fariseos y los publicanos, los que esperaban la salvación de Dios y los pecadores y pecadoras. No se recordaba un profeta como Él en toda la historia. A lo largo de los siglos (y el nuestro no es la excepción) Jesús sigue siendo el hombre cuya palabra se lee más, cuya doctrina no es indiferente a nadie, sea para seguirla sea para rechazarla, cuya obra, la Iglesia Católica, sigue anunciando que la salvación está en creer en Él. Ciertamente que la historia también está confirmando que este Jesús, que muere en la cruz, y nadie más tiene que ser el cabeza y representante ante Dios de todo los hombres. Pudo no hacerse hombre; pero, si se hizo, tenía y tiene que ser cabeza y representante de toda la humanidad ante Dios y los hombres.
Era además y es esta humanidad pecadora. Ha pecado desde el principio y se ha multiplicado el pecado. Pero un pecado no solo constituye una ofensa del pecador a Dios, tanto más grande cuanto es la dignidad infinita del Dios ofendido y su derecho a ser respetado y a que su amor, que ha dado al hombre todo lo bueno que posee, sea reconocido y creído, aceptado y agradecido. Para ofrecer a Dios algo que pueda compensar la maldad y la suciedad de tanto pecado se necesita una conciencia limpia y un grado de cercanía a la santidad divina que excepto el Hijo nadie tiene.
Así la misión del Hijo para salvarnos comienza por avalar la deuda pendiente de nuestros pecados. Cargó con todos ellos. Esta es una verdad de fe archí repetida en la Sagrada Escritura: “Nosotros le tuvimos por herido de Dios, pero ha sido molido por nuestros pecados. El Señor descargó sobre Él la culpa de todos nosotros. Llevó los pecados de todos” (Is 53 4-6.12). “El que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño, sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia. Con sus heridas han sido ustedes curados” (1Pe 2,22.24). Desde un punto de vista religioso y profundo es por eso inútil la discusión de si fueron judíos o romanos los que condenaron y mataron a Cristo. Porque no fueron sino causas instrumentales. No es el verdugo el culpable de la muerte del reo, sino sus acusadores, sus jueces, los que tal vez descargaron sobre él sus culpas. Por eso la primera visión de una persona de fe ante Cristo en la cruz es: muere por mis pecados. “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Ro 5,8). “A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él” (1Cor 5,21). Esta es la tragedia que despedaza el corazón de Cristo desde el huerto y que manifestó con aquel: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (s. 22,1) Y que continúa con expresiones como: “mi oración no te alcanza”, “no respondes”, “no me haces caso”, “no te quedes lejos”, “nadie me socorre” mi corazón se derrite en mis entrañas”, “me aprietas contra el polvo de la muerte”, “no te quedes lejos”, “ven corriendo a ayudarme”. ¿Es la misma persona la que fue recordando en la cruz este salmo y aquella que decía: “El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo, el Padre y yo somos una sola cosa, quién me acusará a mí de pecado, Yo sé que Tú siempre me escuchas” (Jn 10,17.30; 8,46;11,42)?. Aquel sentimiento de separación del Padre viene a ser, en medio de los sufrimientos de Cristo en su pasión, lo más parecido a las penas de los condenados, cuya mayor pena es la separación de Dios. Cristo se ve hecho pecado, lejos de Dios.
Por fin el pecado es desobediencia contra Dios. Es ponerse a sí mismo como Dios. Es la no aceptación de las limitaciones que Dios me ha puesto y es hacerme dueño de la ciencia del bien y del mal, una fruta terriblemente tentadora para el hombre. Es hacerse autónomo de Dios, borrar a Dios del horizonte de la existencia. Por eso es coherente que la satisfacción por el pecado que Cristo iba a dar, fuera la obediencia hasta la muerte. En una obediencia así, como la que se pidió a Abrahán cuando el sacrificio de su hijo Isaac en el monte Moria, que representaba proféticamente el de Cristo en el monte Calvario, es donde se reconoce el señorío absoluto de Dios. Y, como el pecado entraña la soberbia de hacerse igual y aun más que Dios, la satisfacción hasta la muerte debía ser hasta la muerte de los esclavos, hasta la muerte en cruz (un ciudadano romano no podía ser crucificado ni los judíos tenían en su ordenamiento jurídico la condena a la cruz).
Pero Jesús al morir seguía siendo el Hijo de Dios. Y aquella obediencia de un hombre que también era Dios tenía un valor infinito, divino. Muriendo en la cruz por nuestros pecados, Jesús daba al Padre la mejor manifestación que puede pensarse de su dignidad y del respeto que merece: Lo glorificaba de una forma que no puede ni siquiera pensarse como más grande. “Si por el delito de uno solo murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre Jesucristo se han desbordado sobre nosotros! Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5,15.20).
Con aquella muerte de Jesús quedaban definitivamente saldados los pecados de la humanidad entera, a la que Dios tanto quería y quiere, a la que creó a su imagen y semejanza y le dio el dominio de todo el universo, con la que quería compartir su propia vida, haciéndolos sus hijos; porque “no sólo nos llamamos, sino que somos hijos de Dios” (Ro 8; 1Jn). Con aquella muerte el amor de Dios se hacía patente y se demostraba también su omnipotencia; porque si grande es la omnipotencia de Dios, mayor es su misericordia. Aquella muerte iba a romper todos los obstáculos para que el amor infinito de Dios inundase la humanidad. De ese mismo amor del Padre vive el Hijo. Porque todo lo que tiene el Hijo es común con el Padre, sobre todo el amor que nos tiene. El amor ha cumplido, porque no hay mayor amor que el que da la vida por el amigo, el amor ha llegado a todos los hombres, el amor puede cambiar el mundo, puede cambiar los corazones de piedra. Su obra en este mundo ha terminado. Un hombre ha dado a Dios la gloria que se merece, un hombre ha podido compensar a Dios con su obediencia la gloria que le negaron tantas desobediencias. Dios puede estar contento de haber creado al hombre y haberlo creado para su gloria, porque un hombre, Jesús, se la está dando. “Ahorita sí, Padre, ahorita ya, ahorita recíbeme, ahorita en tus manos encomiendo mi espíritu”. Un grito de victoria, una mirada que llega hasta los últimos límites del espacio y del tiempo y alcanza el corazón de todos, y una mirada al Cielo, al Padre, y “entregó su espíritu”. La cabeza se inclina y el rostro mira hacia los hombres.
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. “Tanto amo Dios al mundo que entregó a su Hijo Unigénito”. Haciendo la voluntad del Padre, Jesús ha abierto para el hombre las puertas de su misericordia. Se ha realizado lo que el Padre pidió. “La prueba de que Dios nos ama, es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. Justificados ahora por su sangre, con cuánta más razón seremos ahora salvos por él,” (Ro 5,9s).
Al entregar al Padre su espíritu, le ha entregado todo lo que llevó siempre dentro. Y el primer lugar (y de esto no cabe la menor duda) somos los hombres y su liberación del pecado lo que está en primer lugar. Por eso acudamos a Cristo crucificado. Miremos al traspasado. Mirémoslo confiados en su misericordia. “Acerquémonos confiadamente a ese trono de gracia para alcanzar misericordia y hallar la gracia que necesitamos” (v. Hb 4,16), porque con su obediencia se ha hecho causa de nuestra salvación (v. Hb 5,8s). Sea la misericordia de Dios el eje de nuestra oración y de nuestra piedad. Porque si Dios permitió que cayéramos en desobediencia y pecado, fue para que tuviéramos experiencia de su misericordia (v. Ro 11,32). Porque “Dios ama la justicia y el derecho, pero su misericordia llena la tierra” (S. 33,5).
Mirémoslo como el centurión: Este hombre era justo, era, es el hijo de Dios muerto por mis pecados y para mi salvación. Confiemos. Que “la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera! Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Ro 5,8-10).
Miremos y entremos. Porque no basta con mirar. Es necesario entrar y seguir. Como María hasta la cruz y luego hasta el sepulcro y luego acompañando a la Iglesia con su oración en Cenáculo y hasta el final de su vida. Y el que le sigue debe cargar su cruz. No nos lamentemos tanto de nuestras cruces. Ni, mucho menos, echemos la culpa a Dios y le acusemos de que no las merecemos. ¿La cruz es sólo para Cristo? ¿Qué clase de fe es ésa? Debemos completar en nuestros cuerpos lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24). Afrontemos la cruz de la corrección de nuestros propios pecados, las consecuencias molestas de nuestros propios pecados y defectos humanos, del esfuerzo necesario para evitar el pecado y practicar la virtud, muy en especial la caridad. No olvidemos que “por lo demás sabemos (es decir es obvio, es un principio general) que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman, de aquellos que han sido llamados según su designio” (Ro 8,28). Antes o después todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios. Estamos llamados a morir como Jesús y todos podemos llegar a ser capaces de dar ese grito: “¡Padre!”, llamándole así, Padre, con cariño, con amor, con confianza, en tus manos encomiendo mi espíritu. Entrega, pues, tu espíritu al Señor ya, renueva tu entrega cada día, ante cada cruz. Y no te parezca tarde, ni te parezca pronto. Que el último de los trabajadores de la viña recibió el salario de los primeros y el buen ladrón alcanzó ese mismo día el Paraíso. Porque “si el malvado se convierte, vivirá; pero si el justo se aparta de su justicia, morirá” (v. Ez 18,21.24).
¡Ojalá todos muramos como Cristo! ¡Ojalá podamos decir: para mí la vida es Cristo y Cristo crucificado! Cuyo manjar fue hacer la voluntad del Padre. Procuremos hacerlo así y pidamos la gracia para ello. Entonces tendremos la fuerza que tuvo Jesús para afrontar su pasión sin una queja y en la hora de la muerte podamos con confianza orar al Padre amado: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
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Publicaciones para profundizar sobre Semana Santa:
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