P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.
Podemos avanzar algo más en el tema de nuestra propia fe en la persona de Jesucristo. Por el bautismo cristiano se derrama no sólo el agua clara, también el fuego del Espíritu que une al bautizado con la persona de Jesucristo. La comunión es en esencia espiritual porque lo que se recibe viene a ser un gérmen de vida capaz de crecer por la fuerza y poder de un Dios que es Padre. Esta capacidad (“capax Dei”, en expresión latina de san Agustín) germina y crece en el ser “hijos de Dios”. Nosotros participamos de alguna manera (“por adopción”) del ser hijos de Dios padre, gracias al Jesús (ya glorioso), el verdadero hijo (el primogénito). Somos, por tanto, unos hijos del Dios, Padre de nuestro señor Jesucristo. Esta filiación divina nos viene dada en Cristo y a través suyo. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La filiación es como la savia. Y en ésto consistirá primordialmente “la gracia”, expresión que aprendimos en el catecismo y que significa la vida nueva de Dios en nosotros. Hemos sido liberados de una carga; lo hemos sido de forma gratuita por medio de Jesucristo y así podemos ver la realidad con los ojos de Dios. Todo cambia porque hasta los valores humanos se transforman. Ahora éstos tienen su raíz y su significado.
La unión con este Jesucristo es quehacer del propio Espíritu Santo, puesto que se comunica en ella la esencia de la identidad cristiana. Como buen cristiano estoy injertado en Cristo. Soy templo del Espíritu Santo. Sólo él es el Señor. No pertenezco a otro (I Cor 3,21-23). De por sí no es posible quebrar esta relación inter-personal. Sólo nosotros podemos. Pero ni siquiera la muerte: “Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39).
Si ni siquiera la muerte puede romper y quebrar nuestra comunión con Cristo, eso significa que el ser hijo de Dios no perece y muere sino que permanece para siempre en Cristo a la espera de su incorporación al reinado de Dios, una vez sea transfigurado nuestro cuerpo corruptible en glorioso e incorruptible. Lo que resucita es un “cuerpo” espiritual. La apariencia que conocemos cuando uno muere, muere para siempre. Lo que brota de una semilla será una “imagen” (icono) celestial. “El primer hombre procede de la tierra y es terrestre; el segundo procede del cielo. (...) Y así como llevamos la imagen terrestre, llevaremos también la imagen celestial” (I Cor 15,47.49). Se viste de lo divino.
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