P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
“Viendo Jesús a su Madre y a su lado de
pie al discípulo, a quien amaba, dijo Jesús a su Madre: Mujer, he ahí a tu
hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el
discípulo la tomó consigo”
(Jn 19,26s).
Cara a la muerte Jesús manifiesta lo que
más lleva en el corazón: la preocupación por su madre y el futuro de su
discípulo más querido. Su madre ¿va a quedar sola? ¿ya acabó su misión en este
mundo, debiendo simplemente esperar su muerte? ¿Y el discípulo especialmente
amado, el primero que junto con Andrés, el hermano de Pedro, y el más joven de
los que eligió?
Ni la madre va a quedar abandonada ni su
misión ha acabado en este mundo. Va a seguir siendo la madre de Juan y de todos
los discípulos. “Porque a cuantos lo recibieron –escribirá después el mismo
Juan– les hizo hijos de Dios, a los que creen en Jesús, que han nacido no de la
sangre ni del deseo de la carne sino de Dios” (Jn 1,12s).
Cada discípulo es confiado a María como un
hijo. Juan nos representa a todos los que creemos y por la fe y el bautismo
hemos sido hechos hijos de Dios recibiendo el Espíritu Santo, que se nos ha
dado, y participando así de la vida de Jesús. Si la virgen María meditó siempre
muy a fondo toda palabra que oyó de su Hijo, cuánto más ésta, dicha para Ella
expresamente y en la cruz y momentos antes de su muerte. Ella los acompañará sosteniéndolos
con su oración en los días previos a Pentecostés y así lo seguirá haciendo
hasta su muerte y Asunción al Cielo. Así se explica la eficacia de la
predicación de los discípulos que se manifiesta desde el comienzo de la
Iglesia. Y tras su marcha al Cielo Dios en su providencia ha querido y quiere
que la Virgen María tenga en toda comunidad cristiana, especialmente si
comienza, un lugar privilegiado. Por eso Guadalupe, por eso Lourdes, por eso
Fátima, por eso tantos santuarios y capillas de la virgen María donde su
intercesión continúa sosteniendo nuestra fe. Gracias, Virgen María.
Por eso todo seguidor de Cristo, todo
creyente de verdad, acoge a María, como lo hizo Juan, confía en su intercesión
poderosa y la honra con su afecto. No lo olvidemos y hagámoslo regla de nuestra
vida de fe: nadie que tenga una filial y confiada devoción a María y la invoque
con frecuencia y humildad, dejará de tener la gracia divina de la perseverancia
final. Es la persuasión de muchos santos.
Acojamos, pues, la palabra de Jesús en la
cruz: “He ahí a tu madre”. Que no falte una imagen de María en los hogares.
Que, al mirarla, nos recuerde siempre que es nuestra madre y le pidamos y
agradezcamos su bendición. No dejemos de honrarla en sus fiestas, no dejemos de
invocarla en las necesidades, en los momentos duros de la vida, en nuestro
esfuerzo por virtudes difíciles, si hemos tenido la desgracia de haber caído en
pecado, en cualquier necesidad incluso temporal. Quien vive a María como madre
no será nunca huérfano en la Iglesia.
Padres cristianos, no olviden inculcar a
sus hijos el amor a María ya desde pequeños. Hijos, jóvenes, que el amor y la
confianza en María permanezca siempre en sus corazones; entonces se hace fácil
el amor a Cristo, la virtud es bella y merece luchar por ella, el corazón se
llena de luz. Ojalá Dios quiera concedernos a todos un amor tierno, humilde y
confiado en María. No dudemos que Dios está muy cerca, aunque estuviere en la
cruz. Amén, así sea.
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