La Iglesia - 3º Parte: Los orígenes de la Iglesia

P. Ignacio Garro, S.J.

SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



2. LA IGLESIA Y LA TRINIDAD EN EL VATICANO II

2.1. La Iglesia y el Padre

El Concilio Vaticano II en la Constitución “Lumen Gentium”, Nº 2 enseña: “El Padre eterno creó el universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la participación de su vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su ayuda en atención a Cristo Redentor  que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, Col 1, 15,. A todos los elegidos desde toda la eternidad, el Padre los conoció de antemano y los predestinó  a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos, Rom 8, 29. Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se consumará gloriosamente al fin de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, “desde Abel el justo hasta el último elegido”, se congregarán delante del Padre en una Iglesia universal”.

Dios Padre tiene la iniciativa de la Iglesia, pues ha creado el mundo para salvarnos en Cristo y, por tanto, en su Iglesia. Este es un hecho. El mundo ha sido creado en Cristo y con vistas a Cristo. Aquí están por tanto, las dos finalidades: de la Encarnación y de la Iglesia; finalidades que el Nuevo Catecismo de la Iglesia ha recogido: el Verbo se ha encarnado Para reconciliarnos con Dios y para hacernos partícipes de su filiación divina.

Este designio del Padre de salvar a todos los hombres por medio de su Hijo Jesucristo en la Iglesia tiene las siguientes etapas históricas:
  • La Iglesia prefigurada, en el comienzo del mundo
  • La preparación de la Iglesia: el pueblo de Israel
  • La Iglesia instituida. Cristo funda la Iglesia
  • La Iglesia manifestada. Pentecostés
  • La consumación de la Iglesia. Etapa escatológica   


2.2. La misión del Hijo

Lumen Gentium en el nº 3, dice: ”Vino, pues, el Hijo, enviado del Padre, que nos eligió en El antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se complació restaurar todas las cosas, Efes 1, 4-5. Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios”.

Es al Hijo a quien corresponde ejecutar el plan de salvación al Padre. Ha venido, en efecto, enviado por el Padre para librarnos del pecado y hacernos hijos de adopción. Sólo la Persona del Verbo se encarna; sólo el Verbo de Dios asume físicamente la naturaleza humana formada en el seno de la Virgen María y sólo de él se pueden predicar las acciones realizadas mediante esa naturaleza humana.

El Concilio Vaticano II hablando de la Iglesia del Hijo, es justo que entre en relación entre el Reino de Dios y la Iglesia. La Iglesia comienza con la revelación del misterio de Cristo y con la redención efectuada por él en obediencia al Padre. Por ello dice la Lumen Gentium nº 5 que la Iglesia tiene la misión de anunciar y establecer el Reino de Dios y constituye en la tierra el germen y el principio de dicho reino, sin que pueda identificarse con el reino.
            
La Iglesia, brota, pues, del costado de Cristo, en cuanto que la sangre y el agua que manan de su costado son signo de los principales sacramentos de la Iglesia: Bautismo y Eucaristía.


2.3. El Espíritu Santo, santificador de la Iglesia

Lumen Gentium nº 4 dice: “Consumada, pues, la obra que el Padre confió  al Hijo en la tierra, Jn 17, 4, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que indeficiente -  mente santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu, Efes 2, 18. El es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, Jn 4, 14; 7, 38-39, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en sus cuerpos mortales, Rom 8, 10-11. El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo, 1 Cor 3, 16 y en ellos ora y da testimonio de adopción de hijos, Gal 4, 6; Rom 8, 15-16. Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia, Efes 4, 11-12; 1 Cor 12, 4, a la que guía hacia toda la verdad, Jn 16, 13 y unifica en comunión y ministerio. Hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Espíritu. Pues el Espíritu y la Esposa dicen “¡VEN!”, Apoc 22, 17.”.

Para S. Pablo, la Iglesia es la Iglesia de los santos, de los elegidos, de los convocados, de los santos convocados. La comunidad para él se vincula con el mismo Cristo por medio de su Espíritu Santo. Sin el Espíritu no hay Iglesia, pues es él el que la crea y la recrea en Cristo. Para S. Pablo, la Iglesia, como Iglesia particular o Iglesia universal, Efes 2, 17-22, es edificación del Espíritu.

El Espíritu, ciertamente, es enviado en una misión propia que sólo le compete a él, de modo que la misión del Hijo, culmina en la misión del Espíritu Santo. Por otro lado, el Espíritu Santo viene a la humanidad como fruto del sacrificio redentor de Cristo: Cristo se ofrece al Padre como víctima propiciatoria en favor de todo el género humano, el Padre acepta el sacrificio de su Hijo y lo resucita de entre los muertos, sentándolo a su derecha proclamándolo el Kyrios, Señor, de toda la creación. Del abrazo del Padre y del Hijo nace el Espíritu Santo para la Iglesia.

Hay un movimiento descendente del Espíritu, que proviene del Padre y del Hijo, esta efusión del Espíritu Santo crea la Iglesia, en el misterio pascual de nuestra redención. Así, pues, el Espíritu Santo es el Espíritu del Padre y del Hijo, el que sella su amor mutuo en el seno de la Trinidad, y el que nace para la Iglesia del abrazo de ambos en el misterio pascual de Cristo. Así, el Espíritu es enviado tanto por el Padre, Jn 14, 16. 26,  como por el Hijo, Jn 15, 26. El Espíritu ya habitaba en el Hijo desde la encarnación, pero todavía no podía ser enviado a la Iglesia hasta que se consumara el sacrificio de la cruz.

Hay también un movimiento ascendente del hombre al Padre por el Espíritu, en la medida en que el Espíritu nos inserta en Cristo y somos sarmientos de la vid, en Cristo y por Cristo: “yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, Jn 14, 6,  tenemos ya abierto el acceso a Dios Padre, Efes 2, 18.

Al Espíritu Santo debemos la filiación divina, la vida en gracia, en cuanto que insertados por él en Cristo, participamos de su vida filial, es decir, somos amados por el Padre dentro de la misma corriente de amor con la que eternamente el Padre ama a su Hijo. Es así como somos hechos hijos de Dios en el Hijo, participando de su misma filiación. Por eso podemos llamar a Dios “Abba” = Padre!”, Rom 8, 14-15.

Con la misión del Espíritu Santo es como se constituye y nace la Iglesia. Esta nace en Pentecostés, con el envío personal y diferenciado del Espíritu Santo. Así es como el Espíritu Santo habita en el corazón de los fieles como en un templo. Es el Espíritu Santo que santifica y enriquece con sus dones continuamente a la Iglesia de Cristo.

Al Espíritu divino, enviado por el Padre y Cristo glorificado, debemos, además, su acción eficaz en la Iglesia, en tres aspectos:         

  • Al Espíritu corresponde introducir a la Iglesia en la verdad total Jn 16, 3. Esto quiere decir que la Iglesia, meditando, reflexionando, amando, va comprendiendo mejor cada día la Palabra de Dios por la fuerza del Espíritu.          
  • El Espíritu Santo es el artífice de la unidad de la Iglesia, así como de su santidad, de su catolicidad y de su apostolicidad. El mantiene en la Iglesia la verdad de Cristo. El Espíritu Santo es el artífice de toda la santidad que se da en el seno de la Iglesia. Es el que continuamente enriquece con sus dones y su carismas y hace que la Iglesia se renueve continuamente, haciendo surgir nuevos grupos, movimientos apostólicos y carismas diferentes que enriquecen en la diversidad la unidad de la Iglesia. Es El que mantiene la unidad de los orígenes de la doctrina y la continuidad episcopal. Por eso podemos decir que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia.
  • El Espíritu Santo dirige con sus dones jerárquicos y carismáticos a su Iglesia. Dirige a la jerarquía para que, sin desviarse de la doctrina de Cristo, la conozca y predique cada día mejor, de modo que la palabra de Cristo pueda penetrar siempre nueva en la historia humana. El Espíritu Santo dirige también a los miembros de la Iglesia con sus dones carismáticos renovándola continuamente. Son frutos de santidad y perfección que surgen en cada instante. El Espíritu es la fuente de todo dinamismo de la Iglesia y con la fuerza del Evangelio la rejuvenece, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo Cristo.




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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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