La Iglesia es Cuerpo de Cristo


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles 19 de junio de 2013




Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! 

Hoy me detengo en otra expresión con la que el Concilio Vaticano II indica la naturaleza de la Iglesia: la del cuerpo. El Concilio dice que la Iglesia es Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 7). Desearía partir de un texto de los Hechos de los Apóstoles que conocemos bien: la conversión de Saulo, que se llamará después Pablo, uno de los mayores evangelizadores (cf. Hch 9, 4-5). Saulo es un perseguidor de los cristianos, pero mientras está recorriendo el camino que lleva a la ciudad de Damasco, de improviso una luz le envuelve, cae a tierra y oye una voz que le dice: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Él pregunta: «¿Quién eres, Señor?»; y la voz responde: «Soy Jesús, a quien tú persigues» (v. 3-5). Esta experiencia de san Pablo nos dice cuán profunda es la unión entre nosotros, cristianos, y Cristo mismo. Cuando Jesús subió al cielo no nos dejó huérfanos, sino que, con el don del Espíritu Santo, la unión con Él se hizo todavía más intensa. El Concilio Vaticano II afirma que Jesús, «a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu» (Const. dogm. Lumen gentium, 7).

La imagen del cuerpo nos ayuda a entender este profundo vínculo Iglesia-Cristo, que san Pablo desarrolló de modo particular en la Primera Carta a los Corintios (cf. cap. 12). Ante todo el cuerpo nos remite a una realidad viva. La Iglesia no es una asociación asistencial, cultural o política, sino que es un cuerpo viviente, que camina y actúa en la historia. Y este cuerpo tiene una cabeza, Jesús, que lo guía, lo nutre y lo sostiene. Este es un punto que desearía subrayar: si se separa la cabeza del resto del cuerpo, la persona entera no puede sobrevivir. Así es en la Iglesia: debemos permanecer unidos de manera cada vez más intensa a Jesús. Pero no sólo esto: igual que en un cuerpo es importante que circule la linfa vital para que viva, así debemos permitir que Jesús actúe en nosotros, que su Palabra nos guíe, que su presencia eucarística nos nutra, nos anime, que su amor dé fuerza a nuestro amar al prójimo. ¡Y esto siempre! ¡Siempre, siempre! Queridos hermanos y hermanas, permanezcamos unidos a Jesús, fiémonos de Él, orientemos nuestra vida según su Evangelio, alimentémonos con la oración diaria, la escucha de la Palabra de Dios, la participación en los Sacramentos.

Y aquí llego a un segundo aspecto de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. San Pablo afirma que igual que los miembros del cuerpo humano, aun distintos y numerosos, forman un solo cuerpo, así todos nosotros hemos sido bautizados mediante un solo Espíritu en un mismo cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-13). En la Iglesia, por lo tanto, existe una variedad, una diversidad de tareas y de funciones; no existe la uniformidad plana, sino la riqueza de los dones que distribuye el Espíritu Santo. Pero existe la comunión y la unidad: todos están en relación, unos con otros, y todos concurren a formar un único cuerpo vital, profundamente unido a Cristo. Recordémoslo bien: ser parte de la Iglesia quiere decir estar unidos a Cristo y recibir de Él la vida divina que nos hace vivir como cristianos, quiere decir permanecer unidos al Papa y a los obispos que son instrumentos de unidad y de comunión, y quiere decir también aprender a superar personalismos y divisiones, a comprenderse más, a armonizar las variedades y las riquezas de cada uno; en una palabra, a querer más a Dios y a las personas que tenemos al lado, en la familia, la parroquia, las asociaciones. ¡Cuerpo y miembros deben estar unidos para vivir! La unidad es superior a los conflictos, ¡siempre! Los conflictos, si no se resuelven bien, nos separan entre nosotros, nos separan de Dios. El conflicto puede ayudarnos a crecer, pero también puede dividirnos. ¡No vayamos por el camino de las divisiones, de las luchas entre nosotros! Todos unidos, todos unidos con nuestras diferencias, pero unidos, siempre: este es el camino de Jesús. La unidad es superior a los conflictos. La unidad es una gracia que debemos pedir al Señor para que nos libre de las tentaciones de la división, de las luchas entre nosotros, de los egoísmos, de la locuacidad. ¡Cuánto daño hacen las habladurías, cuánto daño! ¡Jamás chismorrear de los demás, jamás! ¡Cuánto daño acarrean a la Iglesia las divisiones entre cristianos, tomar partidos, los intereses mezquinos!

Las divisiones entre nosotros, pero también las divisiones entre las comunidades: cristianos evangélicos, cristianos ortodoxos, cristianos católicos, ¿pero por qué divididos? Debemos buscar llevar la unidad. Os cuento algo: hoy, antes de salir de casa, estuve cuarenta minutos, más o menos, media hora, con un pastor evangélico y rezamos juntos, y buscamos la unidad. Pero tenemos que rezar entre nosotros, católicos, y también con los demás cristianos, rezar para que el Señor nos dé la unidad, la unidad entre nosotros. ¿Pero cómo tendremos la unidad entre los cristianos si no somos capaces de tenerla entre nosotros, católicos; de tenerla en la familia? ¡Cuántas familias se pelean y se dividen! Buscad la unidad, la unidad que hace la Iglesia. La unidad viene de Jesucristo. Él nos envía el Espíritu Santo para hacer la unidad.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos a Dios: ayúdanos a ser miembros del Cuerpo de la Iglesia siempre profundamente unidos a Cristo; ayúdanos a no hacer sufrir al Cuerpo de la Iglesia con nuestros conflictos, nuestras divisiones, nuestros egoísmos; ayúdanos a ser miembros vivos unidos unos con otros por una única fuerza, la del amor, que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5).


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Fuente:
www.vatican.va

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