P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Gn 14,18-20; S 109; 1Co 11,23-26; Lc 9,11-17
“La Iglesia vive de
la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de
fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.”
Así nos dijo hace diez años el Papa Juan Pablo II en su encíclica sobre la
Eucaristía.
La Eucaristía no es
una mera práctica piadosa. “La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida
cristiana” –dice el Catecismo– (1324). En ella se nos otorga la posibilidad de
vivir la vida cristiana en plenitud. “Los demás sacramentos –prosigue el
Catecismo, citando también al Concilio Vaticano II– como también todos los
ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía
y a ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (1324).
Es significativo que,
a excepción de los cristianos ortodoxos, las demás herejías que han roto con la
fe de la Iglesia hayan perdido también la fe en la presencia real de Cristo en
la Eucaristía mientras a los católicos nos sea tan fácil creer en ella. También
ocurre que, cuando la fe se enfría y deja de influir en la vida, entre las
primeras cosas que se abandonan está la misa dominical y la importancia de la
Eucaristía; y cuando la fe vuelve a alumbrar, el hijo pródigo que vuelve, aun no teniendo gran formación religiosa, suele
sentir ansias enormes de recibir la Eucaristía.
La Eucaristía es parte constitutiva de nuestra fe, la perla preciosa de la que
habla el evangelio (Mt 13,44-46).
Cuando
Jesús instituye la Eucaristía en su última cena, ordena a sus discípulos que
hagan lo mismo en memoria suya. Así lo hicieron ya desde el principio. Inmediato
al hecho de la conversión de alrededor de tres mil tras oír el discurso de
Pedro el mismo día de Pentecostés, prosigue el texto de los Hechos de los
apóstoles: “Y perseveraban escuchando la enseñanza de los apóstoles, la
participación en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Con el
término “fracción del pan” se designa en los primeros siglos a la misa.
En la
segunda lectura hemos escuchado a San Pablo. Escribe los cristianos de Corinto,
comunidad fundada por él pocos años antes. Habla de la Eucaristía. Les dice que
lo que él les “transmitió” lo había “recibido”; esta expresión afirma tanto el
origen apostólico de la misa como su práctica general en las diversas iglesias.
“Domingo” se deriva de la palabra latina “dominus”, que significa “Señor”. A
ese día lo llamaron los cristianos así por ser el día de la semana en que
resucitó Jesús. En el día más grande de la semana, es el “día del Señor” y participar
en la misa, que nos hace presente la obra de redención de Cristo y su
resurrección, es lo más grande que podemos hacer.
Con gran
deseo celebró Cristo la Última Cena con sus discípulos; con gran deseo vengamos
cada domingo. Cada misa es una inyección de luz y de fe, de entusiasmo, alegría
y esperanza, de caridad y fuerza en busca del Padre, con el Hijo y en el
Espíritu. Como el pueblo de Israel necesitó del maná para atravesar el
desierto, nosotros debemos alimentarnos de la Eucaristía. “Yo soy el pan de la
vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que
baja del Cielo para que el que coma de él no muera. Yo soy el pan vivo, que ha
bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que
yo voy a dar es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,48-51). Al reanudar el
año litúrgico que nos va presentando ahora las palabras y obras de Cristo para
incorporarlas a nuestra propia vida y personalidad, la fiesta del Cuerpo de
Cristo nos recuerda que para nuestra travesía del desierto disponemos de la
fuerza de la Eucaristía; ella nos lo hace posible.
Otro valor
importante es el de la permanencia del Señor en el sagrario. También de esto
hay un anticipo en la travesía del desierto. La Tienda de la Reunión, que
guardaba el Arca de la Alianza, era el lugar al que iba cualquier israelita que
tenía que consultar algo con Dios. Cuando Moisés entraba, la nube, que también
los acompañaba, bajaba sobre la tienda. “El Señor –dice el texto bíblico–
hablaba con Moisés cara a cara como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11). Como está Jesús en el cielo a la derecha del
Padre, está también en el sagrario, dispuesto a escuchar, consolar, animar,
enseñar, acompañar. El sagrario es la gran escuela de grandes adoradores. Como
Nicodemo en la noche y María, la hermana de Lázaro, millones de almas
experimentan ser amadas por el Señor y se encienden en su amor en compañía de
Jesús en el sagrario. Han elegido la mejor parte y no les será quitada (Lc
10,42); porque al que tiene se le dará y abundará (Mt 25,29). A los pies de
Jesús en el sagrario los evangelios y textos de la Escritura se iluminan, cobran
vida y arden porque son de nuevo pronunciados por Jesús.
Dedicar cada
día diez, quince minutos a estar a solas con Jesús en el sagrario, sentirán que
Jesús les es más íntimo, que les ama, que no pueden ya pasar sin él. Precioso
también el detalle de tantos de sus amigos, que, camino o ya terminado su
trabajo pasan a saludar, aunque no sea más que un momento, al amigo que no
pueden olvidar. A los padres y madres, catequistas, profesores… eduquen a los jóvenes y a los niños a saber
estar y moverse por la casa de Dios desde pequeños, a saber dónde está Jesús y
a hablar con Él.
“Cuando
Jesús está presente, todo es bueno y nada parece difícil… Si Jesús habla una
sola palabra, gran consuelo se siente… ¿Qué te puede dar el mundo sin Jesús?...
El que halla a Jesús, halla un rico tesoro, el más precioso de todos…”. (Tomás
de Kempis 2,8,1-2). Que María nos alcance esta gran gracia.
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