Homilía de la Solemnidad del Corpus Christi, domingo 02 de junio del 2013

La Iglesia vive de la Eucaristía

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Gn 14,18-20; S 109; 1Co 11,23-26; Lc 9,11-17


“La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.” Así nos dijo hace diez años el Papa Juan Pablo II en su encíclica sobre la Eucaristía.
La Eucaristía no es una mera práctica piadosa. “La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana” –dice el Catecismo– (1324). En ella se nos otorga la posibilidad de vivir la vida cristiana en plenitud. “Los demás sacramentos –prosigue el Catecismo, citando también al Concilio Vaticano II– como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (1324).
Es significativo que, a excepción de los cristianos ortodoxos, las demás herejías que han roto con la fe de la Iglesia hayan perdido también la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía mientras a los católicos nos sea tan fácil creer en ella. También ocurre que, cuando la fe se enfría y deja de influir en la vida, entre las primeras cosas que se abandonan está la misa dominical y la importancia de la Eucaristía; y cuando la fe vuelve a alumbrar, el hijo pródigo que vuelve, aun no teniendo gran formación religiosa, suele sentir ansias enormes de recibir la Eucaristía. La Eucaristía es parte constitutiva de nuestra fe, la perla preciosa de la que habla el evangelio (Mt 13,44-46).
Cuando Jesús instituye la Eucaristía en su última cena, ordena a sus discípulos que hagan lo mismo en memoria suya. Así lo hicieron ya desde el principio. Inmediato al hecho de la conversión de alrededor de tres mil tras oír el discurso de Pedro el mismo día de Pentecostés, prosigue el texto de los Hechos de los apóstoles: “Y perseveraban escuchando la enseñanza de los apóstoles, la participación en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Con el término “fracción del pan” se designa en los primeros siglos a la misa. 
En la segunda lectura hemos escuchado a San Pablo. Escribe los cristianos de Corinto, comunidad fundada por él pocos años antes. Habla de la Eucaristía. Les dice que lo que él les “transmitió” lo había “recibido”; esta expresión afirma tanto el origen apostólico de la misa como su práctica general en las diversas iglesias. “Domingo” se deriva de la palabra latina “dominus”, que significa “Señor”. A ese día lo llamaron los cristianos así por ser el día de la semana en que resucitó Jesús. En el día más grande de la semana, es el “día del Señor” y participar en la misa, que nos hace presente la obra de redención de Cristo y su resurrección, es lo más grande que podemos hacer.
Con gran deseo celebró Cristo la Última Cena con sus discípulos; con gran deseo vengamos cada domingo. Cada misa es una inyección de luz y de fe, de entusiasmo, alegría y esperanza, de caridad y fuerza en busca del Padre, con el Hijo y en el Espíritu. Como el pueblo de Israel necesitó del maná para atravesar el desierto, nosotros debemos alimentarnos de la Eucaristía. “Yo soy el pan de la vida. Sus padres comieron el maná en el desierto y murieron. Éste es el pan que baja del Cielo para que el que coma de él no muera. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo voy a dar es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,48-51). Al reanudar el año litúrgico que nos va presentando ahora las palabras y obras de Cristo para incorporarlas a nuestra propia vida y personalidad, la fiesta del Cuerpo de Cristo nos recuerda que para nuestra travesía del desierto disponemos de la fuerza de la Eucaristía; ella nos lo hace posible.
Otro valor importante es el de la permanencia del Señor en el sagrario. También de esto hay un anticipo en la travesía del desierto. La Tienda de la Reunión, que guardaba el Arca de la Alianza, era el lugar al que iba cualquier israelita que tenía que consultar algo con Dios. Cuando Moisés entraba, la nube, que también los acompañaba, bajaba sobre la tienda. “El Señor –dice el texto bíblico– hablaba con Moisés cara a cara como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11).  Como está Jesús en el cielo a la derecha del Padre, está también en el sagrario, dispuesto a escuchar, consolar, animar, enseñar, acompañar. El sagrario es la gran escuela de grandes adoradores. Como Nicodemo en la noche y María, la hermana de Lázaro, millones de almas experimentan ser amadas por el Señor y se encienden en su amor en compañía de Jesús en el sagrario. Han elegido la mejor parte y no les será quitada (Lc 10,42); porque al que tiene se le dará y abundará (Mt 25,29). A los pies de Jesús en el sagrario los evangelios y textos de la Escritura se iluminan, cobran vida y arden porque son de nuevo pronunciados por Jesús.
Dedicar cada día diez, quince minutos a estar a solas con Jesús en el sagrario, sentirán que Jesús les es más íntimo, que les ama, que no pueden ya pasar sin él. Precioso también el detalle de tantos de sus amigos, que, camino o ya terminado su trabajo pasan a saludar, aunque no sea más que un momento, al amigo que no pueden olvidar. A los padres y madres, catequistas, profesores…  eduquen a los jóvenes y a los niños a saber estar y moverse por la casa de Dios desde pequeños, a saber dónde está Jesús y a hablar con Él.

“Cuando Jesús está presente, todo es bueno y nada parece difícil… Si Jesús habla una sola palabra, gran consuelo se siente… ¿Qué te puede dar el mundo sin Jesús?... El que halla a Jesús, halla un rico tesoro, el más precioso de todos…”. (Tomás de Kempis 2,8,1-2). Que María nos alcance esta gran gracia.


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