P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas 1R 17, 17-24; S 29; Ga 1,11-19; Lc 7,11-17
Aunque
no sea lo más importante, al evangelio de San Lucas se le reconoce como
característica la de estar literariamente muy bien escrito. Un escritor
francés, Ernesto Renán, increyente y gran enemigo de Iglesia, dijo de él que
“era el libro más bello que se haya escrito jamás”. La narración de hoy viene a
ser un ejemplo. Jesús se acerca a Naím, son muchos los que le acompañan, “mucho
gentío”. Y he aquí que se encuentran con otro grupo también grande. Es un
entierro. En dos pinceladas destaca la impresión de dolor: se trata de un
muchacho joven, de su madre viuda, que queda sola y tal vez desamparada. Es una
mujer querida y respetada, pues son un gran gentío los que la acompañan. Jesús no
se limita a ceder el paso al cortejo con respeto. Se fija en la mujer. Se conmueve.
“Al verla, le dio lástima; le dijo: no llores”. En los datos externos Lucas nos
adentra en lo interior: el dolor de la madre; la sorpresa, admiración, alegría
y sentido religioso de la gente; la bondad y la sintonía de Jesús con el dolor
ajeno. Nadie le pidió que hiciera nada, ni parecía que debía hacerlo. No lo
hace para demostrar su poder, ni su mesianismo, ni su divinidad. Lo hace
simplemente por compasión, porque el dolor de aquella madre le ha impactado y
no puede dejar de hacer “algo”, es decir lo que pueda. Brevemente lo señala
Lucas: no llores, se acerca al ataúd, se paran los portadores, y Jesús, sin que
nadie le haya pedido nada, sin alardes ni gestos de teatro manda al cadáver que
se levante y he aquí que el muerto se incorpora y empieza a hablar y quitarse
los vendajes. ¿Algo más? Muy poco. Tal vez Jesús le agarre de la mano o ponga
la suya a su espalda, como entregándolo a la madre como un don de Dios, su
Padre. Mientras madre e hijo se abrazan entre lágrimas, mientras tantos amigos
expresan alegría y, personas de fe, reconocen que es obra de Dios y Jesús es su
enviado –“daban gloria a Dios diciendo: un gran profeta ha surgido entre
nosotros, Dios ha visitado a su pueblo”–, Lucas no añade ningún detalle más. Así
es Jesús; que cada uno lo contemple y saque sus conclusiones.
Con
frecuencia los fieles, tocados por la gracia, se preguntan y preguntan: ¿Y cómo
orar con los evangelios? Creo que en el evangelio de hoy tenemos una respuesta
y que, en general, el evangelio de San Lucas es muy bueno para introducirse en
la oración.
“De
muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los
profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo”. Así nos
dice la Carta a los Hebreos (1,1). Por medio de Jesús, que es el único mediador
(1Tm 2,5), el Padre nos ha manifestado y nos quiere seguir manifestando y otorgando todo lo que necesitamos para
nuestra salvación.
Ha
sido Dios el que ha tomado la iniciativa de nuestra salvación y lo ha hecho con
su Palabra. “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Esta Palabra está
especialmente en la Escritura y sigue hablando a los hombres en la Iglesia. Es
una Palabra viva. Dios mismo de modo maravilloso, pero real, la sigue
pronunciando en lo íntimo de cada corazón a quien la lee con fe. Orar con la
Biblia, con los evangelios especialmente, requiere leerlos como tal palabra
viva y actual de Dios, de Jesús, para mí. Es muy importante tomar conciencia,
cuando cogemos la Biblia, de que vamos a escuchar a Dios.
Importante
es ponernos en una postura corporal que interiormente y desde el cuerpo nos
alerte de que estamos en la presencia del Señor que nos va hablar.
Leamos
el texto, entrando en él. Ocurrió, se escribió y ha llegado a nosotros para que
nos ayudase a conocer, amar y seguir a Cristo. Procuremos meternos dentro,
viendo y escuchando todos los detalles. ¿Qué me dice de Jesús? ¿Cómo es, cómo
piensa, cómo siente? ¿Me dice algo sobre mi vida, mis modos de pensar, mis
modos de sentir y obrar, mi forma de relacionarme con Dios y con los hombres?
Dios me está hablando.
Tras
escuchar a Dios, Él espera mi respuesta. Unas veces será reconocer mis
defectos, pecados o falta de virtud, y pediré perdón y luz y gracia para
corregirme. Otras veces será reconocer y agradecerle por su comprensión y su
amor. Siempre deberá ser para que me cambie el corazón a su imagen.
Por
fin esos momentos de intimidad con el Señor son oportunos para pedirle su ayuda
y su gracia para con nosotros, para las personas que nos son queridas o nos han
pedido que oremos, para la Iglesia, por las necesidades espirituales y
temporales que nos preocupan. Podemos entonces invocar la ayuda de María, de
nuestro Ángel Custodio y de santos de nuestra devoción.
Orar
es fácil. No piensen que sea necesario sentir muy fuertes el amor de Dios, o su
presencia. En nuestras relaciones humanas hay momentos cumbres en que se
expresan sentimientos muy hondos que entonces afloran; pero no es lo más
normal. Tampoco para orar, que es hablar con Dios, son necesarios sentimientos
intensos. Es bueno tenerlos y es verdad que la fe en la presencia de Dios y de
su amor nos los susciten con cierta frecuencia, pero también sin ellos la
oración es una comunicación con Dios, que sabemos que Él escucha. De esta
manera procedemos frecuentemente en la vida y nadie piensa que estamos
mintiendo. Quien da gracias a Dios porque le ha escuchado o le ha sorprendido
con algo bueno para él o una persona querida, quien le pide perdón por alguna
falta, quien ruega por sus hijos u otras personas, sabe que Dios le escucha y
que le ama y eso es bueno, sienta algo especial o no lo sienta. Pidamos a María
que nos enseñe como a niños hijos suyos.
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