SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
8. La
entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén
¿Cómo va a acoger Jerusalén a
su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey, pero
elige el momento y prepara los detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de
«David, su padre» (Lc 1, 32). Es
aclamado como hijo de David, el que trae la salvación: ¡Hosanna!, quiere decir «¡sálvanos!», «¡Danos la salvación!».
Pues bien, el «Rey de la Gloria» (Sal 24, 7-10) entra
en su ciudad «montado en un asno» (Zac
9, 9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia
ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad.
Por eso los súbditos de su
Reino, aquel día fueron los niños y los «pobres
de Dios», que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores.
Su aclamación, «Bendito el que viene en
el nombre del Señor» (Sal 118, 26), ha sido recogida por la Iglesia en el
«Sanctus» de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del
Señor.
9. El Misterio Pascual de Cristo
«Jesucristo padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y resucuitó al tercer día»
9.1. El proceso de Jesús
Decíamos que Jesús murió
crucificado y su sacrificio fue designio divino de salvación y ofrecimiento
voluntario de Sí mismo al Padre por nuestros pecados. Estamos en pleno comienzo
de la Pascua de Cristo, es decir, el “paso” de este mundo al Padre. Cristo es
el verdadero Cordero que quita el pecado del mundo. Él se ofreció como víctima
propiciatoria al Padre a favor de los hombres.
Divisiones de las autoridades
judías respecto a Jesús. Entre las autoridades religiosas de Jerusalén, no
solamente el fariseo Nicodemo, o el notable José de Arimatea eran en secreto
discípulos de Jesús sino que durante
mucho tiempo hubo disensiones a propósito de El hasta el punto de que en la
misma víspera de su pasión, S. Juan pudo decir de ellos que «un buen número creyó en él», aunque de
una manera muy imperfecta (Jn 12, 42).
Eso no tiene nada de extraño si
se considera que al día siguiente de Pentecostés «multitud de sacerdotes iban aceptando la fe» (Hech 6, 7) y que «algunos de la secta de los fariseos...
habían abrazado la fe» (Hech 15, 5) hasta el punto de que Santiago puede
decir a S. Pablo que «miles y miles de
judíos han abrazado la fe, y todos son celosos partidarios de la Ley» (Hch
21, 20).
9.2. La
muerte redentora de Cristo en el designio divino de salvación
a.- «Jesús entregado según el preciso
designio de Dios»
La muerte violenta de Jesús no
fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece
al misterio del designio de Dios, como lo explica S. Pedro a los judíos de
Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: «Fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de
Dios» (Hech 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han «entregado a Jesús» (Hech 3, 13) fuesen
solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
Para Dios todos los momentos del
tiempo están presentes en su actualidad. Por tanto establece su designio eterno
de «predestinación» incluyendo en él la respuesta libre de cada hombre a su
gracia: «Sí, verdaderamente, se han
reunido en esta ciudad contra tu santo siervo Jesús, que tú has ungido, Herodes
y Poncio Pilato con las naciones gentiles y los pueblos de Israel, de tal
suerte que ellos han cumplido todo lo que, en tu poder y tu sabiduría habías
predestinado» (Hech 4, 27-28). Dios ha permitido los actos nacidos de su
ceguera para realizar su designio de salvación
b.- «Muerto por nuestros pecados según las Escrituras»
Este designio divino de
salvación a través de la muerte del «Siervo,
el Justo» (Is 53, 11) había sido anunciado antes en la Escritura como un
misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres
de la esclavitud del pecado. S. Pablo
profesa en una confesión de fe que dice haber «recibido» (1 Cor 15, 3) que «Cristo
ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras».
La muerte redentora de Jesús cumple, en
particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de
su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente. Después de su Resurrección
dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús, luego a los
propios apóstoles.
c.- «Dios le hizo pecado por nosotros»
En consecuencia, S. Pedro pudo
formular así la fe apostólica en el designio divino de salvación: «Habéis sido rescatados de la conducta necia
heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una
sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo, predestinado
antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos a causa de
vosotros» (1 P 1, 18-20). Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado
original, están sancionados con la muerte.
Al enviar a su propio Hijo en
la condición de esclavo, la de una humanidad caída y destinada a la muerte a
causa del pecado, «a quien no conoció
pecado, Dios le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de
Dios en él» (2 Cor 5, 21).
Jesús no conoció la reprobación
como si él mismo hubiese pecado. Pero, en el amor redentor que le unía siempre
al Padre, nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro
pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mc 15, 34; Sal 22, 2).
Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, «Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes
bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32) para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo» (Rm 5, 10).
9.3. Cristo se ofreció a
su Padre por nuestros pecados
El primer Adán en su soberbia “quiso ser como dios” desobedeció el
mandato de Dios y pecó gravemente, con su pecado entró la muerte y la desgracia
en todo el género humano. Cristo el nuevo Adán, es el Siervo de Yahveh que
obedece al Padre y entrega su vida al Padre en favor de todo el género humano.
Cristo ofrece en la cruz su vida libremente en favor de todo el género humano.
Dios Padre se reconcilia con todo el género humano por medio de su hijo
Jesucristo. Cristo con su muerte destruyó la malicia y la maldad del pecado y
con su resurrección nos otorgó una nueva vida, a saber: la filiación divina.
Así,
donde en Adán hubo: soberbia, Cristo
tuvo: la humildad del Siervo de Yahveh.
Donde hubo desobediencia de Adán, en Cristo hubo “obediencia hasta la muerte y muerte de cruz”. Donde en Adán hubo
pecado Cristo nos otorgó la gracia de hijos de Dios. Con Adán entró la muerte,
Cristo nos otorgó la verdadera vida.
9.4. Toda la vida de Cristo es ofrenda al Padre
El Hijo de Dios «bajado del cielo no para hacer su voluntad
sino la del Padre que le ha enviado» (Jn 6, 38), «al entrar en este mundo, dice: ... He aquí que vengo... para
hacer,¡oh Dios, tu voluntad! ... En virtud de esta voluntad somos santificados,
merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo»
(Hebr 10, 5-10). Desde el primer instante de su Encarnación el Hijo acepta el
designio divino de salvación en su misión redentora: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a
cabo su obra» (Jn 4, 34). El
sacrificio de Jesús «por los pecados del
mundo entero» (1 Jn 2, 2), es la expresión de su comunión de amor con el
Padre: «El Padre me ama porque doy mi
vida» (Jn 10, 17). «El mundo ha de
saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,
31).
Este deseo de aceptar el designio de amor
redentor de su Padre anima toda la vida de Jesús porque su Pasión redentora es
la razón de ser de su Encarnación: «¡Padre,
líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto!» (Jn 12,
27). «El cáliz que me ha dado el Padre
¿no lo voy a beber?» (Jn 18, 11). Y todavía en la cruz, antes de que «todo esté cumplido» (Jn 19, 30), dice: «Tengo sed» (Jn 19, 28).
9.5. «El cordero que quita el pecado del mundo»
Juan Bautista, después de haber
aceptado bautizarle en compañía de los pecadores, vio y señaló a Jesús como el «Cordero de Dios que quita los pecados del
mundo» (Jn 1, 29). Manifestó así que Jesús es a la vez el Siervo doliente
que se deja llevar en silencio al matadero (Is 53, 7) y carga con el pecado de
las multitudes, y el cordero pascual símbolo de la redención de Israel cuando
celebró la primera Pascua (Ex 12, 3-14). Toda la vida de Cristo expresa su
misión: «Servir y dar su vida en rescate
por muchos» (Mc 10, 45)
9.6. Jesús acepta libremente el amor redentor del Padre
Jesús, al aceptar en su corazón
humano el amor del Padre hacia los hombres, «los
amó hasta el extremo» (Jn 13, 1), porque
«nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento
libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres.
En efecto, aceptó libremente su
pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere
salvar: «Nadie me quita la vida; yo la
doy voluntariamente» (Jn 10, 18). De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios
cuando El mismo se encamina hacia la muerte.
9.7. Jesús anticipó en la cena la ofrenda libre de su vida
Jesús expresó de forma suprema
la ofrenda libre de sí mismo en la cena tomada con los Doce Apóstoles, en «la noche en que fue entregado» (1 Cor
11, 23). En la víspera de su Pasión,
estando todavía libre, Jesús hizo de esta última Cena con sus apóstoles el
memorial de su ofrenda voluntaria al Padre, por la salvación de los hombres: «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado
por vosotros» (Lc 22, 19). «Esta es
mi sangre de la Alianza que va a ser derramada por muchos para remisión de los
pecados» (Mt 26, 28).
La Eucaristía que instituyó en este momento será
el «memorial» de su sacrificio. Jesús incluye a los apóstoles en su propia
ofrenda y les manda perpetuarla. Así
Jesús instituye a sus apóstoles sacerdotes de la Nueva Alianza: «Por ellos me consagro a mí mismo para que
ellos sean también consagrados en la verdad» (Jn 17, 19).
9.8. La
agonía de Getsemaní
El cáliz de la Nueva Alianza
que Jesús anticipó en la Cena al ofrecerse a sí mismo, lo acepta a continuación
de manos del Padre en su agonía de Getsemaní haciéndose «obediente hasta la muerte» (Filp 2, 8). Jesús ora: «Padre mío, si es posible, que pase de mí
este cáliz...» (Mt 26, 39). Expresa así el horror que representa la muerte
para su naturaleza humana. Esta, en efecto, como la nuestra, está destinada a
la vida eterna; además, a diferencia de la nuestra, está perfectamente exenta
de pecado que es la causa de la muerte, pero sobre todo está asumida por la
persona divina del «Príncipe de la Vida» (Hech
3, 15), de «el que vive» (Apoc 1,
18). Al aceptar en su voluntad humana que se haga la voluntad del Padre, acepta
su muerte como redentora para «llevar
nuestras faltas en su cuerpo sobre el madero» (1 Petr 2, 24).
9.9. La muerte de Cristo es
el sacrificio único y definitivo
La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio
pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del «cordero que quita el pecado del mundo» (Jn
1, 29) y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión
con Dios reconciliándole con El por «la
sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26, 28). Este
sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios.
Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo
para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho
hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu
Santo, para reparar nuestra desobediencia.
9.10. Jesús reemplaza nuestra desobediencia por su obediencia
«Como por la desobediencia de un
solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia
de uno solo todos serán constituidos justos» (Rm 5, 19). Por su obediencia hasta la muerte,
Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación», «cuando llevó el pecado de muchos», a
quienes «justificará y cuyas culpas
soportará». Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por
nuestros pecados.
9.11. En la cruz, Jesús consuma su sacrificio
El «amor hasta el extremo» (Jn 13, 1) es el que confiere su valor de
redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de
Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar
que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Cor 5, 14).
Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí
los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La
existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo
sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de
toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos. «Por su
sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación»,
enseña el Concilio de Trento subrayando el carácter único del sacrificio de
Cristo como «causa de salvación eterna»
(Hb 5, 9). Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «Salve, oh cruz, única
esperanza».
9.12. Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
La Cruz es el único sacrificio
de Cristo «único mediador entre Dios y
los hombres» (1 Tim 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo
hombre». El «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo
conocida, se asocien a este misterio pascual». El llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16, 24)
porque El «sufrió por nosotros dejándonos
ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 Ptr 2, 21). El quiere, en efecto, asociar a su
sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso
lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al
misterio de su sufrimiento redentor. Fuera de la Cruz no hay otra escala por
donde subir al cielo.
9.13. Jesucristo fue
sepultado
«Por la gracia de Dios, gustó la muerte para bien de todos» (Hebr 2, 9). En su designio de
salvación, Dios dispuso que su Hijo no solamente «muriese por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3), sino también que «gustase la muerte», es decir, que
conociera el estado de muerte, el estado de separación entre su alma y su
cuerpo, durante el tiempo comprendido entre el momento en que El expiró en la
Cruz y el momento en que resucitó.
Este estado de Cristo muerto es
el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del
Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba manifiesta el gran reposo sabático de Dios
después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz al
universo entero, después de realizar la salvación de los hombres, que establece
en la paz al universo entero. La permanencia de Cristo en el sepulcro constituye
el vínculo real entre el estado pasible de Cristo antes de Pascua y su actual
estado glorioso de resucitado. Es la misma persona de «El que vive» que puede decir: «estuve muerto, pero ahora estoy vivo por
los siglos de los siglos» (Apoc 1, 18).
Dios [el Hijo] no impidió a la muerte separar el
alma del cuerpo, según el orden necesario de la naturaleza, pero los reunió de
nuevo, uno con otro, por medio de la Resurrección, a fin de ser El mismo en
persona el punto de encuentro de la muerte y de la vida deteniendo en El la
descomposición de la naturaleza que produce la muerte y resultando El mismo el
principio de reunión de las partes separadas.
Ya que el «Príncipe de la vida que fue llevado a la muerte» (Hech 3, 15) es
al mismo tiempo «el Viviente que ha resucitado»,
era necesario que la persona divina del Hijo de Dios haya continuado asumiendo
su alma y su cuerpo separados entre sí por la muerte. Por el hecho de que en la
muerte de Cristo el alma haya sido separada de la carne, la persona única no se
encontró dividida en dos personas; porque el cuerpo y el alma de Cristo
existieron por la misma razón desde el principio en la persona del Verbo; y en
la muerte, aunque separados el uno de la otra, permanecieron cada cual con la
misma y única persona del Verbo.
9.14. «Sepultados con Cristo...»
El Bautismo, cuyo signo
original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano
al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: «Fuimos,
pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual
que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del
Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4).
9.15. Cristo descendió a los infiernos
En cuanto a la expresión "descendió
a los infiernos", hay que entenderla de esta manera: "y descendió al lugar de los
muertos", es decir, el "Scheol",
con esta palabra hebrea, la teología del A T designaba el lugar donde
descansaban las almas de todos los seres muertos desde Adán hasta el día del
juicio final. ¿Qué le sucedió a Cristo en el intervalo comprendido entre la
muerte (Viernes santo a mediodía) y la Resurrección (madrugada del domingo).
Decimos en el Credo que Jesús descendió, después de su muerte, al infierno, o
al lugar de los muertos. Ahora bien, con su cuerpo no pudo descender pues
estaba en el sepulcro enterrado, luego tuvo que descender al lugar de los
muertos con su alma unida a la divinidad de la Persona del Verbo.
¿Qué significa esta bajada de Cristo a los infiernos afirmada desde los
orígenes? No hay duda de que quiere indicar lo que se produjo inmediatamente
después de la muerte de Jesús, pero lo hace por medio de una representación
gráfica que necesita interpretación. La situación personal de Cristo en el
momento de la bajada a los infiernos está descrita en la Primera carta de S.
Pedro: "pues, también Cristo, para
llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los
injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue
también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos,
cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el
arca, en la que unos pocos, ocho personas, fueron salvados a través de las
aguas". l Petr 3, 18-20.
Tal como se le describe en este pasaje, Cristo se encuentra, por
consiguiente, en el estado característico de la muerte; todavía no ha vencido a
esa muerte en su carne, lo que se producirá cuando salga victorioso de la
tumba. Por eso la mayor parte de los exegetas que, según el texto de Pedro, la
bajada a los infiernos precedió a la Resurrección. Sobre el descenso de Cristo
a los infiernos = "scheol", palabra
hebrea que designa la estancia de los muertos. Esta doctrina de la Iglesia
tiene un fundamento escriturístico referido a Cristo en Hech 2, 27: "... de que no abandonarás mi alma en
el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción". Este
pasaje se sitúa en el contexto que pone de relieve la victoria de Cristo. Pablo
dice en Col 1, 18: "primogénito de
entre los muertos...", Rom 10, 6-7; Efes 4 8-10.
Y luego precisa que Cristo descendió, no al infierno como lugar
definitivo de los condenados, sino al infierno donde los justos están
retenidos: "Scheol", en
hebreo = lugar de los muertos;
"Hades", en griego = morada de los muertos, palabra o término
empleado por la traducción de los LXX para traducir del hebreo la palabra "Scheol". Aunque Cristo no
estuvo en el infierno de los condenados por su esencia divina, su acción
irradió en él confundiendo a los condenados por su incredulidad y su malicia.
Así, pues, en su descenso a los infiernos, Cristo por la virtud de su
pasión, libró a los justos, los cuáles no podían entrar en la vida de la gloria
eterna a causa del pecado de Adán. Si las almas de los justos del Antiguo
Testamento llegaron a la gloria celestial, fue gracias a los méritos de la
pasión y muerte de Cristo. El descenso de Cristo a los infiernos fue como una
acto de iluminación a fin de mostrar a las almas de los justos su poder
salvífico visitándolos y derramando sobre ellos su luz. Por eso el descenso de
Cristo a los infiernos está en estrecha conexión universalidad de la redención.
El valor de esta afirmación aparece inmediatamente: la bajada a los
infiernos nos garantiza que Cristo ha conocido verdaderamente la muerte. Si no
hubiera existido ese periodo intermedio, y si la Resurrección hubiera sucedido
en el acto, al último suspiro de Jesús, se habría podido dudar de la realidad
de su muerte. La bajada a los infiernos demuestra que el final de su vida no ha
sido una especie de paso fugaz con el que simplemente habría rozado la muerte
humana, y eso fue el límite extremo de su humillación.
9.16. La obra de Cristo en su descenso a los
infiernos
"Predicación" y liberación: ¿Cuáles son los "espíritus encarcelados" hacia
los cuales Cristo se dirigió para predicarles?
Hasta ahora hemos supuesto que eran difuntos. Los espíritu encarcelados
son, pues, las almas de los difuntos que en la tradición judía eran
consideradas como el ejemplo de la incredulidad más obstinada, aquellas que
habían resistido a la predicación de Noé antes del diluvio. Se encuentran en
prisión, esto es, no solamente en la residencia de los muertos, sino también en
las cadenas de su pecado de insubordinación, en una verdadera cautividad.
La prisión implica, en efecto, que no se encuentran simplemente en una
situación de espera sino de una cierta punición. Su destino se describe y
contrasta con el de las ocho personas que se salvaron del agua entre los
contemporáneos del diluvio. Así pues, los
"espíritus encarcelados" son las almas que, en el momento en que
Cristo se dirige hacia ellos, parecen estar todavía bajo dominio de su
culpabilidad.
Ahora bien, ¿la conversión no es algo imposible a unas almas que se
encuentran en el más allá? ¿Hay que limitarse, pues, a la interpretación según
la cual Cristo descendió a los infiernos para llevar a los justos la buena
nueva de la salvación y liberarlos? A primera vista, esta interpretación parece
expresar toda la fuerza del texto, pues éste habla de "predicación". Esa predicación no va dirigida a los
justos, sino a culpables, a incrédulos obstinados. A pesar de todo, el texto, tal y como se nos presenta, nos
sugiere la idea de una conversión.
Conclusión: Para precisar el significado de la bajada de Cristo a los
infiernos, hay que despojarla de la imagen con que se la representa: esta
bajada significa que Cristo ha pasado verdaderamente por el estado de la
muerte, estado de abajamiento en que el alma es separada del cuerpo. Sin
embargo, según la primera epístola de Pedro, ese estado coincide con una
vivificación espiritual: el alma de Cristo ha sido inmediatamente glorificada,
y para la humanidad entera, esa glorificación, que se produjo en el instante de
la muerte, es el acontecimiento capital, que comporta la concesión de la gloria
celestial a todas las almas de los justos.
Para terminar, observemos que se puede plasmar el sentido de la bajada a
los infiernos en el marco litúrgico, como un paso de la Pascua judía (Antigua
Alianza) a la fiesta cristiana de la
Pascua de Cristo, (Nueva Alianza).
Cristo murió en el momento en que iba a comenzar la Pascua judía. Pascua
que coincidía con el día sábado.
La Pascua era la fiesta de la liberación del pueblo judío, evocación de
la gran liberación del pasado y promesa de la liberación futura; el sábado era
símbolo de descanso final, el de la era mesiánica. En ese momento de la Pascua
y del sábado, Cristo a proporcionado la liberación y el descanso mesiánico a
todas las almas de la antigua economía.
De este modo Cristo dio cumplimiento, para ellas, a todas las promesas
vinculadas a la Pascua y al día sábado. Una vez que terminaron esa Pascua y ese
sábado, Cristo estableció, en virtud de su Resurrección corporal, una nueva
Pascua y un nuevo Sábado para aquellos que viven en la tierra: fiesta de
Pascua, domingo (día del Señor =Dominus), símbolo de la nueva era, de la
liberación ya consumada y del descanso mesiánico, ya asegurado. Ahí se
evidencia la última conexión entre la glorificación que sigue inmediatamente a
la muerte, en una bajada a los infiernos que al mismo tiempo es una entrada en
el cielo, y la glorificación corporal de Cristo.
Continuará.
Para las entregas anteriores acceda al índice de FORMACIÓN AQUÍ.
...
Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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