P. Adolfo Franco, S.J.
CUARESMA.
Domingo II
Lucas, 9.
28b-36
La
transfiguración: una luz cargada de sentido en el camino de la Cuaresma
El Evangelio de este domingo nos
trae la narración de la transfiguración de Jesús. Y lo que podemos pensar en un
primer momento es si estará bien escogido este hecho luminoso de la vida de
Cristo, para este tiempo de penitencia que es la
Cuaresma , un tiempo en que la
Iglesia suprime
el canto del Gloria, y queda en reserva hasta la noche de Pascua, un tiempo en
que el color litúrgico es el morado, muy diferente del blanco resplandeciente
de la
Transfiguración. ¿Es
pues la
Transfiguración un
hecho que vaya bien con la
Cuaresma ?
Por otra parte al hacer una
lectura de esta narración, tal como la cuenta San Lucas, también sorprende el
tema de la conversación entre Jesús transfigurado y Moisés y Elías, sus
acompañantes de este momento; porque en ese momento glorioso (podríamos decir
que es el más glorioso de su vida terrena) están hablando del sufrimiento:
"hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén". Parecería
que esta conversación no encaja en el momento en que asoma con brillo inusitado
la gloria de Jesús.
Todo esto nos lleva a pensar en
todo el sentido del misterio pascual. La muerte de Jesús no es destrucción;
aunque suponga sufrimiento, es salvación y gloria. Es el paso a la
resurrección. La unión de estos dos polos tan presentes en la vida humana, nos
crea una tensión difícil. Tendemos a buscar una gloria sin cruz; esto no es
posible en la vida sobre la tierra. Y cuando consideramos la cruz aislada, y se
nos olvida su sentido victorioso, perdemos su carácter cristiano, y termina
resultándonos más una fosa, que una puerta de entrada a la gloria.
Y es inevitable enfrentarnos con
esa polaridad, ese encuentro de dos realidades aparentemente contrapuestas:
muerte y resurrección, cuaresma y transfiguración. En nuestra vida, el supremo
momento del paso a la eternidad, a nuestra propia transfiguración, está rodeado
de tristeza, de dolor, de agonía. Y llegamos a ese último extremo en un estado
de disolución, cuando en realidad estamos en la víspera del triunfo más grande
al que podremos nunca llegar, al estado de vitalidad más fecunda, a la
situación de más energía que nunca habíamos tenido, ni en la plenitud de la
juventud. Y resulta paradógico recibir de Jesús el abrazo glorioso de nuestra
victoria, con los ojos hundidos y tristes del que se despide de la vida.
Pero no es sólo en el momento de
la muerte donde experimentamos esa doble tensión entre vida y muerte, entre
gloria y penitencia. Toda nuestra existencia está recorrida por esa doble
situación. No podemos escapar a la polaridad. Y por eso es bueno saber que el
dolor está recorrido con una brisa de realización. Y no podemos eliminar ni un
polo ni el otro. La enfermedad tiene un sentido constructivo: no es simplemente
una amenaza; no podemos reducir la enfermedad a una débil situación orgánica, sino
que tenemos que ver en ella (en el contexto cristiano y religioso), un momento
de creación de la fuerza más honda que tenemos. Y esto no quiere decir que no
intentemos reaccionar para eliminar la enfermedad, en la medida de lo posible;
ni tampoco quiero decir que el aspecto biológico y médico de la enfermedad, no
sean una realidad; pero no son toda la realidad. Es necesario saber que el
sentido de todo esto lo percibimos, cuando tenemos claras las coordenadas entre
las que discurre nuestra vida, y que nos ayudan a percibir la esencia, lo
fundamental, o sea profundizar en la realidad de lo que nos ocurre.
El ser humano no es un ser hecho
para el placer. Y por desgracia hay mucho de esto en nuestra cultura, en
nuestras propias formas de pensar. Claro que el dolor, en sus diversas formas
(angustia, fracaso, enfermedad, sufrimientos) nos parece amenaza, destrucción.
Pero no es así de simple la vida humana. Detrás del dolor puede haber de verdad
una resurrección. Y es verdad que muchas personas han despertado de una
pesadilla de vida corrompida, mediante el dolor.
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Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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