P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Gn 15,5-12.17-18; S 26; Flp 3,17-4,1; Lc 9,28-36
El contenido del evangelio de hoy está narrado por los tres evangelistas. Se lee cada año en la liturgia de este segundo domingo de cuaresma según el texto del año que corresponda. Por fin el misterio de la Transfiguración tiene fiesta propia cada año.
Debe añadirse
que viene inmediato a la confesión de la divinidad de Jesús por Pedro y a la
primera profecía de Jesús sobre su pasión y muerte en cruz. Corresponde a la
segunda etapa de la vida pública, en la que Jesús dedica mucho tiempo sobre
todo a la formación de los doce, que luego continuarían su obra.
La
escenografía del suceso: la alta montaña, el Tabor según la tradición, bloque
aislado por cuatro lados que se levanta abrupto casi 800 m. sobre el mar de
Galilea y unos 650 m. sobre la llanura de Esdrelón a sus pies; la compañía de
Moisés y Elías, la sola compañía de los discípulos más predilectos, la noche,
la oración, el tema de conversación: la muerte que sufriría en Jerusalén, la
nube, la voz desde el cielo, las palabras: “Éste es mi Hijo, mi elegido,
escúchenlo”, todo esto quiere repetir el clima de las grandes manifestaciones
de Dios a los hombres elegidos que aparecen en momentos claves de la historia
de la salvación.
Uno de esos
momentos es el que nos recuerda la primera lectura. Dios ha sacado a Abram de
Ur, su lugar originario. Dios le ha bendecido con riquezas, pero no tiene hijos
ni biológicamente podrá tenerlos. Pero Dios le llama en la noche, le saca al
campo y, mirando al cielo en la noche con innumerables estrellas, le promete
una descendencia así. Creyó Abram, dice el texto, y Dios en recompensa se lo
asegura con un solemne rito sagrado, equivalente a un juramento. La forma es en
el contexto de un sacrificio. Es una forma propia de la cultura de aquella
época para alianzas y promesas, que nos es conocida. Se ofrece un sacrificio a
Dios, colocando los trozos de las víctimas ofrecidas en forma que quede un
pasillo central. Los contratantes pasaban por el medio en medio del fuego y
humo del sacrificio y sacralizaban así sus mutuos compromisos. En este caso el
que pasa es el Señor y pasa solo porque su alianza es un pacto unilateral, una
iniciativa divina. Dios en la noche, cuando el sol se ha puesto, entra y llena
el ser de Abram. Se comprometió Dios a darle aquella tierra.
Pablo utiliza
este texto para reafirmar que fue la fe la que justificó a Abram y que nosotros
somos justificados sólo por la fe en Cristo. Gracias a la fe en Cristo nosotros
nos hemos convertido en ciudadanos del cielo y de esa fe esperamos la
salvación, que nos dará la gloria de Cristo y la felicidad por los méritos que
Cristo ha ganado en la cruz para nosotros.
Recordemos que
en Cuaresma la Iglesia nos llama a todos a mejorar a fondo la calidad de
nuestra vida cristiana, fortaleciendo los puntos clave de nuestra vida
cristiana. Este esfuerzo debe llegar a las fuentes mismas de la vida cristiana.
La primera fuente es Jesucristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. “Yo
soy la vid, ustedes los sarmientos. Todo sarmiento que no está unido a mí no
dará fruto”.
Peste de la
cultura de hoy es la falta de compromiso con la verdad. Basta una concepción
que sirva para explicar por dónde van las cosas políticas y sociales, para así
prever el futuro y adaptarse. La fe cristiana queda reducida a código moral o
mera explicación del universo. Después no hay nada o nada se sabe, ni vale la
pena ni se puede hacer nada por cambiarlo. A Dios se le ha perdido y nada puede
hacerse para reencontrarlo.
Pero no, le
fe cristiana no puede acepta estas ideas. Cristo ha venido a este nuestro mundo
y sigue estando presente y actuando en él. Cristo no es ningún extraterrestre.
“He aquí que yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20).
La Iglesia
solo tiene como sentido y fin darnos a Cristo. Los sacramentos valen algo
porque nos comunican la gracia de Cristo, el perdón de Cristo, la gracia de
Cristo, la fuerza de Cristo, la vida de Cristo, a Cristo mismo. Hoy se realiza
en nosotros y en la Iglesia el misterio del Tabor. Somos de los especialmente
predilectos, somos los hijos de Dios. Reunidos para celebrar la Eucaristía,
Jesús mismo está presente con nosotros y nos preside, nos dirige su palabra y
nos la explica, nos da su pan y el vino, que no son sino su cuerpo y su sangre
para que nos transformen dándonos su Espíritu. Él está presente en los sagrarios
y allí acoge, consuela, perdona, fortalece, anima a todo el que se acerca con
humilde fe y amor. El evangelio sigue siendo realidad en nuestra vida. Jesús no
está lejos. Esta verdad de fe procuremos cada uno que sea actual.
Jesús sigue
curando a ciegos, cojos, paralíticos…; resucitando muertos; sigue perdonando
los pecados; sigue proclamando la verdad; sigue reuniendo discípulos; sigue
orando por la humanidad; sigue sufriendo la maledicencia y la incomprensión;
sigue siendo criticado, perseguido y crucificado… y sigue resucitando en cada
convertido. Jesús sigue presente y está cerca.
Jesús lo había
predicho a los discípulos unos días antes. Era necesario que “era necesario que
el Hijo del sufriera mucho, muriera y al tercer día resucite” (Lc 9,22). En el
Tabor fue el tema de conversación con Moisés y Elías. Los teólogos piensan que
Jesús se manifestó en el Tabor para fortalecer su fe y prepararles para superar
la prueba de su Pasión.
No hay
momento en el que Dios no nos está cercano ni deja de ejercer su amor para con
nosotros. Procuremos tenerlo presente. Procuremos con su gracia que Cristo, su ejemplo,
su amor nos sea presente y activo. Los momentos de cruz son los más propicios
para hacernos dignos de esa gracia. Ofrecerle de continuo nuestro obrar como
sacrificio, procurar verle y servirle en los hermanos, perdonar las ofensas
como Él lo hizo y hace con nosotros y con todos los hombres. Que la presencia y
conversación con Cristo sean, como en San Pablo, en nuestra vida algo normal.
“Cristo vive en mí”. Que la virgen María nos ayude con su intercesión.
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