P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 6,1-8; S 137; 1Cor 15,1-11; Lc 5,1-11
La primera lectura narra la vocación de Isaías hacia
mediados del siglo VII a.C. El profeta no se adelanta a ofrecerse a Dios. El
profeta es elegido por Dios y es Dios quien le escoge, le da la misión y le
proporciona las fuerzas para cumplirla. Dios entra en su espíritu y lo
transforma. El profeta experimenta la suciedad de su purificación mientras es
purificado de sus pecados por Dios. Sólo entonces estará preparado para la
misión y podrá decir obediente: “Aquí estoy, mándame”.
El texto de la segunda lectura es muy importante e
interesante. Da el resumen de la predicación de Pablo: que Cristo murió por
nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al tercer día, como estaba predicho,
y se apareció a diversos testigos. Es lo mismo que predican los demás apóstoles
y son los elementos fundamentales de la fe. Sin creer en ellos nadie se salva.
De ese conjunto de verdades, que Pablo llama “el Evangelio”,
dice que se las “transmitió, tal como lo había recibido”. Es una afirmación que
declara lo que es la “Tradición” y afirma su función y valor en la Iglesia.
Pablo justifica la verdad, la autoridad, necesidad y valor salvador de esa
doctrina en que es la doctrina que les había transmitido “tal como la había
recibido”. Pablo la había recibido de los apóstoles y primeros creyentes, no la
había inventado él; y lo que había recibido se lo había transmitido a ellos sin
cambiarlo. Esta transmisión del Evangelio por una generación de creyentes a la
generación siguiente, que la recibe para transmitirla a su vez a la otra generación
siguiente es lo que se llama en la doctrina cristiana la “Tradición”. Tiene algún
parecido con lo que en las ciencias de la cultura llaman tradiciones, pero en el fondo son algo muy diferente. Las
tradiciones culturales pueden perder o adquirir elementos en el proceso de
transmisión. Pero Cristo no mandó escribir ni transmitir su mensaje por
escrito; simplemente les mandó divulgarlo como Él lo había hecho y darlo a
conocer a todos los hombres hasta el fin del mundo y de los tiempos, lo
acompañó con el poder garante de los milagros y les garantizó con su asistencia
el éxito: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” –como ven
está invocando su poder divino–. “Vayan, pues, y enseñen a todas las gentes”
–no pide que escriban libros, careciendo de medios económicos y técnicos
suficientes y de capacidad intelectual para hacerlo– “bautizándolas en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo
lo que yo les he mandado. Y sepan que yo estoy todos los días con ustedes hasta
el fin del mundo”. Cuando estas palabras aparecen en la Biblia en boca de Dios,
se trata de la garantía total que Dios da a un enviado suyo para realizar
perfectamente una misión muy difícil para un hombre (v. Ge 26,24; Ex 3,17;
Is 41,10-16; Hch 18,9s). Dichas a sus discípulos poco antes de abandonarlos
corporalmente de modo definitivo, les garantiza que les acompañará y lo
realizarán bien. Pero no sería así si pudieran equivocarse, cuando enseñaran y
obligaran a creer lo que no es verdad, por eso la Iglesia debe ser infalible,
debe no poder errar, cuando transmite de una generación a otra la doctrina de
Cristo. Dicho en otras palabras: la Tradición de la Iglesia es infalible cuando
transmite verdades de fe.
Esta Tradición nace ya con los apóstoles. En el texto leído
se ve esto en el caso de la fe en la resurrección de Jesús. Pablo lo sabe por
Cefas, es decir Pedro, por los doce, por muchos de los quinientos que todavía
viven en ese tiempo (hacia el año 56, cuando escribe la carta), por Santiago y por
él mismo. A Pablo se aparece Jesús después de la Ascensión a las puertas de Damasco.
No hay que pensar que no pueda hacerlo en otras ocasiones. Ese encuentro se
produce en el corazón de cada uno. A Pablo lo transformó de perseguidor a
apóstol. No fue él, sino “la gracia de Dios con él”. Esa misma gracia no es tan
rara ni excepcional; podemos nosotros obtenerla con la oración y siendo fieles
a la gracia.
En el evangelio vemos a Jesús proponiendo su mensaje a
grandes muchedumbres. Fue sin duda en su vida la actividad a la que dedicó más
tiempo. Porque todo empieza por la fe. “¿Cómo van a creer si no han oído? Y ¿cómo
oirán si no se les predica?” (Ro 10,14). Predicar la palabra de Dios es la
primera misión que tiene la Iglesia. Al ver aquella pesca que habían hecho
obedeciendo a Jesús, cayó Pedro de rodillas; porque sentía a Dios muy cerca y
la presencia de Dios abruma por nuestro pecado y por su misericordia. Estamos
en el Año de la fe. La fe es siempre la condición exigida por Cristo para que
la fuerza de Dios cure a los enfermos; pero como dice San Pablo: “la fe viene
de la predicación, y la predicación por la Palabra de Cristo” (Ro 10,17).
Un día “los apóstoles dijeron a Jesús: Auméntanos la fe”
(Lc 17,5). Se aumenta la fe cuando se practica, sobre todo si hay que hacer un
esfuerzo. Se aumenta la fe con la oración, se aumenta la fe con el estudio y la
lectura de la Palabra de Dios, se aumenta la fe cuando se pone en práctica y
más si exige sacrificio, se aumenta con la caridad, con el perdón, con el
esfuerzo de corregir vicios y defectos, viviendo con la mirada puesta en Cristo
humilde de modo que le sigamos más de cerca. Se aumenta cuando se vive con
entusiasmo y se comunica con sencillez a los demás, primero en la familia,
luego más allá.
El ejemplo de María,
que guardaba en su corazón lo que veía y oía de Jesús y trataba de practicarlo, es el camino (v. Lc 2,51).
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