P. Adolfo Franco, S.J.
Mc. 2, 1-12
En este domingo meditamos en la necesidad de Dios, en la necesidad de ser perdonados.
La popularidad de Jesús está llegando a tal punto que las multitudes le llegan casi a asfixiar. En la escena que narra el Evangelio de hoy, la casa donde está Jesús ha quedado cercada por una enorme multitud. Tanto que hay un necesitado que tiene que acercarse a Jesús, y sus acompañantes, no pudiendo hacerlo entrar por la puerta de la casa, tienen que ingeniárselas para hacerlo llegar hasta el Señor a través del techo de la misma casa.
La multitud lo busca porque lo necesita. No es sólo que Jesús tenía una forma especial de ser (el Hijo de Dios) que lo hacía atractivo para el pueblo; se trataba de que había una necesidad interior y profunda en el corazón de las gentes, y percibían que Jesús colmaba esa necesidad interior plenamente. Por eso venían sedientos a beber en las aguas de su presencia, y no se cansaban de seguirlo. La necesidad de Dios es el grito interior que todos llevamos dentro, y que clama por encontrar luz. A veces lamentablemente parece que el grito se ha quedado sin voz, y lo que queda es una frialdad e indiferencia religiosa. Es lo que pasa hoy día en nuestra cultura engañada por el espejismo de lo concreto y material; pero la sed interior sigue existiendo y sigue necesitando ser calmada, y la Iglesia (que somos todos los cristianos) en nombre de Cristo tiene que saber dar de beber a los hombres sedientos de espiritualidad, sedientos de Dios.
Pero en el pasaje del Evangelio que comentamos, dentro de toda la muchedumbre necesitada, hay un necesitado especial, un paralítico. En él ya no hay sólo un deseo genérico de acercarse a Jesús, como tienen todos los que están a la puerta de la casa. En él hay una urgencia mayor y totalmente personal. Dentro de esa multitud que llena la casa donde Jesús está, y que cerca también sus alrededores, hay alguien que reconoce su terrible necesidad y la urgencia de que sea atendida: se trata del paralítico. Y este paralítico es cargado por sus cuatro camilleros, que transportan al enfermo, y lo hacen descender por el techo de la casa, para que quede delante de Jesús.
Pero cuando el enfermo llega a estar postrado ante Jesús, Jesús le pone al descubierto una enfermedad que nadie sospechaba. La parálisis de este hombre era problema más de su alma que de sus extremidades. Y Jesús quiere curarle de esa parálisis que es el pecado del corazón; y le dice: Hijo, tus pecados quedan perdonados. Cuando oyeron esto, ¿quedarían decepcionados el enfermo y sus camilleros? Quizá podrían pensar que Jesús se iba por la tangente: se trataba de curar una enfermedad tan grave como una parálisis de las piernas, que hacían la vida de este hombre totalmente limitada, y Jesús les sale con un sermón, con bonitas palabras. Algo así podría pensar una persona hambrienta que nos pide de comer, y le respondemos que lo vamos a encomendar al Señor. ¿Qué sentirían los camilleros, y el enfermo, ante esta primera respuesta de Jesús?
Quizá no quedaron defraudados, sino que recibieron una iluminación repentina. Quizá percibieron que una realidad más honda se abría por delante de ellos. Que algo más importante que los miembros de este enfermo estaba en juego; que era su espíritu, lo más importante del individuo, lo que estaba carcomido y paralizado. Lo que necesitaba ser revitalizado. El pecado interior quizá lo estaban viendo por primera vez, semejante a un cáncer devorador. Y vieron que todo su esfuerzo no había sido en vano; que habían venido a pedir una curación corporal y habían recibido una iluminación que los curaba por dentro al paralítico y a sus ayudantes.
Pero en todos estos acontecimientos, como pasa con no poca frecuencia, no faltaban entre los que estaban presentes a estos hechos, el grupo de jueces, quizá encargados por las autoridades religiosas de espiar todos los movimientos y todos los discursos del nuevo profeta que había aparecido, y al que seguían las multitudes incondicionalmente. Había en efecto un grupo de fariseos. Y tienen una intervención malévola pero certera: los pecados sólo los puede perdonar Dios; pero no lo dicen abiertamente, no se atreven, hablan entre dientes, murmurando.
Y entonces, por esta murmuración se ha provocado la situación que Jesús deseaba. En este milagro se trataba de ir mucho más allá de la situación presente. Era la ocasión para poder revelar un poco más su mundo interior, su verdad de ser realmente Dios y Hombre. Y por eso toma el reto de los fariseos: es verdad que los pecados sólo los puede perdonar Dios, y para que vean que Jesús mismo los puede perdonar, hace el milagro de la curación física, como testimonio patente de su verdad.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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