Jesús cura al leproso


P. Adolfo Franco, S.J.

Mc. 1, 40-45

Cómo nos enseña el Señor contra todo tipo de discriminación y de aislamiento de los demás.


El Evangelista San Marcos nos cuenta en este párrafo la curación de un leproso, por el sólo mandato de Jesús: quiero, queda limpio. Además de la curación de la enfermedad, en lo que se parece a otras muchas curaciones, este milagro de la curación del leproso destaca algunas cosas de suma importancia en la forma de actuar de Jesús, en la introducción del nuevo mensaje, la Buena Nueva que El viene a traer.

El leproso debía vivir aislado y no se podía acercar a nadie sano. Incluso desde lejos debía gritar: ¡impuro!, para que nadie por inadvertencia se le acercase. Los leprosos vivían en las afueras de las ciudades, totalmente alejados de los demás, para que no les contaminasen de impureza. La pureza proclamada en el Antiguo Testamento era, en muchos casos, una pureza física, más que espiritual. Los alimentos podían contaminar, había que lavar las vasijas, las manos; había animales que contaminaban, y enfermedades que contaminaban, y en particular contaminaba la lepra. Probablemente todo esto tenía que ver con la higiene, y con la precaución ante posibles epidemias. Pero se había convertido en una pureza de alcances religiosos. Ningún buen israelita piadoso se podía acercar a un leproso, porque quedaría contaminado.

Jesús, en este caso, no sólo permite que se le acerque físicamente el leproso, sino que además El lo cura tocándolo. ¡Qué tal atrevimiento, tocar a un leproso! Jesucristo, al actuar así, viene a decirnos que la pureza es asunto del corazón, y no es asunto exterior. Eso por lo que respecta a la pureza.

Y por lo que respecta a la exclusión que se hacia con los leprosos, viene a decirnos que no hay que separar a nadie, ni discriminar a nadie porque todos somos Hijos de Dios.

Los fariseos pensaban que se mantenían puros por apartarse de los leprosos y de los pecadores (los publicanos cobradores de impuestos). La mejor manera de ser puros era formar una especie de “club de los buenos”, del cual había que excluir a los demás: comer con los pecadores era algo que había que evitar, lo mismo que acercarse a un leproso. Los fariseos querían vivir en un recinto, donde no hubiera manchados; y no se preocupaban si en ese recinto habían entrado pecados tan graves, como la soberbia, y el desprecio de los demás.

Jesús, al actuar así, tocando al leproso, está expresando con su conducta, que la pureza no es un problema exterior, sino que es asunto más exigente: lo que hay que tener limpio es el corazón, las intenciones, los deseos. Eso lo recalcará muchas veces en su predicación.

Jesucristo en este milagro además rompe con estas normas que tendían a discriminar a los demás seres humanos. El ha venido para todos, y se acercará a los leprosos, lo mismo que se acercará a los pecadores.

Así Jesucristo, al predicar que todos somos hermanos, está erradicando de una vez por todas toda división entre los seres humanos. Ya no hay hombres puros y hombres impuros. No hay cristianos de primera clase y cristianos de segunda clase. Pero lamentablemente en la humanidad el virus de la división del racismo, de la xenofobia y de todas las discriminaciones no ha muerto y revive incluso en esta nuestra civilización que pensamos que es avanzada y que ha llegado desterrar las lacras del pasado.

Hay discriminación por el color de la piel, por el origen racial, por la cultura. No todas las personas son iguales ante la ley. Los derechos humanos de los que hoy hablamos tanto, no son aplicados de la misma manera a todos. Un negro tiene menos posibilidades que un blanco. Un indio o un mestizo no tienen las mismas posibilidades de progresar. A veces se destaca a algún héroe excepcional de raza negra o de raza mestiza que han triunfado, y con eso se quiere decir que no hay discriminación. Pero el hecho de que esos casos sean excepciones, no hacen más que afirmar la regla general. Hay todavía, y es lamentable constatarlo, una forma peor de maltrato y de discriminación de los seres humanos y es la esclavitud. Puede estar disfrazada de obligaciones laborales, o de dependencia económica, pero siempre es privación de libertad, impuesta al débil por el fuerte.

En el fondo de nuestro corazón nos cuesta mucho trabajo aceptar la igualdad de todos. Una igualdad que nos viene no de ninguna consideración superficial, de raza, de país, de cultura, sino del hecho de que somos hijos de Dios. Y no es más hijo de Dios un negro que un blanco, ni que un elegante intelectual. Y si Dios tiene alguna preferencia esos precisamente son los marginados y los menos favorecidos.





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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.


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