Homilía - 5º Domingo TO(B), 05 de Febrero del 2012


¿Por qué orar?

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Job 7,1-4.6-7; S 146, 1-6; 1Cor 9,16-19.22-23; Mc 1,29-39



Estamos al comienzo de la vida apostólica del Señor. Acaba de llegar a Cafarnaúm; es su primer sábado allí. Jesús va a un lugar desierto y hace oración. Quiero fijarme en este dato, que considero sumamente interesante. “Se levantó (Jesús) de madrugada (el sol tardaría todavía un buen rato en ir apareciendo), se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron…” El texto manifiesta que no les fue difícil encontrarlo. Lo que significa que conocían bien el sitio y la costumbre que el maestro tenía ya de hacer oración a solas todas las mañanas desde muy temprano. Los cuatro evangelios lo hacen notar en diversas ocasiones.

Una observación previa. Jesús no hace las cosas meramente para dar ejemplo. Es cierto que siempre nos da ejemplo, pero él no convierte su vida en una especie de teatro pedagógico, sino que hace siempre lo que es la voluntad de su Padre. Así no muere en la cruz para enseñarnos a todos a morir en una cruz sino porque es ésa la voluntad de su Padre (Jn 18,22; Flp 2,8). Por eso debemos preguntarnos: ¿Por qué Jesús a lo largo de su vida apostólica, que ya comenzó con un período de larga oración y penitencia en el desierto, normalmente se retiraba a hacer un rato largo de oración?. Este hecho lo vemos aun tras jornadas extenuantes como la de la multiplicación de los panes y los peces (Mt 14,23; Jn 6,15) y en las circunstancias más angustiosas como la de Getsemaní.

Además de otras razones, que pueden ser válidas también para nosotros, la explicación que yo me doy es que Jesús tenía una necesidad vital de comunicarse con su Padre. El dice que su Padre y él son una misma cosa (Jn 10,30), que su alimento es hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34). Dicho de otra manera esto significa que la primera exigencia de su vida es estar con el Padre. Lo cual es cierto no solo porque en cuanto Dios comparte con el Padre la naturaleza divina, sino que, también como hombre, su naturaleza, creada como la de todos nosotros, está llena de gracia y de verdad (Jn 1,14), viniendo ambas, la gracia y la verdad, de su unión con el Padre e impulsándole de forma imparable hacia Él, hacia el Padre. Estar con el Padre era para Jesús una necesidad irrefrenable.

Sin tener tales razones, también nuestra vida cristiana carece de calidad y aun de sentido sin la oración. Porque la oración es parte esencial de toda vida cristiana. Cada uno de nosotros (recuerden la doctrina del bautismo y de la gracia) hemos recibido la participación de la vida divina. Al ser injertados como sarmientos vivos en Cristo, al quedar unidos a él como miembros del cuerpo a la cabeza, la participación de la vida de Cristo nos ha divinizado. El alma de todo este organismo, la Iglesia, es el Espíritu Santo; él está viviendo en la cabeza, Cristo resucitado, y en cada uno de los miembros con funciones diferentes. El Espíritu Santo comunica así a nuestro espíritu humano capacidades especiales de obrar; son las tres virtudes divinas, que por eso se llaman teologales (del griego “theos”, Dios): la fe, la esperanza y la caridad. Pero además el bautismo nos comunica otra serie de virtudes, que capacitan a las virtudes humanas para obrar de modo divino, y los dones del Espíritu Santo para recoger y responder positivamente a los estímulos del mismo Espíritu y obrar de forma moralmente extraordinaria. Como la inteligencia del niño, que se está esforzando desde que nace por aprender a comunicarse con el exterior y actuar en él, toda esa fantástica realidad sobrenatural está pidiendo ser actuada. Por eso la Iglesia bautiza a los párvulos; por eso los niños bautizados aceptan con tanta facilidad las verdades de la fe, que se deben enseñar y hacer practicar según su capacidad desde los primeros años. Por eso dice San Pablo que: “ustedes han recibido un Espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ‘¡Abbá!’, ¡Padre!. Y el mismo Espíritu da testimonio, junto con nuestro espíritu, que somos hijos de Dios …Y –añade más adelante– así mismo, el mismo Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos cómo debemos pedir para orar como conviene, pero el Espíritu en persona intercede por nosotros con gemidos inefables” (Ro 8,15-16.26-27).

El dinamismo, pues, que hemos recibido en el bautismo se orienta y nos orienta espontáneamente a Dios. Orar para un cristiano debe ser algo tan natural como el respirar o, si prefieren, como la sonrisa del niño y el tender de sus brazos hacia su madre. De ella lo está recibiendo todo.

Estas razones se encuentran reforzadas si se considera la necesidad y naturaleza de la gracia de Dios para poder obrar de modo que nuestras obras tengan valor ante Dios, lo que se dice tener valor sobrenatural y sean dignas de premio eterno. Sólo lo tienen cuando son originadas por la acción de Dios, la gracia de Dios, como se suele decir. Por eso cualquier acción buena nuestra lo es si responde a la previa acción de la gracia en nuestra alma. De manera que ningún pecador puede convertirse sin la gracia de Dios y nadie puede avanzar en el camino de la santidad sin ella. Se trata de la gracia “actual” necesaria para la perseverancia y el progreso en la santidad (ya les he hablado de ella en otras ocasiones). En verdad que el Demonio no puede vencerse sin que Cristo se haga presente en nuestro corazón y le ordene imperativamente a salir.

Pero la gracia no se alcanza de Dios por méritos ni acciones propias, sólo por la oración humilde. Sólo por la oración humilde puede el pecador salir de su pecado, vencer sus enraizados vicios, triunfar y desarraigar sus malas costumbres. La oración es necesaria para que la Palabra remueva el corazón e ilumine. La oración es necesaria para mantener vivo y fructífero el sarmiento injertado en Cristo, que somos cada uno de nosotros.

También nuestra oración, que atrae la gracia de Dios sobre los demás, es la mejor arma que todos tenemos para atraer gracias para la conversión de los pecadores y para la eficacia de las obras misioneras y apostólicas de la Iglesia.

Y lo que es más maravilloso, la oración nos acerca y mantiene cerca de Dios. Y la oración no es difícil; lo es y no lo es. Es difícil si nuestro corazón no responde o se blinda a la acción de Dios: la soberbia y autosuficiencia la hace imposible. Es fácil para el humilde. Necesitamos luz cuando leemos la escritura, necesitamos ayuda para perdonar y reconocer nuestros pecados, para estar continuamente en camino, necesitamos humildad y caridad para agradecer a Dios su compañía y ayuda tan frecuentes, para ver su rostro en los demás, para que venga con su gracia al corazón de este hijo o hija, del papá o la mamá, de los alumnos o de los amigos que no le han conocido todavía. El que no ora, es que aun no ha conocido bien a Dios y a su misericordia. María meditaba en su corazón lo que había visto y oído de Jesús. Si la imitamos se nos hará fácil orar y orar siempre.




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