Si quieres, Señor, ayúdame, aunque no lo haga tan bien
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Lev 13,1-2.44-46; S 31; 1Cor 10,31-11,1; Mc 1,40-45
El texto de esta perícopa tiene una diferencia importante en los diversos manuscritos. En unos está como hemos leído; en otros en lugar del “sintiendo compasión”, atribuido a Jesús al decirle el leproso “si quieres, puedes limpiarme”, se dice que Jesús tuvo una reacción negativa de rechazo, que puede traducirse como “movido a ira” o “claramente molesto”. Yo he elegido esta lectura; tiene dificultades, pero me parece más de acuerdo con el “severamente” de la advertencia final, tras la curación: “lo despidió encargándole severamente”. Además la aprovecho para completar la enseñanza del domingo pasado sobre la oración, que es un tema muy importante en la vida cristiana.
Hoy voy a tratar de la eficacia de la oración aun en el caso de estar mal hecha por hacerse con una fe deficiente, insegura. La lectura es, por ejemplo, la de San Efrén, un Santo Padre sirio del siglo IV.
Recuerden que en la Sagrada Escritura bajo el término “lepra” se comprenden muchas enfermedades de la piel. La lepra verdadera ha sido incurable hasta hace bien pocos años. En los tiempos bíblicos, como hemos escuchado en la primera lectura, dado que la verdadera lepra no se curaba y se contagiaba, los enfermos eran rigurosamente separados de todo contacto social. Venía a ser una muerte en vida. El que se curaba (no había sido de la lepra sino de otro mal de la piel) debía presentarse a un sacerdote para que lo atestiguara y pudiera así reintegrarse a la vida social tras ofrecer un sacrificio a Dios; la primera lectura también lo aclara.
El enfermo, pese a la prohibición legal, se acercó a Jesús y le pidió “de rodillas”: “Si quieres, puedes limpiarme”. “Si quieres, puedes”; puede sonar a expresión respetuosa, pero puede también manifestar duda, vacilación, ausencia de plena seguridad en la fe. A continuación viene el término que en unas copias del texto es “sintiendo compasión” (Jesús) y en otras es “sintiendo ira”, como yo he elegido.
“Si quieres”. Aquel hombre no confiaba plenamente en Jesús. Tal vez la enfermedad le había llevado a un grado de abatimiento que consideraba justo y normal su propio desprecio social. Además tal vez su conciencia estaba intranquila, lo que aumentaba su grado de desconfianza, pues estaba violando la ley que le obligaba a no acercarse a nadie y aun a advertir con gritos su presencia a los distraídos.
Los tres evangelios sinópticos nos narran otro hecho parecido. Regresando del monte Tabor, Jesús se encuentra con un grupo en el que un hombre se lamenta de que los discípulos no han podido curar a su hijo. La primera reacción de Jesús es de reprensión: “¡Oh generación incrédula!, ¿hasta cuándo estaré con ustedes?, ¿hasta cuándo los tendré que aguantar?” (Mc 9,29). El padre insistió con una fórmula parecida a la del leproso: “Si tú puedes algo, compadécete de nosotros y ayúdanos. Y Jesús les dijo: «¡Si tú puedes! Todo es posible al que cree». Al punto el padre gritó: Creo, ayuda a mi falta de fe”. Y Jesús curó al muchacho. Más tarde los discípulos preguntan por qué ellos no pudieron curarlo. A lo que Jesús contesta que por su falta de fe (v. Mc. 9,14-29; y =). Un grado imperfecto de fe impedía la eficacia de la oración; sin embargo Jesús superó esa imperfección de fe, que en principio le molestó seriamente, se compadeció y curó.
En el Antiguo Testamento se nos narra otro hecho de falta de fe que hirió muy profundamente el corazón de Dios. Tuvo lugar en el desierto cuando faltó agua para todos, hombres y animales. La protesta fue enorme. Moisés y Aarón, su hermano, fueron a Dios con el problema. Dios mandó a Moisés que golpeara una roca con su vara. Moisés lo hizo, pero dudó. Y Dios lo castigó: él no entraría en la tierra prometida; la vería desde lejos y moriría; y así fue. El recuerdo del hecho aparece repetidamente en la Escritura. No se le olvidó aquella desconfianza de Moisés y de su pueblo. Sin embargo su misericordia fue mayor que su indignación y les dio el agua que necesitaban (v. Num 20.1-13).
Recuerdo el caso de un convertido que quería creer y no podía (no olviden que la fe es una gracia gratuita). Por consejo de otra persona empezó a orar así: “Señor, si existes, haz que yo crea”. Y la fe le fue dada.
Por el hecho de que nuestra oración (y en general cualquier acto de virtud) no puedan tener la calidad y la pureza que quisiéramos, no dejemos de hacerlas. No dejarán de mover el corazón de Dios, pues sobre todo Él es misericordioso y su misericordia llena la tierra (v. S. 136 ).
La misma imperfección de esas nuestras obras, pese al esfuerzo de eficacia siempre limitada por la presencia de la concupiscencia, nos puede servir para crecer en el Espíritu. La conciencia de nuestros defectos y obstáculos naturales a la gracia es eficacísima para profundizar en la humildad y sabemos que la humildad cuanto más profunda sea tanto más hará subir hacia Dios el árbol de la santidad.
El niño y cualquiera que comienza a aprender algo lo hacen al principio muy imperfectamente. Poco a poco van aprendiendo. En la calidad de la oración y de cualquier virtud ocurre algo semejante. No hay que dejar de practicarlas por ello. Incluso María fue progresando. Con su protección renovemos nosotros continuamente el esfuerzo por orar y hacer las cosas mejor. Esta actitud es uno de los frutos más importantes de la eucaristía dominical.
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