Lecturas: Is 43,16-21; S.125; Flp 3,8-14; Jn 8,1-11
“En adelante no peques más”
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
El escenario histórico de este evangelio son los últimos días de vida mortal de Jesús en Jerusalén. Se enmarca en ese conjunto de trampas y zancadillas que los adversarios le tienden para justificar su muerte. Esta vez buscan una prueba de que no respeta la ley sacrosanta de Moisés.
Sin embargo para nosotros, y para los mismos creyentes a los que Juan trata de formar en la fe, tiene otro interés mayor. Porque es signo de la importancia que la Iglesia, ya desde los primeros siglos, da en su catequesis y en su vida a la dimensión penitencial. Este es uno más de los pasajes evangélicos que la tocan y que son numerosos en el conjunto de los evangelios. No nos extrañe, la presencia del pecado en nuestra vida y la lucha contra él son una realidad y una necesidad que se impone y que forma parte de la vida de todo cristiano. El progreso en la vida de fe y en las virtudes y del amor a Jesucristo no se logran sin lucha contra el pecado, sin esfuerzos contra los propios vicios y malas costumbres, sin hacer frente a la propia concupiscencia, sin dominar los apetitos carnales. La propia conversión es una tarea que nunca se debe abandonar. Así lo entendieron los santos y de ahí se explican las grandes mortificaciones y penitencias, que a nosotros nos pueden parecer exageradas. Lo que ocurre es que encontraron la perla preciosa del amor de Dios y no vacilaron en darlo todo a cambio de adquirir la tierra en que se escondía. Como ellos todos nosotros debemos ser conscientes de que el límite de la conversión es la santidad de Dios (“sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, Mt 5,48) y de que este trabajo no termina más que con la muerte con Cristo, que señala también la victoria definitiva con Él. También cuando ora, la Iglesia nos lo recuerda y a ello estimula. La celebración eucarística comienza con el acto de contrición, el recuerdo de la misericordia de Dios en las invocaciones del “Señor, ten piedad”, en varios momentos del canto del “Gloria” y en las oraciones preparatorias para la comunión.
En esta dimensión penitencial de la vida cristiana el sacramento de la penitencia ocupa un valor especial, porque es una acción sacramental de Cristo, mediante su ministro, que perdona cualquier pecado a todo pecador sinceramente arrepentido. El arrepentimiento y el propósito de enmienda del penitente, junto con la sincera manifestación de los pecados graves y el cumplimiento de la penitencia, actos los tres que pone el penitente, forman parte –caigamos en la cuenta– del acto sacramental del perdón misericordioso que otorga el sacerdote en nombre de Dios.
Cuidemos para que el propósito de la enmienda no se reduzca a la mera expresión de paporreta de una fórmula, sino que sea la decisión categórica de poner en el futuro los medios necesarios para evitar los pecados confesados y de los que se invoca el perdón.
Hablamos de prever y decidir para el futuro sobre los medios necesarios. El primer medio es la oración. La superación de un vicio o costumbre arraigados, que casi parecen ya naturales, pero que son moralmente “malos”, no puede hacerse sin la colaboración o ayuda de la gracia de Dios. Recuerden que la gracia de Dios se llama así porque es gratuita, es decir que no se gana ni logra por méritos propios ni a cambio de nada. Sólo por la oración, propia o también de otras personas (por eso la oración por los pecadores). Cualquier paso en la vida espiritual y moral no se puede dar sin la participación de la gracia. De ahí que lo más normal de la vida del cristiano ha de ser la oración. Necesitamos de la gracia para superar las tentaciones, para cumplir nuestros propósitos, para hacer oración, para hacerla mejor, para corregir el carácter, para tener claridad y acierto para entender la Escritura, para gustar del mundo sobrenatural, para mantener el esfuerzo en el cumplimiento de nuestros deberes religiosos y morales, para vivir de la fe. Sin oración no puede mantenerse un proceso de conversión. Por eso es preciso orar siempre.
Pero no basta el combustible para que me pueda trasladar a otro lugar. Es necesario el vehículo, es necesario que funcione bien su motor y que haya quien lo maneje. El propósito de enmienda no se realizará sin mi propio trabajo y bien orientado. Hay que cambiar la forma de vivir, las formas de obrar, pensar y sentir. Hay que convertirse en “otro”.
En primer lugar hay que evitar las ocasiones de pecado. Es incongruente e hipócrita estar pidiendo a Dios la castidad y al mismo tiempo no prescindir de los tan numerosos incentivos de la lujuria.
Además el esfuerzo de conversión, cuando se trata de un defecto o una virtud de peligro o necesidad frecuentes, requiere atención, previsión, vigilancia permanentes. Hay que prever las difícultades y el comportamiento más apropiado para los momentos de prueba. Hay que prever los medios más oportunos para las distintas circunstancias.
El esfuerzo de conversión requiere esfuerzo y… tiempo. No es cuestión de unos pocos días o semanas. Cuando se trata de defectos de carácter, puede durar años; se debe ir notando la eficacia, aunque sea de modo paulatino, poco a poco; las caídas no han de abortar el esfuerzo, sino motivar a la oración y al reconocimiento humilde ante de Dios de la propia realidad pecadora (“el pecado habita en mí”, Ro 7,17) y de la necesidad de su gracia salvadora (Jn 15,5).
El cambio de circunstancias, de trabajo, de edad, de responsabilidades familiares o sociales, hace con frecuencia necesario o más necesario el ejercicio de ciertas virtudes o el combate de ciertos defectos. No son las mismas las virtudes del joven soltero perfecto que las del casado, del estudiante y del que trabaja, del que tiene hijos o no, del ocupado y del jubilado, del sano o del enfermo. A través de estas exigencias nuevas de la vida Dios nos va pidiendo objetivos y ofreciendo gracias nuevas, que van desarrollando en cada uno la imagen de Cristo resucitado, que lo va haciendo presente allí donde cada uno vive, trabaja, sufre y un día, como el trigo maduro, ofrecerá su fruto.
“Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado?”. “Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más”. “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Quién condenará? Nadie podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro 8,33-39). Esta gracia quiere Dios para nosotros cada vez que nos confesemos.
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