Lecturas: Jos 5,9-12; S.33;2 Cor 5,17-21; Lc 15,1-3.11-32
Arrepentimiento del pecado
y misericordia de Dios.
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
(v. 1-3).- Todos los que estamos aquí estamos en peligro de ser como aquellos.
(v. 11-13).- El hijo menor representa al pecador. “Dame la parte de la herencia que me corresponde”. Todo empezó con la soberbia. Nada era suyo. Aquello de que disponía libremente, era todo de su padre; pero su soberbia le imposibilitó reconocerlo.
El primer pecado fue alejarse de su padre. El primero y más grande pecado del hijo pecador es alejarse de Dios.
(13-16).- Cada vez se hunde más en la degradación. Ha perdido el respeto de sí mismo y de su dignidad. Cada vez se ve más despreciable.
(17-19).- Conservaba todavía algo bueno: Sabía de su dignidad, sabía que era hijo de su Padre, seguía creyendo en la bondad de su Padre, aunque él no la mereciera.
Fueron la reflexión sobre el mal de su pecado y la fe en la misericordia del Padre, que no se vería defraudada, las que convirtieron al hijo y motivaron al regreso. Cambió, empezó a pensar de otra manera, se convirtió: Hasta los jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia y yo aquí me muero de hambre, y no puedo comer ni lo de los chanchos. Me levantaré e iré, y confesaré que he pecado y le pediré que me permita quedarme aunque sea en el último lugar.
(20).- La vuelta no fue fácil. No tenía plata, la distancia era larga, tendría que ir solo.
(20).- Preciosa la narración. No sintió el Padre indignación ni deseo de castigo ni siquiera le reprende por lo hecho. La alegría de que el hijo vuelva, de que el pecador haya regresado, apaga todo otro sentimiento.
(21).- El hijo sí, el hijo recuerda su pecado y su gran magnitud: “no merezco ni llamarme hijo tuyo”. Lo reconoce plenamente y reconoce que lo que desde ahora tenga será no merecido, sino gracia.
(22-24).- Magnífico resumen y enumeración simbólica de los bienes sobrenaturales que el Padre da al pecador que vuelve arrepentido: “el mejor traje”, el vestido de la gracia santificante que brilla por el reflejo del Espíritu; el “anillo y las sandalias” signos de su dignidad recuperada de hijo con todos sus derechos; el banquete del ternero cebado, que simboliza el sacrificio y el banquete de la Eucaristía, en que el pecador arrepentido va a participar.
Como “hijo mío” lo designa, con la expresión más fuerte que un padre puede encontrar para expresar su afecto incondicional al hijo. “Estaba muerto”, porque el pecado mortal mata la vida de Dios, participada en el bautismo, “y ha vuelto a la vida” (resucitar con Cristo a la vida de la gracia es el gran fruto del sacramento de la penitencia), “estaba perdido y ha sido encontrado”.
(24).- “Y empezaron el banquete”. Es el de la Eucaristía. Que es la celebración alegre en la que nos encontramos cada domingo. Conscientes de que el Padre nos ama, de la importancia y belleza del pan de su palabra, de la maravilla de amor de su maná, que nos fortalece, acompaña e ilumina.
(24).- “Y empezaron el banquete”. Es el de la Eucaristía. Que es la celebración alegre en la que nos encontramos cada domingo. Conscientes de que el Padre nos ama, de la importancia y belleza del pan de su palabra, de la maravilla de amor de su maná, que nos fortalece, acompaña e ilumina.
(25-30).- El hermano mayor es el fariseo. Todos llevamos un fariseo dentro. Piensa que su relación con Dios es de justicia: con sus obras ha ganado el derecho a un salario. No hay lugar para la misericordia, sino sólo para el castigo. Como premio aspira a cosas distintas del amor del Padre y de vivir con él, no ve a su hermano como tal ni le importa su suerte.
(31-32).- Esto es lo verdaderamente grande y valioso, y lo que hay que apreciar: Lo que Dios nos da por gracia, sin merecerlo, solo porque Dios es bueno conmigo: Ser hijo de Dios, estar con el Padre, participar de la vida y de los dones de Dios. Eso es lo grande y lo que debe fundar nuestra alegría. Que esa familia de Dios crezca, que cada vez haya más que conocen y amen a Dios, que todos los hombres tengan vida. Por eso la Iglesia hace fiesta cuando un hermano pecador hace penitencia y regresa arrepentido.
Hasta aquí la parábola. Pero la realidad la supera. El abrazo del Padre al hijo que regresa arrepentido se realiza plenamente en el sacramento de la penitencia. La Iglesia sabe, y lo sabe infaliblemente, que tiene el poder de Cristo para perdonar todos los pecados a todo pecador arrepentido. Puede un cristiano haber realizado, y por mucho tiempo, los pecados más horrendos. Si él lo reconoce, si él se arrepiente –y es la propia conciencia la que inmediatamente vive y constata sin equivocarse la sinceridad del arrepentimiento–, ese pecador sabe que ha dejado de serlo, sabe cierto que ha sido perdonado, sabe con toda seguridad que Dios, su Padre misericordioso, no le va a exigir cuenta jamás de tales pecados ni los va a recordar: “Arrojará al fondo del mar –allí donde sea imposible encontrarlos– todos nuestros pecados”(Miq 7,19).
Pero, completando lo explicado el domingo pasado sobre la conversión y el sacramento de la penitencia, advirtamos que el hijo arrepentido no regresa al Padre para volver a sacarle plata y marcharse otra vez a repetir la historia. Él reconoce que en justicia humana ha perdido todos sus derechos: “He pecado. Ya no merezco ni llamarme hijo tuyo”. No piensa sino en permanecer ya para siempre con el padre. Y se consideraría feliz como mero jornalero, con pan en abundancia en su casa. Pero en la casa de Dios no hay categorías, no hay esclavos, no hay jornaleros, sólo hay hijos, que viven y gozan en plenitud de los bienes y compañía del Padre por toda la eternidad.
Sería un pecado gravísimo volver pensando en la traición que supondría volver a hacer lo mismo. Hay el peligro de tener de la misericordia de Dios y de Dios mismo el concepto equivocado de que fuera un ancianito bondadoso que no se entera de nada y perdona porque no se da cuenta. Hay quienes se confiesan con un dolor tan superficial, voluntaria y conscientemente superficial, del que saben su falta de fuerza para convertirles. Me atrevo a advertir a todos que no vale; ni siquiera en el caso de que sólo se confiesen pecados veniales. Si la confesión no suscita una decisión de conversión, me atrevería, incluso, a dudar de su validez. La confesión debe ir acompañada y aun precedida de una exigencia fuerte de cambio desde mi yo más profundo. Vicios y pecados constantes, que por mucho tiempo permanecen sin corrección ni disminución, incluso siendo veniales, obligan a interrogarse sobre la sinceridad y aun validez de tales confesiones.
Y terminamos con la misma verdad que estamos recordando esta cuaresma: Que vivir la fe no es estar haciendo siempre lo mismo de la misma manera. Estamos en una competición, en una lucha siempre. Hay que hacer algunas cosas que no hacíamos, dejar de hacer otras que hacíamos, y seguir haciendo lo bueno pero mejor. Que por la intercesión de María el Espíritu Santo nos ayude con su luz y con su fuerza.
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