VII Domingo de Pascua - A: La Ascensión del Señor



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P. Adolfo Franco, jesuita

Lectura del santo evangelio según san Mateo (28,16-20)

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.
Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo:
«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».

Palabra del Señor

La ascensión del Señor, además de su glorificación, es para nosotros una indicación del camino.

Jesucristo se despide de sus apóstoles al final de su vida en la tierra y les encomienda su propia labor. Ellos deben continuarla. Y ahora que ya todo está culminado, puede volver al Padre; El mismo ha descrito así su vida: salí del Padre y vuelvo al Padre. Salió del Padre para hacerse hombre en la Encarnación, y vuelve al Padre ahora en su Ascensión. Y cuántas cosas han pasado entre el momento inicial cuando empezaba su existencia humana, y éste otro momento, en que puede decir lo que exclamó desde la cruz: Todo está cumplido. Ha pasado por el mundo haciendo el bien, curando enfermos, sembrando esperanza, eliminando miedos; de cuántas maneras presentó el mensaje de salvación, a cuántas personas les dio esperanzas y les suprimió el sufrimiento. Y sobre todo proclamó muy alto que el Dios a quien adoramos es nuestro Padre y nos ama.

¿Qué pensaría Jesucristo mientras está realizando este retorno a su Padre? ¿pensaría quizá esto...?

“Recibí un encargo cuando el Padre decidió el que yo bajara a la tierra, para vivir como verdadero hombre durante treinta y tres años. Nací de una mujer escogida por mi Padre y preparada para que me acogiera en su seno purísimo. Qué hermosa madre tuve: fuerte de alma, tierna de sentimientos, toda hermosa y llena de Dios, tanto que en ella no cabía otra cosa. Con ella, cuando yo no era más que un Niño, cumplía con alegría las oraciones de todo buen israelita; pero no había en esas oraciones ni costumbre, ni rutina. Esas oraciones eran cada día nuevas, como recién inventadas. Ella me quiso con toda su alma, pasábamos tantos ratos juntos; yo me daba cuenta de que me miraba continuamente, pero no quiso retenerme para sí, siempre me dejó libre. Qué pocas cosas necesitábamos para ser plenamente felices. Viví muy pobremente porque en esa pobreza encontraba una libertad absoluta. No estar pegado a nada, y con sencillez aceptaba ser ayudado por aquellos con los que me fui encontrando; realmente me gustó el sentimiento de necesitar a mis pobres hermanos los hombres.

Recuerdo los años que viví como carpintero, junto a ese buen maestro José. Cómo le agradezco que pusiera su vida al servicio de mi obra, sin pedir nada para sí: lo dio todo, y no reclamó nada. Era un buen carpintero y sabía enseñar el oficio. El fue el protector de mi casa. Con él he paseado por los caminos y he visto lirios y pájaros, he llenado mi vista con las espigas. Algunos pudieron pensar que desperdiciaba treinta años de mi vida, de una vida tan corta de treinta y tres. Pero puedo decir que en esos años aprendí las parábolas, las que después me sirvieron para explicar lo que es el Reino de Dios. Aprendí en el libro abierto de la vida: cada persona con que me encontré fue una hermosa lección de ese libro; me gustó mucho descubrir las huellas de mi Padre que había en todos los paisajes, en cada hoja y en cada árbol y sobre todo en cada alma: sabía que esa huella de mi Padre en el corazón de cada hombre era ya el comienzo del Reino de los Cielos.

El Padre me había encomendado enseñar una doctrina, una forma de vivir, tuve mis treinta años primeros para vivirla primero, para después decir qué bienaventurados son los pobres, y yo lo había experimentado; en esos años y siempre experimenté la Providencia, la protección del Padre alimentando a los pájaros y cuidando a los suyos. En cada momento de esos treinta años iba creciendo en experiencia: vi mercaderes en perlas, y buscadores de tesoros. Cada día percibía en mí la hermosura de dejar todo por el Padre, la tranquilidad que hay en no buscar posesiones.

Después vino la nueva etapa de implantar, con la predicación y la fatiga de cada día, el Reino de mi Padre. Cuánto me ayudaron mis doce amigos. Cada uno distinto, cada uno tan amigo (y siento tanta tristeza cuando pienso en Judas). Cada uno era un noble bloque de mármol, y había que hacer de ese bloque una escultura, cada uno diferente. El Espíritu Santo terminará las doce obras maestras.

Me encontré con los enfermos, los abandonados, los sin esperanza: a cada uno les llevé el mensaje que necesitaban: al que necesitaba curación lo curé, al que necesitaba luz le ofrecí luz. Esos encuentros con las necesidades de los hombres, ¡cómo los recuerdo! Y siempre estaré con ellos. A veces me encontré con la dureza, y luché contra ella sin cansancio; nunca entenderé cómo se puede ser despiadado con los hombres para defender a Dios: los fariseos de entonces y de ahora no me entran en la cabeza, pero también por ellos me ofrecí.

Y al final, cuando se asomaba la “Hora” en que había de ser sacrificado, pude amar sin medida, porque para eso había venido al mundo, para dar la vida. Tenía todo mi Corazón para amar: y cómo me apaciguó el dolor de la Cruz, el ofrecer a mis hermanos todo el amor, hasta la última gota de agua y sangre. Ahora todos esos seres humanos son un pueblo rescatado para mi Padre, mi querido Padre (¡qué pronto nos vamos a encontrar!)...”

Y, aunque estoy subiendo al Cielo, les he certificado que nunca los dejaré solos, que estaré con ellos, con los hombres, todos los días hasta el fin del mundo”.

En realidad ¿Cuáles serían los pensamientos de Jesús cuando ascendía al cielo?




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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.



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