P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.
El culmen de los evangelios es el relato de la muerte y resurrección de Jesús. Y el escrito de los Hechos no es sino su continuación a través de su Espíritu actuante. Este espíritu se nos comunica en la Iglesia y de forma personal en Cristo. Aquel Jesús que pasó su vida en este mundo e hizo el bien a mucha gente y predicó un mensaje de salvación, aquel Jesús murió a manos de quienes le rechazaron, pero fue transfigurado a una nueva vida, una vida que no muere, una vida que fluye de la mano fuerte y poderosa de Dios. Aquel Jesús transfigurado vive. El es “el viviente” por excelencia. ¡Ha resucitado! No a una vida como la que tenía antes de su muerte. El es el mismo, pero distinto. El es el Señor, capaz de comunicarnos la vida divina, su propia vida permanente. Ya no sólo le llamamos “Jesús” (Dios que salva), sino también el Cristo (el ungido, el consagrado por Dios), el Mesías (el enviado de Dios a los hombres), el Hijo de Dios (el que procede de Dios que es padre y éste nos quiere como tal), y el Señor nuestro (por quien todas las cosas han sido creadas).
Entre las fórmulas de fe cristiana anteriores a la redacción definitiva de los escritos evangélicos, sobresale la de san Pablo que algunos la sitúan entre los años 40 y el 42, y hay quienes le atribuyen una mayor antigüedad, colocándola a escasa distancia del hecho que reflejan, ya hacia el año 35: “En primer lugar, les he dado a conocer la enseñanza que yo recibí. Lo que yo les he enseñado es que Cristo murió por nuestros pecados, tal como dicen las Escrituras; que lo sepultaron, y que resucitó al tercer día, como también lo dicen las Escrituras; y que se apareció a Pedro, y después a los apóstoles. Más tarde se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, y muchos de ellos viven todavía, aunque algunos ya han muerto. Después se apareció a Santiago, y luego de nuevo a todos los apóstoles. En último lugar, también se me apareció a mí, aunque yo fuera como uno que hubiera nacido de forma anormal” (1 Cor 15,3-8).
Jesús al resucitar no da un paso atrás, sino un paso adelante. No es que regrese a la vida de antes, es que entra en la vida total. No reingresa en el tiempo, entra allí donde no existe el tiempo como el que nosotros conocemos. Jesús, tras su resurrección, no “vuelve a estar vivo” sino que se convierte, como subraya el Apocalipsis, en “el viviente”, en el que ya no puede morir. Su resurrección nos descubre una nueva vida y, con ello, transforma el sentido de la vida actual, al mostrarnos una que es más definitiva y que no está limitada por la muerte. ¡Es la vida verdadera! “No temas, yo soy el primero y el último, el viviente” (Ap 1,17s.).
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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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