El ciego de Jericó



P. Adolfo Franco, jesuita

DOMINGO XXX
del Tiempo Ordinario

San Marcos 10, 46 al 52

Llegaron a Jericó. Y un día que Jesús salía de allí acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, coincidió que el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.» Llamaron al ciego y le dijeron: «¡Ánimo, levántate! Te llama.» Él, arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego respondió: «Rabbuní, ¡quiero ver!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Al instante recobró la vista y le seguía por el camino.
Palabra del Señor.

Jesús nos da la fe para curar nuestra ceguera interior.

Jesús, en este pasaje cura a un ciego de nacimiento, y pone al descubierto la importancia de la fe: por eso lo subraya y al curarlo le dice "tu fe te ha curado". Parecería que el milagro tiene una especial intencionalidad, que es destacar la importancia de la fe.

En la narración que nos hace el Evangelista San Marcos, se pone en contraste la ceguera de este hombre, con la intensidad de su fe. Por la ceguera él no podía ver las personas, no podía contemplar los árboles, ni la luz del sol; no podía ver el camino, sin ayuda de alguien podría tropezar. No tenía ese conocimiento de las realidades materiales que se nos hacen presentes por la vista corporal. En cambio tenía conocimiento de otras realidades superiores por la fe de su corazón: tenía la certeza de la presencia de Dios, supo distinguir a Jesucristo como el salvador de su extrema indigencia, sabía que una fuerza superior (la de Dios) podía incluso salvarle de su ceguera corporal. Le faltaba una vista, pero tenía otra vista la de la fe por la que “vemos” las realidades superiores. Muchos otros tenían vista, veían a Jesús de Nazareth y no creían en El, no lo aceptaban como Hijo de Dios; interiormente estaban ciegos, aunque lo conocieran de vista. En cambio este pobre ciego, por dentro veía esta realidad maravillosa de Jesús el Hijo de Dios.

Así podemos decir que hay también dos cegueras: la del que no tiene vista corporal, y la del que no tiene fe. Es curioso que nos afecte más la ceguera corporal, que la falta de fe. A pesar de que el que no tiene fe tiene una ceguera más lamentable, que la del que no tiene vista. Porque no tener fe significa no tener una respuesta a las interrogantes más importantes de la vida, es no poder apoyarse en la firmeza de Dios, es no tener un sentido profundo de la vida misma. Es una ceguera de mucho mayor importancia. Las preguntas más trascendentales del ser humano tienen una respuesta en la fe. Vivir la vida sin sentido, es la consecuencia de no vivir en la fe.

Podríamos preguntarnos ¿qué cosas no ve el que no tienen fe? Ya que la calificamos de ceguera es necesario plantearse esta pregunta. Hay dos realidades, en las cuales vive el hombre: la realidad natural y la realidad sobrenatural. Dos realidades, no una realidad y un mito, o una fantasía. Las dos son realidades; y puestos a comparar, la realidad sobrenatural podríamos decir que es más real; por que, si no, veamos ¿qué hay más real y más existente que Dios, del cual deriva toda existencia y toda realidad? Eso el no creyente no lo ve: y es algo tan importante.

A veces hay personas que no ven el sentido de la vida, por qué he nacido, cuál es el término de esta vida. Ciegos, porque solo ven los hechos y los dolores, los sufrimientos; ven la superficie de estos hechos, pero no los ponen en el contexto del plan de Dios sobre sus vidas. Así a veces se pierde el sentido de la vida misma, y estos ciegos se llegan a preguntar ¿para qué vivo? ¿para que nací? De esa ceguera nos cura la fe; que, además nos alivia de la tristeza de una vida sin sentido.

Hay personas que no saben ver el mundo creado, como los signos de Dios en el mundo: la perfección de la creación, la armonía del conjunto de los planetas, y las estrellas, que se rigen por un orden extraordinario. No saben ver que detrás de las bellezas naturales hay la mano de un Artista. No saben ver que detrás de la maravilla organizada que es la vida, la maravilla que es el cuerpo humano; detrás de todo eso y de otras muchas cosas, hay una Presencia, con la cual sintoniza el que tiene fe, y no la ve el que no tiene fe.

La fe nos hace ver nuestro destino, la presencia de Dios en nuestra vida, y la consistencia que El da a nuestra fragilidad. La fe nos hace ver que no estamos solos en el universo, que siempre estamos cuidados, observados y protegidos por Dios, que nunca deja a sus hijos. El que no tiene fe no ve nada de eso, y además lo niega. No percibe que cada ser humano es un hermano, no simplemente un animal racional.

El que tiene fe ve en cada sacramento una maravillosa presencia, la presencia de Jesús, que está incorporando al que recibe el sacramento, a la vida misma de Dios. En cambio el que no tiene fe, no ve el misterio, solo ve la ceremonia, a la que le ha quitado la sustancia.

Tantas y tantas cosas nos hace ver la fe, y no ven los que no tienen fe. Con razón a esta falta de fe se la llama ceguera. Porque además no ven al Hijo de Dios que vino a salvarnos, que pisó nuestra tierra, y que está presente entre nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Cuántas cosas dejan de ver los que no tienen fe. Y cuánto debería de preocuparnos esta ceguera, para pedirle al Señor, como este ciego le pedía la vista corporal: ¡Señor, haz que vea!



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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