PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 12 de abril de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado hicimos memoria de la entrada de Jesús en Jerusalén, entre las aclamaciones festivas de los discípulos y de gran multitud. Esta gente depositaba en Jesús muchas esperanzas: muchos esperaban de Él milagros y grandes signos, manifestaciones de poder e incluso la libertad de los enemigos invasores. ¿Quién de ellos habría imaginado que poco después Jesús sería humillado, condenado y asesinado en la cruz? Las esperanzas terrenas de esa gente se caen delante de la cruz. Pero nosotros creemos que precisamente en el Crucifijo nuestra esperanza ha renacido. Las esperanzas terrenas caen delante de la cruz, pero renacen esperanzas nuevas, las que duran para siempre. Es una esperanza diferente la que nace de la cruz. Es una esperanza diferente de las que caen, de las del mundo. Pero ¿de qué esperanza se trata? ¿Qué esperanza nace de la cruz?
Nos puede ayudar a entenderlo lo que dice Jesús precisamente después de haber entrado en Jerusalén: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Juan 12, 24). Intentemos pensar en un grano o en una pequeña semilla, que cae en el terreno. Si permanece cerrado en sí mismo, no sucede nada; si en cambio se rompe, se abre, entonces da vida a una espiga, a un brote, después a una planta y la planta dará fruto.
Jesús ha llevado al mundo una esperanza nueva y lo ha hecho como la semilla: se ha hecho pequeño pequeño, como un grano de trigo; ha dejado su gloria celeste para venir entre nosotros: ha “caído en la tierra”. Pero todavía no era suficiente. Para dar fruto Jesús ha vivido el amor hasta el fondo, dejándose romper por la muerte como una semilla se deja romper bajo tierra. Precisamente allí, en el punto extremo de su abajamiento —que es también el punto más alto del amor— ha germinado la esperanza. Si alguno de vosotros pregunta: “¿Cómo nace la esperanza?”. “De la cruz. Mira la cruz, mira al Cristo Crucificado y de allí te llegará la esperanza que ya no desaparece, esa que dura hasta la vida eterna”. Y esta esperanza ha germinado precisamente por la fuerza del amor: porque es el amor que «todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Corintios 13, 7), el amor que es la vida de Dios ha renovado todo lo que ha alcanzado. Así, en Pascua, Jesús ha transformado, tomándolo sobre sí, nuestro pecado en perdón. Pero escuchad bien cómo es la transformación que hace la Pascua: Jesús ha transformado nuestro pecado en perdón, nuestra muerte en resurrección, nuestro miedo en confianza. Es por esto porque allí, en la cruz, ha nacido y renace siempre nuestra esperanza; es por esto que con Jesús cada oscuridad nuestra puede ser transformada en luz, toda derrota en victoria, toda desilusión en esperanza. Toda: sí, toda. La esperanza supera todo, porque nace del amor de Jesús que se ha hecho como el grano de trigo en la tierra y ha muerto para dar vida y de esa vida plena de amor viene la esperanza.
Cuando elegimos la esperanza de Jesús, poco a poco descubrimos que la forma de vivir vencedora es la de la semilla, la del amor humilde. No hay otro camino para vencer el mal y dar esperanza al mundo. Pero vosotros podéis decirme: “¡No, es una lógica perdedora!”. Parecería así, que sea una lógica perdedora, porque quien ama pierde poder. ¿Habéis pensando en esto? Quien ama pierde poder, quien dona, se despoja de algo y amar es un don. En realidad la lógica de la semilla que muere, del amor humilde, es el camino de Dios, y solo esta da fruto. Lo vemos también en nosotros: poseer empuja siempre a querer otra cosa. He obtenido una cosa para mí y enseguida quiero una más grande, y así sucesivamente, y no estoy nunca satisfecho. ¡Esa es una sed fea! Cuando más tienes, más quieres. Quien es voraz no está nunca saciado. Y Jesús lo dice de forma clara: «El que ama su vida, la pierde» (Juan 12, 25). Tú eres voraz, buscas tener muchas cosas pero... perderás todo, también tu vida, es decir: quien ama lo propio y vive por sus intereses se hincha solo de sí mismo y pierde. Quien acepta, sin embargo, está disponible y sirve, vive a la forma de Dios: entonces es vencedor, se salva a sí mismo y a los otros: se convierte en semilla de esperanza para el mundo. Pero es bonito ayudar a los otros, servir a los otros... ¡Quizá nos cansaremos! Pero la vida es así y el corazón se llena de alegría y de esperanza. Esto es amor y esperanza juntos: servir y dar.
Cierto, este amor verdadero pasa a través de la cruz, el sacrificio, como para Jesús. La cruz es el pasaje obligado, pero no es la meta, es un pasaje: la meta es la gloria, como nos muestra la Pascua. Y aquí nos ayuda otra imagen bellísima, que Jesús ha dejado a los discípulos durante la Última Cena. Dice: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora, pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Juan 16, 21). Así es: donar la vida, no poseerla. Y esto es lo que hacen las madres: dan otra vida, sufren, pero después están alegres, felices porque han dado a luz otra vida. Da alegría; el amor da a luz la vida y da incluso sentido al dolor. El amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza. Lo repito: el amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza. Y cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Amo? ¿He aprendido a amar? ¿Aprendo todos los días a amar más?”, porque el amor es el motor que hace ir adelante nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, en estos días, días de amor, dejémonos envolver por el misterio de Jesús que, como grano de trigo, muriendo nos dona la vida. Es Él la semilla de nuestra esperanza. Contemplamos el Crucifijo, fuente de esperanza. Poco a poco entenderemos que esperar con Jesús es aprender a ver ya desde ahora la planta en la semilla, la Pascua en la cruz, la vida en la muerte. Quisiera ahora daros una tarea para hacer en casa. A todos nos hará bien deteneros delante del Crucifijo —todos vosotros tenéis uno en casa— mirarlo y decirle: “Contigo nada está perdido. Contigo puede siempre esperar. Tú eres mi esperanza”. Imaginamos ahora el Crucifijo y todos juntos decimos tres veces a Jesús Crucificado: “Tú eres mi esperanza”. Todos: “Tú eres mi esperanza”. ¡Más fuerte! “Tú eres mi esperanza”. Gracias.
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Tomado de:
www.vatican.va
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