P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
2. LA SEMANA SANTA
Continuación
El Jueves Santo fue tenido en la tradición litúrgica de la Iglesia Romana como el día de la reconciliación de los penitentes públicos. Al comienzo de la Cuaresma habían sido apartados de la asamblea litúrgica por la Jerarquía, que les había impuesto una penitencia solemne. El ritual de esta ceremonia ponía en la boca del Obispo que presidía, oraciones llenas de ternura, piedad y de súplica humilde. Recordemos sólo una de ellas:
"Oremos: Yo imploro, Señor, la bondad de tu Majestad para que a tus siervos presentes, reconociendo sus pecados y delitos, te dignes otorgarles el perdón y soltarles el lazo de sus faltas pasadas, Tú que volviste a llevar al redil a la oveja descarriada. Tú también, Señor, que aplacado escuchaste las súplicas del publicano, aplácate con tus siervos presentes y atiende benévolo a sus oraciones, a fin de que persistiendo en su reconocimiento que los hace llorar, obtengan prontamente tu clemencia, y que devueltos a tus santos altares se vean nuevamente restablecidos en la esperanza eterna y la gloria celeste. Que vives y reinas..."
En nuestros días esta penitencia pública ha desaparecido, pero para la mayoría de nuestros fieles el Jueves Santo sigue siendo el día de acercarse al sacramento de la penitencia para prepararse a la Eucaristía de la tarde, en la que se recuerda la institución de este gran misterio de la fe católica.
También el Jueves Santo fue el día destinado para la bendición de los óleos necesarios para la vigilia pascual. La reforma del Vaticano II ha puesto la consagración de los óleos y del crisma antes del ofertorio y después de la renovación de las promesas sacerdotales. Esta es una novedad propia de la reforma conciliar: La bendición de los Oleos y la consagración del Crisma han sido ocasión para que los sacerdotes se reúnan en torno a su obispo, a fin de renovar las promesas sacerdotales. La composición de la misa crismal está orientada a recordar la teología del sacerdocio expuesta por el Concilio Vaticano II. Para esta teología el Obispo, incorporado por su ordenación al colegio episcopal, ha recibido un encargo apostólico, y tiene en medio de los sacerdotes y los fieles el lugar de Cristo Sacerdote, Pastor, Maestro y Siervo de todos. Por su parte los sacerdotes o presbíteros son los colaboradores del Obispo mediante el anuncio de la Palabra, mediante el liderazgo espiritual y mediante la celebración de los sacramentos y sacramentales de la Iglesia.
El Sagrado Triduo Pascual enseña a los fieles una sabiduría que no se aprende en los libros, sino que se manifiesta a los corazones de los humildes y sencillos en la transparencia de los símbolos litúrgicos. Se trata de una “sabiduría de Dios, misteriosa y escondida” (1 Cor. 2,7), la cual descubre al hombre iluminado por la fe “el poder de la resurrección” de Jesús y le comunica un anhelo ardiente de participar en sus “padecimientos” (Fil. 3, 10-11).
Esta sabiduría hace comprender al cristiano piadoso que cruz y resurrección son las dos caras misteriosas de la presencia de Dios en Jesús, y que Viernes Santo, Pascua, Ascensión y Pentecostés forman un complejo misterioso de salvación inaccesible a la prudencia humana y absolutamente necesario para cada uno de los seres humanos. Nadie puede acercarse a Dios y tener paz con El sin participar de una u otra manera de la muerte de Jesús y sin experimentar el poder trasformador de su resurrección.
San Pablo, al explicar la definitiva salvación religiosa traída por Cristo al género humano, dice que el catecúmeno, a través de los ritos bautismales, es injertado de modo real en la carne muerta y gloriosa de Jesús. Esta unión en el misterio con Cristo siembra en el recién bautizado un germen de vida nueva y de hombre nuevo, que lo capacita para morir al pecado y para vivir con Dios (Rom. 6, 1-11).
De este modo el rito bautismal viene a ser la suprema expresión de fe por parte del catecúmeno, pues en el bautismo él manifiesta con palabras y gestos la absoluta necesidad que tiene como hombre pecador de incorporarse realmente, aunque en forma misteriosa, a Jesús muriendo y resucitando, para poderse enrolar en la poderosa acción salvadora de Dios (Col. 2, 11-12J.
En esta misma línea se coloca San Juan, pues él ve en el ciego de nacimiento el símbolo más expresivo de la incapacidad de todo hombre para acercarse a Dios y para verlo. Y con frecuencia ocurre que los que se tienen a sí mismos por clarividentes no van a la fuente del Bautismo, mientras que los conscientes de su ceguera acu den a Cristo y pueden recibir el don de unos ojos iluminados (Jn. 9,39). Y al hablar de la Eucaristía Juan nos presenta a los judíos y a un grupo de discípulos rechazando las enseñanzas y las re flexiones de Jesús sobre la necesidad de la fe para penetrar el misterio del pan de la vida. Do nuevo aparece el sacramento como manifestación suprema de fe, la cual contempla a Cristo, hallado y sentido en el misterio litúrgico, como fuente única de la vida cristiana (Jn. 6, 36-47, 60-74).
Por ello todos los símbolos litúrgicos creados por la Iglesia para el triduo pascual, que vamos a recordar en las páginas siguientes, tienen como finalidad pastoral prioritaria, por una parte, el que los catecúmenos reciban consciente y fructuosamente el Sacramento del Bautismo, rito por el cual el hombre inicia su alianza con Dios en la Sangre de Cristo, y por otra el que los fieles renueven la nueva alianza con la recepción consciente, activa y fructuosa del Sacramento de la Eucaristía “signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual” (C. Vaticano II, S.C. 47).
El triduo Pascual comienza con la misa vespertina de la Cena del Señor en el Jueves Santo, y finaliza con la solemne Vigilia Pascual en la noche del sábado al domingo. El Misterio Pascual une indisolublemente la Pasión y la Resurrección del Señor. La Resurrección nace de la Muerte, la Vida brota del Sepulcro, la Redención arraiga en el sufrimiento, que es el fruto triste del pecado.
Recordemos ahora las líneas fundamentales de las celebraciones litúrgicas de estos días sagrados.
La Misa de la Cena del Señor, según nos dicen las rúbricas del misal, nos hace recordar grandes misterios cristianos, como son la Institución de la Eucaristía y del Orden Sacerdotal; también el gran mandato nuevo del Señor, es decir, la caridad fraterna. La Eucaristía es precisamente el memorial que revive sin cesar ante los fieles de todas las generaciones el acontecimiento salvador de la muerte y de la resurrección de Jesús. Los sacerdotes cristianos son ante todo los ministros de este memorial religioso cuajado de recuerdos, de vibraciones místicas, y de valores espirituales. Y el mandato de la caridad fraterna halla en el memorial eucarístico su símbolo más expresivo y su fuente necesaria.
El canto de entrada de esta misa nos dice:
‘‘Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación, vida y resurrección, él nos ha salvado y libertado”.
Y la oración colecta nos introduce en el corazón mismo del misterio al recordarnos por una parte que Dios nos ha convocado para celebrar “aquella misma memorable Cena”, en la que Jesús, Hijo de Dios, entregó a su Iglesia el banquete de su amor y el sacrificio nuevo de la Alianza Eterna, y por otra, al hacernos pedir “que la celebración de estos santos misterios nos lleve a alcanzar plenitud de amor y de vida”.
En la primera lectura la liturgia nos recuerda la Cena Pascual de los judíos, figura de la Eucaristía cristiana. San Pablo en la segunda lectura nos habla de la manera como el Señor Jesús instituyó la Eucaristía, lo cual se trasmite como una tradición venerable de generación a generación. Y el Evangelio nos recuerda el gesto de Jesús lavando los pies de los discípulos como realización perfecta del amor servicial al prójimo.
Después de concluida la homilía se procede, donde parezca oportuno, al rito del lavatorio de los pies terminado el cual se dice la oración de los fieles.
Se recomienda también que en el ofertorio se organice una procesión, en la cual los fieles lleven al altar regalos y donativos para los pobres mientras se canta el himno:
“Ubi charitas et amor, Deus ibi est”.
La oración sobre las ofrendas nos hace penetrar de nuevo en el valor salvador de la Eucaristía con frases lapidarias:
“Concédenos, Señor, participar dignamente en estos santos misterios, pues cada vez que celebramos este memorial de la muerte de tu Hijo, se realiza la obra de nuestra redención”.
Acabada la distribución de la comunión a los fieles se deja sobre el altar el copón con las formas consagradas, y dicha la oración después de la comunión, el sacerdote, acompañado de los ministros y de los fieles, lleva el Sacramento hasta el lugar en donde se le reservará hasta el día siguiente. Durante la procesión se canta el himno Pange Lingua u otro canto eucarístico. Una vez que ha puesto el Sacramento en el sagrario, el sacerdote lo inciensa y cierra el tabernáculo con llave. Después de un tiempo de adoración en silencio delante del Sacramento, se retiran el sacerdote y los ministros a la sacristía. Cuando ha terminado la ceremonia deben desnudarse los altares de todo ornato, es decir, de los candelabros, de la cruz, de los manteles...
El misal romano aconseja a los fieles que adoren el Sacramento expuesto en los monumentos, pero pasada la media noche esta adoración debe ser hecha sin ninguna solemnidad.
Felizmente en el Perú se conserva todavía la tradición de hacer las estaciones o las visitas a los monumentos cuajados de flores y deslumbrantes con las luces, los cirios y las velas, símbolos de la piedad eucarística del pueblo peruano.
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Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982
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