Por el P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
3.12. EL JUICIO FINAL UNIVERSAL
3.12.1. LA REALIDAD DEL JUICIO UNIVERSAL
En el día del juicio comparecerán todos los hombres con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo para dar cuenta de sus actos, a fin de cada uno reciba según hiciera bien o mal con su cuerpo. En ella se hace ver que todos los hombres, adultos, tanto vivos como muertos resucitados, serán juzgados por Cristo Juez en un juicio universal definitivo, en el que ratificará públicamente la sentencia del juicio particular, haciendo extensiva su validez también para el cuerpo.
Joel 4,1,s.s: "Porque he aquí que en aquellos días ... congregaré a todas las naciones y las haré bajar al valle de Josafat y allí entraré en juicio con ellas...". Amos 5,18-20: "¡Ay de los que ansían el Día de Yahveh! ¿Qué creéis que es ese Día de Yahveh? ¡Es tinieblas, que no luz!". Mt 16,27: "El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta". Mt 25, 31-46: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de El todas las naciones, y El separará a los unos de los otros, como el pastor separa a las ovejas de las cabras".
La sola razón natural no puede demostrar el hecho del juicio universal. Sin embargo, esa misma razón, iluminada por la fe, puede encontrar argumentos en pro de la conveniencia de ese magno acontecimiento y su armonía con el conjunto del dogma católico. Así el Juicio Final Universal aparece congruente para Dios, para Cristo, para los hombres.
- Para Dios, puesto que de este modo se mostrará a los ojos de todos los hombres su sabiduría infinita, su providencia amorosa y su divina justicia, atributos que no siempre quedan en claro en esta vida.
- Para Cristo, toda vez que, habiendo sido humillado ante toda la humanidad, conviene que sea reconocido por esa misma humanidad como verdadero Hijo de Dios, como único Redentor del mundo y como Rey y Señor de los cielos y de la tierra.
- Para los hombres, puesto que se pondrá de manifiesto la bondad de los inocentes, la maldad de los pecadores y la justa retribución divina a unos y a otros.
3.12.2. CIRCUNSTANCIAS DEL JUICIO UNIVERSAL. CRISTO, JUEZ
Aunque juzgar corresponde a Dios como causa principal, Cristo Redentor será en efecto el Juez de vivos y muertos, y esto primero en cuanto Dios y segundo en cuanto Hombre. Que Cristo redentor será Juez consta por los todos los testimonios que hemos aducido, tanto de la Escritura, como de los Padres. En efecto, a Cristo le corresponde el supremo dominio sobre todos los hombres, y por tanto, el ser Juez de vivos y muertos: “Y nos mandó (Jesús) que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que Él está constituido por Dios juez de vivos y muertos”, Hech 10, 42.
A Cristo le corresponde la potestad judicial sobre vivos y muertos secundariamente en cuanto Hombre, por estar unido al Verbo, por ser Cabeza de la humanidad, por estar lleno de gracia habitual y por haberla merecido con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección.
Algunos textos de la Escritura dan a entender que los Apóstoles y algunos otros santos asistirán a Cristo Juez. Respecto a los Apóstoles dice el propio Cristo: " Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel ", Mt.19,28.
3.12.3. ¿QUIÉNES, DE QUÉ Y CÓMO SERÁN JUZGADOS?
Como se deduce de los textos bíblicos, Mt 25,32; Rom 14,10; 2 Cor 5,10, en el Juicio Final Universal comparecerán ante Cristo Juez todos los hombres. Los teólogos suelen distinguir en esta materia. Así, aunque la universalidad de la redención exige la universalidad del juicio, algunas personas comparecerán ante Jesucristo Juez sólo para un juicio de retribución, es decir, para obtener el premio merecido. De este modo comparecerá la santísima Virgen María, S. José, tal vez los párvulos bautizados y muertos antes del uso de razón.
Por otra parte, los fallecidos en gracia de Dios, pero que han cometido algún pecado, comparecerán ante Cristo Juez para un juicio de discusión en el que se discierna el bien y el mal que hicieron y para el juicio de retribución por el que tengan el premio que merecen por su estado de gracia. Lo mismo se dice de los que han muerto en pecado mortal. Por analogía habrá que decir lo mismo de los paganos tantos muertos en pecado mortal como fallecidos en gracia de Dios, en virtud de un acto sobrenatural de amor a Dios, supletorio del bautismo y de la confesión..
La materia del juicio puede afirmarse que será toda la vida moral y en particular:
- Los pensamientos, 1 Cor,4,5
- Las palabras, Mt 12,36
- Las acciones, Rom 2,5,s.s.
- Las omisiones. Sant 4,17.
Por último puede preguntarse cómo se pronunciará la sentencia. Las fuentes nada dicen sobre el particular, pues la descripción de Mt 25,31-46, es sólo antropomórfica. Los teólogos, siguiendo a San Agustín y Sto. Tomás, opinan que el juicio se realizará mediante una locución intelectual hecha directamente a la conciencia de los hombres.
3.12.4. TIEMPO Y LUGAR DEL JUICIO
Con respecto al " tiempo " en que tendrá lugar el Juicio Universal vale aquí lo que hemos dicho en relación con el momento de la resurrección en la correspondencia complementaria de la tesis 20ª: en resumen, nada ha dicho la Revelación ni el Magisterio de la Iglesia sobre cuándo ocurrirá la "Parusía" o segunda venida gloriosa de Jesús para juzgar a vivos y muertos.
Es cierto que sobre la fecha en que tendrá lugar la "Parusía". Jesucristo afirmó: "de aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre". Mc 13,32. Es evidente que Cristo, como Dios, lo sabía y, en cuanto hombre también, aunque su misión no consistía en comunicarlo a los hombres, con lo cual era prácticamente igual que si lo supiera.
En relación con el "lugar" donde se celebrará el Juicio Final tampoco se manifiesta ni en la Revelación, ni en el Magisterio. Los teólogos, por su parte, suelen admitir como cierto que el Juicio Universal tendrá lugar en la tierra. La razón que dan es que donde tuvo su inicio, desarrollo y fin la vida de todo el género humano, allí se verifique su culminación, y además donde Cristo otrora fue despreciado y humillado y reprobado por un tribunal humano, allí precisamente sea exaltado como Juez universal. Así lo da a entender el sentido obvio de los textos bíblicos, Mt 24,30; 25,31; Hech . 1,11; 1 Tes. 4, 15-17.
3.12.5. EL CIELO
Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven «tal cual es» (1 Jn 3, 2), cara a cara.
Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos... y de todos los demás fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron...; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte... aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura.
Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama «el cielo». El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Vivir en el cielo es «estar con Cristo». Los elegidos viven «en El», aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre.
Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha «abierto» el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a El.
Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9).
A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia «la visión beatífica».
En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con El «ellos reinarán por los siglos de los siglos» (Apoc 22, 5).
3.12.6. LA PURIFICACIÓN O PURGATORIO
Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, con penas temporales, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia y de Trento. La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura, habla de un fuego purificador.
Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que: “si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro”, (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro.
Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos.
Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre, ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos.
3.12.7. EL INFIERNO
Infierno significa en lengua hebrea “gehinnom”, que significa: lugar de castigo de los malos y se halla debajo de la tierra. La “gehenna” ha sido creada antes del mundo: “ ... entonces dirá a los de la izquierda: apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”, Mt 25, 41; “Y los arrojaron en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes”, Mt 13, 42; “... más te vale entrar manco o cojo que, con las dos manos o los dos pies, ser arrojado en el fuego eterno”, Mt, 18, 8.
Jesucristo habló bien claro acerca de la existencia del infierno e indicó quiénes iban a ir a él. Esto no se puede poner en duda. El infierno es el lugar que han elegido aquellos que se han encerrado en sí mismos y no han querido ver en el prójimo a su hermano y al mismo Cristo. Mt 25, 36, s.s. Aquellos que han muerto en pecado mortal y no se han arrepentido, los que no han creído en Dios ni han cumplido sus mandamientos.
Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él», (1 Jn 3, 15).
Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos. Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección.
Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno».
Jesús habla con frecuencia de la «gehenna» y del «fuego que nunca se apaga» reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo. Jesús anuncia en términos graves que «enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad..., y los arrojarán al horno ardiendo», (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación: «¡Alejaos de mí, malditos al fuego eterno!», (Mt 25, 41).
La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno». La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran», (Mt 7, 13-14).
Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con El en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes".
Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que «quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión», (2 P 3, 9).
3.13. LA ESPERANZA DE LOS CIELOS NUEVOS Y LA TIERRA NUEVA
Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado.
La Iglesia... sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo... cuando llegue el tiempo de la restauración universal y cuando, con la humanidad, también el universo entero, que está íntimamente unido al hombre y que alcanza su meta a través del hombre, quede perfectamente renovado en Cristo.
La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).
En este «universo nuevo» (Apoc 21, 5), la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Apoc21, 4).
Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era «como el sacramento». Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21, 2), «la Esposa del Cordero» (Ap 21, 9). Ya no será herida por el pecado, por las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.
En cuanto al cosmos, la Revelación afirma la profunda comunidad de destino del mundo material y del hombre: “Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios... en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción... Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo”, (Rm 8, 19-23).
Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, «a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos», participando en su glorificación en Jesucristo resucitado.
«Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres».
«No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios».
«Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal». Dios será entonces «todo en todos» (1 Cor 15, 22), en la vida eterna.
A. M. D. G.
...
Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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