Marcos 7, 1-8.14-15.21-23
Un mensaje especialmente actual:
los que piensan que son los perfectos, y se dedican a criticar y a condenar a los demás ¿HOY SUCEDE ESTO?
Jesucristo tiene que enfrentar durante su
vida a algunos grupos religiosos de su propio pueblo, porque de una u otra
forma deformaban las enseñanzas que Dios había dado a su pueblo por medio de Moisés;
y especialmente tuvo que luchar con el grupo de los fariseos. Estos eran los
judíos observantes y piadosos, que eran considerados como el modelo del buen
judío, eran los observantes fervorosos. Y así terminaban sintiéndose ellos; por
eso se creían con derecho a juzgar a los demás, se consideraban superiores a
los demás, tenían la pretensión de ser los “maestros” de sus hermanos. Estaban
llenos de soberbia y orgullo.
Jesucristo, al predicar, tuvo que poner
al descubierto muchas de las actitudes de los fariseos, y mostrar a todos su
falta de consecuencia, el tremendo vacío que había en su vida y en sus
enseñanzas. Los fariseos a fuerza de insistir en la materialidad objetiva de
las normas, habían terminando por hacer una religión exterior, puramente legal,
una religión convertida en reglamento, en la que lo que importaba era cumplir
escrupulosamente los detalles formales, aunque descuidasen la misericordia y la
entrega total del corazón a Dios.
En esta ocasión el enfrentamiento surge
porque los fariseos están criticando a los discípulos de Jesús, porque ellos no
se lavan las manos con la meticulosidad y prolijidad con que los fariseos
determinaban. La pureza que es necesaria tener ante Dios, el Santo, había
derivado en una normativa detallista de lavado de manos y pies, de pureza de
los vestidos, de purificación continua y extrema de vasos y copas. Los fariseos
estimaban que así se agradaba a Dios, cumpliendo esa tradición, que venía de
sus antepasados. Para ellos lo importante es que el vestido estuviese limpio,
aunque el corazón estuviese sucio.
Jesucristo sale a defender a sus
discípulos, y además a hacer aclaraciones sobre el auténtico culto a Dios; y a
ellos, conocedores de las Escrituras, les cita las palabras del profeta Isaías:
“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Is.
29, 13). Y después de esto hace una explicación de lo que es pureza, de lo que
mancha y de lo que no mancha. No está la pureza, en esos lavatorios; la pureza
es un asunto del corazón, lo que hace puro o impuro a un hombre no son los
alimentos, ni los utensilios, sino lo que hay en el corazón.
Toda esta enseñanza tiene también mucho
que decirnos a nosotros. A ver si nuestra religión va a fondo, y no se queda en
las prácticas más o menos rutinarias, con las que consideramos que ya hemos
cumplido con Dios. Y lo primero que debemos destacar es que esa casta de los
“buenos”, los fariseos, la casta de los que se consideran santos, y que por eso
piensan que tienen derecho a juzgar a sus hermanos, todavía existe. También
entre nosotros hay cristianos cumplidores hasta el máximo de todos los detalles
reales o imaginarios (de ceremonias, de genuflexiones, de manteles de altar, de
velas), gente que asiste a todas la procesiones y que están todo el santo día gastando
rosarios. Y como cumplen tan bien todo eso, se consideran con derecho a juzgar
a sus hermanos. Ellos se consideran a sí mismos los únicos fieles, los demás
son considerados impuros, malos cristianos.
Y ciertamente una santidad que lleva al
sujeto a ser un juez de sus hermanos, no es tal, no está de acuerdo a las
enseñanzas más esenciales del Evangelio. La santidad nunca ha llevado a los
auténticos santos a considerarse superiores a los demás, sino que se
consideraban a sí mismos los más pequeños de todos.
Por otra parte, a veces la prolijidad
para cumplir detalles o tradiciones, y otros de tipo exterior de tradiciones
religiosas, puede llevarnos a descuidar otros asuntos fundamentales, como dice
el Señor: la entrega de nuestra vida. El cumplimiento de los detalles no debe
hacernos olvidar lo esencial de la entrega de nuestro corazón a Dios. Podríamos
imaginar, quizá exagerando un poco, al
sacerdote, que al celebrar la misa, se esté fijando en si los candelabros están
bien puestos, en si hace la pausa, tal como dicen las rúbricas, y, distraído en
esto, terminase por olvidar que está haciendo presente en el altar el mismo
Sacrificio de Jesús, y que está en su presencia real. Podríamos pensar en las
personas que cuidan mucho de que el templo a donde asisten esté impecable y
reluciente, mientras que ellas mismas están manchadas de maledicencia, de
mediocridad y de egoísmo.
El poner tanto énfasis en lo exterior,
nos quita fuerzas para darle a Dios lo que El quiere, que es nuestra alma,
nuestros sentimientos más íntimos, nuestro corazón.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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