Jesús de Nazaret - 2º Parte

P. Ignacio Garro, S.J.
Seminario Arquidiocesano de Arequipa


1.8. El Misterio de la Encarnación




1.8.1. El Hijo de Dios se hizo hombre. Por qué el Padre envía al Verbo de Dios

Con el Credo Niceno - Constantinopolitano respondemos confesando a Cristo: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 1O).» El Padre envió a su Hijo para “ser salvador del mundo» (1 Jn 4, 14). «El se manifestó para quitar los pecados» (1 Jn 3, 5):

El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí...» (Mt 11, 29). «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: «Escuchadle» (Mc 9, 7) (72). El es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.

El Verbo se encarnó para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4): «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios». «Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios». «El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres».


1.8.2. La Encarnación

Volviendo a tomar la frase de S. Juan, «El Verbo se encarnó”: Jn 1, 14, la Iglesia llama «Encarnación» al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo por ella nuestra salvación. En un himno citado por S. Pablo, la Iglesia canta el misterio de la Encarnación:

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz “, (Flp 2, 5-8). 
  
La carta a los Hebreos habla del mismo misterio: Por eso, al entrar en este mundo, [Cristo] dice: “No quisiste sacrificio y oblación; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!”. 

La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: «Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta «el gran misterio de la piedad»: «El ha sido manifestado en la carne» (1 Tm 3, 16).

1.8.3. Verdadero Dios y verdadero hombre

El acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. El se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que  la falseaban.


1.8.4. Nacido de la Virgen María. Concebido por obra y gracia del Espíritu Santo

La anunciación a María inaugura “la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4), es decir, el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará «corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). La respuesta divina a su «¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1, 35).

La misión del Espíritu Santo está siempre unida y ordenada a la del Hijo. El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es «el Señor que da la vida», haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya.

El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María, es «Cristo», es decir, el ungido por el Espíritu Santo, desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores, a los magos, a Juan Bautista, a los discípulos. Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará «cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38).


1.8.5. La predestinación de María. La Inmaculada Concepción

«Dios envió a su Hijo» (Gal 4, 4), pero para «formarle un cuerpo», quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a «una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María» (Lc l, 26-27).

Dios Padre, en su infinita sabiduría y misericordia, preparó una digna morada para su Hijo. María para ser la Madre del Salvador, fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» y  Dios la preservó del Pecado Original, es decir, María fue concebida en el seno de su madre sin pecado original; de esta manera estaba preparada para concebir en su seno al Verbo divino sin mancha de pecado. 

De ahí el nombre de “Inmaculada”.  In = no; mácula = mancha. Inmaculada = sin mancha. El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia» (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios y limpia de todo pecado.

Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción», le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» . 

El Padre la ha «bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. El la ha «elegido en él, antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor» (Ef 1, 4).


1.8.6. «Hágase en mí según tu palabra...» La maternidad divina de María 

Al anuncio de que ella dará a luz al «Hijo del Altísimo» sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo. María respondió por «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5), segura de que «nada hay imposible para Dios»: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 37-38). 

Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención.

Llamada en los evangelios «la Madre de Jesús» (Jn 2, 1; 19, 25), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como «la madre de mi Señor» desde antes del nacimiento de su hijo. En efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios.


1.8.7. La virginidad de María. María, la «siempre Virgen»


Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue concebido, esto es, sin semilla de varón, por obra del Espíritu Santo. 

Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra: Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas, «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo», dice el ángel a José a propósito de María, su desposada (Mt 1, 20). La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo».

La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo «lejos de disminuir consagró la integridad virginal» de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como la «siempre - virgen».

Jesús es el Hijo único de María. Pero la maternidad espiritual de María se extiende a todos los hombres, a los cuales El vino a salvar: «Dio a luz al Hijo, al que Dios constituyó el mayor de muchos hermanos (Rm 8, 29), es decir, de los creyentes, a cuyo nacimiento y educación colabora con amor de madre».


1.8.8. La maternidad virginal de María en el designio de Dios 

La mirada de la fe, unida al conjunto de la Revelación, puede descubrir las razones misteriosas por las que Dios, en su designio salvífico, quiso que su Hijo naciera de una virgen. Estas razones se refieren tanto a la persona y a la misión redentora de Cristo como a la aceptación por María de esta misión para con los hombres.

Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo Adán, que inaugura la nueva creación: «El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo» (1 Cor 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios «le da el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34). De «su plenitud», cabeza de la humanidad redimida  «hemos recibido todos gracia por gracia» (Jn 1, 16).

Jesús, el nuevo Adán, inaugura por su concepción virginal el nuevo nacimiento de los hijos de adopción en el Espíritu Santo por la fe. «¿Cómo será eso?» (Lc 1, 34). La participación en la vida divina no nace «de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13). 

La acogida de esta vida es virginal porque toda ella es dada al hombre por el Espíritu. El sentido esponsal de la vocación humana con relación a Dios se lleva a cabo perfectamente en la maternidad virginal de María.  

María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe «no adulterada por duda alguna» y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le hace llegar a ser la madre del Salvador: «Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo». 

María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia: «La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También La Virgen María «colaboró por su fe y obediencia libres a la salvación de los hombres». Ella pronunció su “fiat”, «ocupando el lugar de toda la naturaleza humana». Por su obediencia, ella se convirtió en la nueva Eva, madre de los vivientes. ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo».


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.

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