Lecturas Ez 17, 22-24; S. 91; 2Cor 5,6-10; Mc 4,26-34
Con la
festividad del Corpus Christi el pasado domingo la liturgia concluye la contemplación
de los grandes misterios de la fe. Volvemos ahora a la vida, palabras y
milagros de Jesús. De esta forma el Señor nos va enseñando el significado de
aquellos misterios.
En estos
domingos la Iglesia elige como lectura primera un texto paralelo al del
evangelio. Así pone de relieve que lo revelado por Dios al pueblo judío en el
Antiguo Testamento es una primera revelación que prepara la revelación completa
por Jesucristo. Por eso cuando leemos el Antiguo Testamento, aunque sean cosas
importantes, lo más importante no son las historias de Moisés, David y demás
personajes y acontecimientos. Lo más importante es lo que nos dice sobre
Jesucristo. Todas esas figuras y sucesos simbolizan y predicen la obra que Dios
realizará cuando la historia esté madura para recibir a Jesús. Así hemos de
leer el Antiguo Testamento. Hoy ese ramito cortado del alto cedro es Jesús,
fruto del pueblo judío, elegido por Dios para traérnoslo. La montaña elevada es
el Calvario; Babilonia es la selva de grandes cedros, ha conquistado la Judea y
se ha llevado desterrado al pueblo. La Iglesia es el cedro noble que surgirá.
El Señor ensalza y hace florecer a los árboles humildes y secos. Esto se
cumplió en Jesús y se cumple y cumplirá en nuestra Iglesia. “A través de todas
las palabras de la Sagrada Escritura Dios dice una sola palabra, su Verbo único
–es decir Jesús– en quien Él se dice en plenitud. Por esta razón la Iglesia ha
venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del
Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida –con mayúscula porque
señala a Cristo– que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del
Cuerpo de Cristo” (CIC 102-103).
El
evangelio de hoy forma parte de un conjunto de enseñanzas de Jesús sobre esa
Palabra de Dios. El pan de la palabra es tan necesario como el pan de la
Eucaristía. La fe, con que se recibe la Eucaristía, es una respuesta, una
acogida de la palabra; por eso para creer y salvarse es preciso que se predique
la palabra. Ésta es la primera obligación de la Iglesia (Mc 16,16).
Pero,
además de necesario, esa palabra, que la Iglesia proclama es eficaz y cumplirá
su misión. Ésta es la enseñanza consoladora de las parábolas de las semillas
del trigo y la mostaza.
El
campesino de la parábola siembra la semilla. Ya no hace más, no necesita
preocuparse. El no sabe cómo, pero la semilla germina, crece, produce la espiga
y llega el grano. Tampoco se sabe cómo, pero el diminuto grano de mostaza, más
pequeño que otros, brota y se hace una planta más alta y frondosa que las otras
semillas más voluminosas.
Para
entrar en el Reino de Dios, ese conjunto de verdades y medios que Jesús nos
aporta para la salvación, se entra con la fe. Pero la fe es creer en la palabra
de Dios; y para creer es necesario que la palabra sea predicada (Ro 10,17).
Pero si llega, estas parábolas nos garantizan que esa palabra no se quedará ahí
sino que dará su fruto: sacudirá tal vez la conciencia de pecado; podrá gustar
y animar a reflexionar sobre ella y a sacar consecuencias prácticas; podrá iluminar
para descubrir y corregir defectos de carácter; podrá estimular a la caridad
con el prójimo y los más necesitados; puede manifestar sentidos de la
Escritura; puede confortar en el desaliento; puede encontrar sentido en la cruz
que se está sufriendo; puede abrir el alma al amor total a Dios y decidirla a
entregarle la vida entera. Lo que esta enseñanza de Jesús garantiza es que no
pasará desapercibida, sino que nos llevará a ser mejores discípulos de Cristo.
¿Por qué
se permanece a veces años en los mismos defectos y aun pecados? ¿Por qué no
alcanzamos un grado mayor de alguna virtud que vemos nos es necesaria? Porque
esto nos dice el Señor por Isaías: “Como descienden la nieve y la lluvia de los
cielos y no vuelven allá sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen
germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi
palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío sin que haya
realizado lo que quise y haya cumplido aquello a que la envié” (Is 55,10-11).
“Ciertamente es viva la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada de
doble filo. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las
junturas y médulas, y escruta los pensamientos y sentimientos del corazón” (Heb
4,12). La lectura constante de la palabra de Dios alimenta el deseo de progreso
espiritual y de ver a Dios más de cerca, sacude la rutina, mantiene el espíritu
deportivo de esfuerzo y progreso constante, superación de defectos y lucha por
la virtud. No olvidemos que las palabras de Dios “son espíritu y vida” (Jn
6,63). “Se presentaban tus palabras y yo las devoraba; era tu palabra para mí
gozo y alegría de corazón, porque se me llamaba por tu nombre, Señor Dios mío”
(Jer 15,16). Tenemos tiempo para leer y ver otras cosas menos útiles. Demos
tiempo a la lectura y escucha de la palabra. Leamos, meditemos la palabra de
Dios. Nuestra fe estará así bien alimentada.
Debemos
testimoniar la fe. Es en la Iglesia su primera obligación. La palabra de Dios nos
da un gran medio. “Les envío como ovejas entre lobos. Pero no se preocupen de
cómo o qué van a hablar. El Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (Mt 10,16.19s).
María se hizo madre de Dios y de la Iglesia cuando aceptó: “hágase en mí según
tu palabra”. Es para nosotros la palabra de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son
los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8,21).
AQUÍ para escuchar o descargar el audio en MP3
Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog
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