P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Dt 11,18.26-28; S. 30; Ro 3,21-25.28; Mt 7,21-27
Es el final del Sermón de la montaña. Como les dije, en este ciclo litúrgico se dejan casi dos capítulos del texto para explicarlos cuando se lea y comente a San Lucas.
Una vez más les llamo la atención sobre el sabor semítico (judío) del texto. Manifiesta el origen judío de su autor, Mateo, como sostiene la tradición de la Iglesia, y también su cuidado de expresar con exactitud el pensamiento de Jesús incluso con sus mismas palabras. El estilo parabólico, la dramática de los personajes, la contraposición de los fundamentos de arena y roca, coinciden con el estilo oratorio de aquel gran profeta que fue Jesús.
Otro rasgo de la legitimidad de origen de estas palabras –es decir que fueron dichas así por Jesús, aunque tal vez con variantes mínimas– se adivina en el apelativo repetido de “Señor, Señor” dirigido a Jesús. Es la forma de nombrar a Dios, inspirada en la traducción griega de la Biblia de los Setenta, que vino a ser la Biblia oficial usada por los hebreos en los siglos primero y siguientes al menos dentro de los límites del Imperio Romano. Es también el texto usado por los autores del Nuevo Testamento. De ahí sacan el título de “Señor” para aplicarlo a Jesús. Sustituye en Los Setenta a Dios, cuyo nombre los judíos tenían prohibido pronunciar. Aplicándolo a Jesús, los cristianos expresan la fe en su divinidad.
En el texto además aparece Jesús, el “Señor”, como quien permite o cierra el acceso al Reino de los Cielos, lo cual es una prerrogativa divina y, por tanto, hace del texto un testimonio de la divinidad de Cristo ya en el siglo 1º, cuando se escribe este evangelio (probablemente antes del año 50 de nuestra era).
Por fin otro detalle: Jesús habla de “el que cumple la voluntad de mi Padre, que está en el cielo”. Se refiere con toda evidencia a Dios Padre. Cuando Jesús habla a sus discípulos y a la gente de Dios como Padre, nunca habla de nuestro Padre, sino siempre de vuestro Padre. Ello dice con claridad que Jesús es Hijo de Dios en sentido muy distinto de nosotros. Nosotros somos hijos adoptivos de Dios, Jesús es Hijo natural de Dios. Nosotros somos criaturas de Dios y por el bautismo Dios nos comunica su vida como el sol su luz. Jesús es Dios, es la luz, es la vida, participa de la divinidad del Padre desde siempre y para siempre.
Afortunadamente la interpretación del texto no tiene mayor dificultad y coincide con lo que ustedes piensan. Lo que ha de salvarnos no es el mero estar de acuerdo con la enseñanza de Jesús ni admirar su belleza y altura morales. El evangelio hay que practicarlo. Así es como cambia la vida. Esto vale para todos, para quienes viven en pecado grave y para los que con la gracia de Dios han superado ese estado. Porque hay que esforzarse a “ser perfectos como nuestro Padre lo es” (Mt 5,48). Hasta la hora de la muerte estamos en camino. Y mientras no la hayamos alcanzado, nadie está seguro de su salvación hasta el final; la perseverancia final es una gracia especial, gratuita y no merecida como todas, que debemos pedir con humildad asiduamente. Porque, así como hay posibilidad de salvación para todo pecador mientras haya un hálito de vida, también hay peligro de pecar mientras se tenga vida (v. Ez 18,21-32).
Edificar la casa sobre piedra es una tarea continua y de todos los días. El próximo miércoles comenzamos la Cuaresma. La Iglesia nos invita a que nuestras obras todas estén de acuerdo con el Evangelio. El que lleva años con un pecado está construyendo sobre arena.
El sacramento de la penitencia (la confesión) es un medio muy eficaz, si se usa bien. A veces aun personas piadosas usan mal el sacramento de la penitencia. Es para ellos un mero acto piadoso, en el que practican la humildad manifestando al confesor sus pecados y faltas, pero no se corrigen. Falta o es débil el dolor y el arrepentimiento. Cumplida la penitencia, el deseo de cambio se diluye pronto. El sacramento de la penitencia no es un mero acto piadoso, como dar limosna, mortificar algún gusto o rezar una oración. El sacramento de la penitencia arranca de la conciencia de que “he pecado”. Soy pecador y necesito el perdón de Dios, mi Padre, para que me cambie el corazón y así yo pueda cambiar mis modos de obrar, pensar y sentir. Cuando un penitente se confiesa debe estar decidido a poner de su parte el esfuerzo necesario para vivir de “otra manera”. Esta actitud es necesaria aunque no se vaya con pecados graves. Quien a lo largo del tiempo se confiesa de los mismos defectos y con la misma frecuencia y gravedad, vea seriamente si no está construyendo sobre arena o se limita a invocar: ¡Señor! ¡Señor!. No arrojemos margaritas a los chanchos, como censura el Señor en otra ocasión ( ).
Ya otras veces les he insistido en el esfuerzo por crecer continuamente en Cristo, que es la actitud propia del creyente. Es lo mismo que edificar sobre piedra. Pero hay que advertir que el problema no es de sola decisión humana. Todo paso adelante en la vida cristiana se produce gracias a dos causas parciales que trabajan juntas: la gracia del Espíritu Santo, que viene de Dios sin que nosotros podamos merecerla, y la voluntad de cada uno que la secunda. El mejor carro no puede avanzar ni un metro si carece de combustible. En nuestro caso el combustible necesario es la gracia de Dios. Sin ella todo se reduce a esfuerzo inútil; eso sí que sería construir sobre arena.
Pero la gracia, porque no puede exigirse a cambio de nada ni por ningún otro esfuerzo, sólo se consigue por la oración. De ahí que sea necesario orar para que nuestro esfuerzo consiga corregir el defecto o conseguir la virtud que necesitamos en cada etapa de la vida. De otra forma se edifica sobre arena y no sobre roca.
Construyamos sobre roca. Oremos. Continuemos hasta arrancar de raíz pecados y defectos de larga data. Con nuestro esfuerzo tenaz el Señor conseguirá cambiar nuestro corazón.
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