P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
LA CUARESMA
Continuación
1° DOMINGO DE CUARESMA
Conocida la meta del tiempo cuaresmal, vamos a recordar a continuación las grandes líneas litúrgicas del ciclo dominical A y del ferial de la Cuaresma.
El ciclo A de los domingos es obligatorio en las iglesias en que hay catecúmenos, y puede ser utilizado cada año en todas las demás iglesias (Prenotandos Generales del Leccionario, 13). Se recomienda también en el Misal Romano que en lo posible haya reuniones litúrgicas presididas por los obispos los domingos u otros días de la Cuaresma en los santuarios o en los templos de más prestigio religioso de cada ciudad. (Rúbrica Inicial de la Cuaresma)
El primer domingo cuaresmal del ciclo A se centra en recordar a los catecúmenos y a los fieles el misterio del pecado nacido de la tentación diabólica, y el misterio de la penitencia cristiana poderosa para desenmascarar al “seductor del mundo entero”.
La primera lectura nos recuerda la tentación y la caída de los primeros padres. San Pablo en la segunda lectura nos presenta a Adán y a Jesucristo en una contraposición religiosa impresionante; por Adán entró el pecado en el mundo, por Jesús llegó a los hombres pecadores el don gratuito de la amnistía y de la amistad divinas. La lectura del Evangelio tomada de San Mateo nos narra con muchos matices las tentaciones que Jesús debió soportar del Demonio y sus victorias contra Satanás.
Así, pues, todos los pecadores, sean éstos catecúmenos o fieles, han de poner en Jesús su única esperanza para ser liberados y perdonados del misterioso pecado y han de entrar con él decididamente a la penitencia, pues:
“Cristo, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal, y al rechazar las tentaciones del enemigo nos enseñó a sofocar la fuera del pecado” (Prefacio)
2° DOMINGO DE CUARESMA
La liturgia del domingo segundo va a profundizar la catequesis sobre la lucha inevitable del cristiano o del catecúmeno contra Satanás durante la Cuaresma, vista como símbolo de la vida humana en este mundo.
Para la liturgia de este domingo hay un arma imprescindible en esta lucha; ella es la fe, o dicho de forma más poética, el impulso misterioso a buscar el rostro del Señor:
“Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro»
Tu rostro buscaré, Señor;
no me escondas tu rostro”
(Antífona de entrada)
La fe cristiana es ante todo confesión viva, experimentada, sentida, de que el hombre no puede salvarse a sí mismo, ni puede derrotar los poderes diabólicos con sus esfuerzos humanos. Fe significa por tanto renuncia a la propia suficiencia y reconocimiento de la necesidad de ayuda venida de lo alto. Así el hombre, sea él cristiano o catecúmeno se abre al horizonte de Dios presente en Jesús, y no esperando nada de sí, lo espera todo de Dios, que todo lo puede. Fe quiere decir, pues, confiar y un edificar sobre el poder de Dios que actúa en Jesús.
La primera lectura nos presenta la figura de Abrahán, que fiado en Dios solamente, parte para cumplir aquel mandato misterioso de Yavé:
“Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra, que te mostraré”
Apoyado en Dios este hombre de fe “salió sin saber, a dónde iba” (Heb. 11,8). Por eso Abrahán ha sido siempre considerado en la Iglesia como el modelo del creyente, pues aparece en este relato bíblico como un hombre que no se apoya ni en sí ni en el mundo familiar de sus experiencias cotidianas; él cree sólo en la palabra de Dios, pues “ante las promesas de Dios, no tuvo duda ni desconfianza..., convencido de que Dios sabrá cumplir las promesas que ha hecho”. (Rom. 4, 20-21)
La figura de Abrahán muestra a los catecúmenos y a los cristianos, que durante la Cuaresma ellos deben anhelar la fe, que es certeza tranquila apoyada en la fidelidad de Dios mostrada en Jesús, y así podrán esperar, a pesar de todas las contradicciones y fracasos aparentes, el cumplimiento de las promesas de Dios anunciadas por Cristo.
La segunda lectura, tomada de la segunda Carta a Timoteo, nos exhorta a tomar parte con entusiasmo “en los duros trabajos por el evangelio” apoyados en la gracia de Dios, pues Dios nos ha llamado a una vocación “santa”, es decir, a una vida alejada del pecado, de los vicios y de las pasiones incontroladas en virtud, no de nuestro esfuerzo humano, sino de la gracia de Dios conocida ahora por la Manifestación gloriosa de nuestro “Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido la muerte y ha hecho irradiar luz de vida y de inmortalidad”.
Este optimismo cristiano lo viene a confirmar la lectura evangélica de la Transfiguración tomada de San Mateo: El desierto lleva a la montaña Santa, en donde se manifiesta el rostro de Dios. Junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, ambos ayunaron 40 días, y tras ese ayuno prolongado los dos subieron hasta el Monte de Dios... De esta manera los catecúmenos y los bautizados caminando duro por el desierto de la Cuaresma, llegarán a contemplar la gloria de Jesús en el día de la Pascua. Este domingo segundo es un anuncio de esa realidad espiritual, de ese aumento de fe, de esa experiencia religiosa.
La liturgia de este domingo nos lleva hasta el monte Tabor, para contemplar con Pedro, Juan y Santiago la identidad más honda de Jesús, a quien el domingo pasado habíamos visto luchar contra Satanás y sus seducciones.
El evangelista une el episodio de la Transfiguración con lo dicho anteriormente por medio de la expresión: “Seis días después”; en las líneas anteriores ¿de qué se trata? Sencillamente del anuncio de la pasión, muerte y resurrección (Mt. 16,21-23); de la necesidad que tiene el hombre de seguir al Señor con la cruz a cuestas, para salvar su vida (Mt. 16,27-28). Para confirmar la fe de los suyos sobre la identidad de su personalidad, Jesús
“se trasfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”.
El misterio de Jesús se devela un poco, lo divino encerrado en Él desde la encarnación se abre paso a través de su carne humana, y los apóstoles vieron con los “propios ojos de su majestad” (2 Pe. 1,16)
Aparecen dos personajes conocidos junto a Jesús, Moisés y Elías, dos figuras penitentes y contemplativas a la vez, y hablan sobre la partida de Jesús de este mundo al Padre.
Pedro tomó la palabra y dijo: “Señor es bueno quedarnos aquí”. Pero una voz más potente, más poderosa, salía de una nube luminosa acalló su voz humana y dijo:
“Este es mi Hijo amado... escuchadle”
Esta voz del Padre y esta gloria del Hijo sostuvieron la fe de los apóstoles, cuando participaron en la pasión de Jesús (2 Pe. 1,17-18) y ellas son las que sostienen hoy a los catecúmenos y a los fieles en sus luchas cotidianas con los poderes diabólicos, pues ellas engendran fe y esperanza en los corazones cristianos y les muestran la necesidad de abrazarse con la cruz para llegar a la gloria de Jesús, como lo enseña la liturgia de este domingo segundo de cuaresma con frases lapidarias:
“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias... Señor, Padre Santo, Dios Todopoderoso y Eterno, por Cristo Nuestro Señor.
Porque Él, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el momento santo el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la Ley y los Profetas, que la pasión es el camino de la resurrección” (Prefacio).
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Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982
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