P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
El Concilio de Trento abordó con valentía los abusos introducidos en la celebración de la Misa; muestra de ello fue el nombramiento de una comisión cuyo cometido sería reunir todas las corruptelas en la celebración de la Misa provenientes de la avaricia, de la irreverencia y de la superstición.
El trabajo de la comisión preparó el “Decreto sobre lo que se ha de observar y evitar en la celebración de la Misa”, aprobado por el Concilio en la sesión XXII del 17 de setiembre de 1562: los obispos debían velar sobre la práctica de los estipendios, se debía celebrar la Misa sólo en los lugares sagrados, se debía desterrar de la Misa toda conducta irreverente y la música ligera. Se debían suprimir las arbitrariedades en las oraciones y ceremonias de la Misa y la meticulosidad supersticiosa en el número de Misas... La reforma del Misal fue encomendada al Papa por un decreto de la sesión XXV.
Pío IV emprendió pronto la empresa y nombró una comisión de peritos. El resultado de la comisión llegó a feliz término con la publicación del Misal Romano por mandato del Papa Pío V el 14 de julio de 1570. El Misal fue declarado obligatorio con algunas restricciones para toda la Iglesia y de esta manera el problema de la reforma quedó resuelto por la imposición de un Misal unificado.
Para velar por la observancia exacta de las normas dadas por el Misal Romano de Pío V, Sixto V en 1588 creó la Congregación de Ritos. La Congregación no debía ser un impulso para la continuación de la reforma, sino un freno para fuerzas religiosas que buscaran introducir ritos nuevos en la celebración de la misa.
La época barroca sintió poco interés por la liturgia y tuvo una visión y vivencia de la Misa influenciada por la herencia recibida de la Edad Media, purificada por la reforma de Trento. Desaparecieron los abusos, pero en contrapartida la Misa vino a ser un culto en donde tomaba parte sólo el sacerdote y el clero; los fieles siguen desde lejos las ceremonias sagradas. Para fomentar la devoción del pueblo se siguió acudiendo a la explicación alegórica no sólo mediante la predicación ordinaria sino también mediante el popular teatro religioso.
Calderón de la Barca en su auto sacramental Los Misterios de la Misa resumió artística y popularmente las alegorías medievales. El gran dramaturgo hacía desfilar ante el pueblo cristiano en las festividades del Corpus a través de la Misa toda la historia de la redención, desde la caída de Adán hasta el final del mundo. La Eucaristía para los espectadores aparece como la gran llegada del Señor que se hace presente entre los hombres para repartirles y distribuirles las gracias de la salvación. Los hombres se reúnen entorno al altar para recibir estas gracias. En la obra no se habla de la participación de los fieles ni en el ofertorio ni en la comunión.
Y es que el rechazo protestante de la presencia real de Cristo en el Sacramento arrastró a los teólogos católicos y a la piedad popular a centrar la mirada ante todo en la veneración y glorificación del Pan y Vino Consagrados, y no les permitió contemplarlos desde otros puntos de vista. Por eso no nos puede llamar la atención si en esta época se enseñaba que la Misa es una de las cinco maneras de adorar a Cristo en el Sacramento, y si las devociones eucarísticas, como las Cuarenta Horas y las Procesiones Eucarísticas, superaban a veces a la Misa en el fervor con que participaba en ellas el Pueblo Católico (Jungmann, p. 207).
Una prueba de esta vivencia popular de la Eucaristía nos lo dan silenciosamente todavía los templos barrocos; en sus retablos cuajados de imágenes y refulgentes por el oro ocupa el lugar central el Sagrario y el Manifestador, en donde los fieles podían continuar adorando el Sacramento brotado del misterio de la Misa.
La Misa en la época barroca se consideraba como una celebración religiosa independiente de la homilía y de la comunión. El sermón se tenía antes de la misa y si duraba varias horas, se predicaba por la tarde. Poco a poco el púlpito se fue separando del presbiterio y había entrado en la nave del templo, y la homilía se había separado de la celebración eucarística. Lo mismo se puede decir de la comunión de los fieles; se hizo regla general dar la comunión después de las primeras Misas de la mañana. En la época barroca, gracias al celo apostólico de algunas congregaciones religiosas se incrementó la frecuencia de las comuniones; pero se trataba de una práctica piadosa fuera de la Misa, cuyo sentido no se percibía como la participación en el Sacrificio, sino como la visita del Señor, siempre presente entre los fieles en el Santísimo Sacramento.
Pasados los años barrocos existieron corrientes reformistas deseosas de hacer popular la Misa Romana, pero siempre hallaron estas corrientes una dificultad insalvable en la lengua latina, idioma oficial de la liturgia católica. Sólo la prudencia y seriedad del así llamado “Movimiento Litúrgico” nacido en el siglo XJX pudieron salvar el abismo milenario entre la liturgia y el pueblo.
Por la importancia que este movimiento ha tenido en la tarea de hacer popular la celebración de la Misa sin recurrir a la explicación alegórica, debemos ahora recordar brevemente su historia y su mística.
El movimiento litúrgico, es decir, el resurgimiento del entusiasmo religioso por la liturgia entre los fieles y el clero se remonta al benedictino don Guéranger, que en 1837 fundó la abadía de Solesmes y restauró así la orden benedictina en Francia. Creó una comunidad de monjes cuya espiritualidad estaba centrada en un contacto vivido con la oración de la Iglesia. Además, con diversas publicaciones hizo irradiar esta espiritualidad, entonces nueva, en los medios cultos católicos.
La renovación de don Guéranger halló acogida en Alemania gracias a la fundación de la abadía benedictina de Beuron en 1863, llevada a cabo por dos discípulos suyos. Alemania estaba preparada para recibir esta semilla y por eso a los pocos años se puso a la cabeza de la renovación litúrgica popular dentro de la iglesia.
Las fundaciones benedictinas hechas por Beuron en Bélgica, Maredsous en 1872 y Mont César en 1899, serían un nuevo punto de partida para nuevos avances. Otro benedictino, don Beauduin, lanzó desde Mont César el movimiento litúrgico popular y logró que su movimiento se extendiera rápidamente por todos los países católicos, ya antes de la guerra del 1914. Este nuevo movimiento aspiraba a llegar a las grandes masas católicas y miraba hacia el futuro respetando profundamente la tradición. El principal medio de difusión de este movimiento fue un pequeño misal popular.
El movimiento litúrgico alemán tuvo dos centros complementarios: La abadía de María-Laach fundó una escuela de estudios litúrgico-teológicos. Conocidas son las obras de don Odo Casel (1886-1948) sobre el misterio del culto cristiano. El canónigo regular de Klosterneuburg en Austria, Pius Parsh (1884-1954), dio al movimiento de lengua alemana una forma popular que se difundió por otras naciones católicas y por los países de misión.
Durante la guerra de 1940 la conjunción de Maria-Laach y de Klosterneuburg hizo posible una tercera etapa del movimiento litúrgico caracterizada por la participación comunitaria sin el apoyo de libros. En 1943 se creó en París el Centró de Pastoral Litúrgica con la revista “La Maison- Dieu”.
Por esos años el Papa Pío XII, en varios actos de su magisterio, hizo el elogio de la liturgia y dio instrucciones que constituían la aprobación oficial del movimiento litúrgico: Encíclicas Mediator Dei y Musicae Sacrae, discursos a los congresistas de Asís del 22 de setiembre de 1956.
La Constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II, promulgada el 4 de diciembre de 1963, ha representado la culminación de tantos esfuerzos, al convertir en doctrina de la Iglesia la mayoría de los principios teológicos y pastorales que el movimiento litúrgico había impulsado y defendido. En esta Constitución leemos que la Iglesia procura que los fieles no asistan a la misa como extraños y mudos espectadores, sino que comprendiéndola bien a través de los ritos y oraciones “participen consciente, activa y piadosamente en la acción sagrada” (SC. 48).
Con razón el P. Jungmann, uno de los principales teólogos del movimiento litúrgico, escribía días después de haberse publicado la Constitución:
‘‘Un gran don de Dios ha caído en nuestras manos, una dádiva divina y una obra al mismo tiempo que han trabajado manos humanas, una obra también de la mano humana, pero henchida de la vitalidad que Dios ha infundido a su Iglesia” (Barauna, p. 109).
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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.
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