PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 30 de marzo de 2016
Queridos hermanos y hermanos, ¡buenos días!
Terminamos hoy las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo Testamento, y lo hacemos meditando sobre el salmo 51, llamado Miserere. Se trata de una oración penitencial, en la cual la petición de perdón está precedida por la confesión de la culpa y en la cual el orante, dejándose purificar por el amor del Señor, se vuelve una nueva criatura, capaz de obediencia, de firmeza de espíritu, y de alabanza sincera.
El «título» que la antigua tradición judía ha puesto a este salmo hace referencia al rey David y a su pecado con Betsabé, la esposa de Urías el hitita. Conocemos bien la historia. El rey David, llamado por Dios para apacentar al pueblo y guiarlo por los caminos de la obediencia a la Ley divina, traiciona su misión y, tras haber cometido adulterio con Betsabé, hace asesinar al marido. ¡Qué feo pecado! El profeta Natán le desvela su culpa y le ayuda a reconocerla. Es el momento de la reconciliación con Dios, en la confesión del propio pecado. ¡Y aquí David fue humilde y grande! Quien reza con este salmo está invitado a tener los mismos sentimientos de arrepentimiento y de confianza en Dios que tuvo David cuando se arrepintió, y aun siendo rey, se humilló sin tener temor de confesar la culpa y mostrar la propia miseria al Señor, convencido de la certeza de su misericordia. Y no era un pecado pequeño, una pequeña mentira, lo que había hecho: ¡había cometido un adulterio y un asesinato!
El salmo inicia con estas palabras de súplica:
«Tenme piedad, oh Dios, según tu amor
por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa,
y de mi pecado purifícame» (vv. 3-4).
por tu inmensa ternura borra mi delito,
lávame a fondo de mi culpa,
y de mi pecado purifícame» (vv. 3-4).
La invocación está dirigida al Dios de misericordia para que, movido por un gran amor como el de un padre o de una madre, tenga piedad, o sea nos haga una gracia, muestre su favor con benevolencia y comprensión. Es un sentido llamamiento a Dios, el único que puede liberar del pecado. Son usadas imágenes muy plásticas: borra, lávame, purifícame. Se manifiesta en esta oración la verdadera necesidad del hombre: la única cosa que realmente necesitamos en nuestra vida es ser perdonados, liberados del mal y de sus consecuencias de muerte. Desgraciadamente la vida nos hace experimentar muchas veces estas situaciones, y sobre todo allí tenemos que confiar en la misericordia. Dios es más grande que nuestro pecado. No olvidemos esto, ¡Dios es más grande que nuestro pecado! «¡Padre no sé decirlo, he hecho tantas y grandes!». Dios es más grande que todos los pecados que nosotros podamos hacer. Dios es más grande que nuestro pecado. ¿Lo decimos juntos? Todos juntos: ¡Dios es más grande que nuestro pecado! Una vez más: «¡Dios es más grande que nuestro pecado!». Una vez más: «¡Dios es más grande que nuestro pecado!». Y su amor es un océano en el cual nos podemos sumergir sin miedo de ser vencidos: perdonar para Dios significa darnos la certeza de que Él nunca nos abandona. Sea lo que sea lo que podamos reprocharnos, Él es aún y siempre más grande que todo (cf. 1 Jn3, 20), porque Dios es más grande que nuestro pecado.
En este sentido, quien reza con este salmo busca el perdón, confiesa la propia culpa, y reconociéndola celebra la justicia y la santidad de Dios. Y después pide gracia y misericordia. El salmista se confía a la bondad de Dios, sabe que el perdón divino es enormemente eficaz, porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino que lo destruye y lo elimina pero lo elimina desde la raíz, no como sucede en la tintorería cuando llevamos un traje y le quitan la mancha. ¡No! Dios quita nuestro pecado desde la raíz, ¡todo! Por ello el penitente se vuelve puro, cada mancha es eliminada y él ahora está más blanco que la nieve incontaminada. Todos nosotros somos pecadores. ¿Es verdad esto? Si alguno de los presentes no se siente pecador que levante la mano... ¡Nadie! Todos lo somos.
Nosotros pecadores con el perdón nos volvemos criaturas nuevas, llenas por el Espíritu y llenas de alegría. Entonces una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que hemos acogido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los otros a no pecar más. «Pero Padre, soy débil, yo caigo y caigo». «Pero si caes, levántate. ¡Levántate!». Cuando un niño se cae, ¿qué es lo que hace? Alza la mano a la mamá, al papá para que lo levanten. ¡Hagamos lo mismo! Si tú caes por debilidad en el pecado levanta tu mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. ¡Esta es la dignidad del perdón de Dios! La dignidad que nos da el perdón de Dios es la de levantarnos, ponernos siempre en pie, porque Él ha creado al hombre y a la mujer para que estén de pie.
Dice el salmista:
«Crea en mí, oh Dios, un puro corazón,
un espíritu firme dentro de mí renueva […]
Enseñaré a los rebeldes tus caminos,
y los pecadores volverán a ti» (vv. 12. 15).
Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es aquello que necesitamos todos, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que cada pecador perdonado está llamado a compartir con cada hermano o hermana que encuentra.
Todos los que el Señor nos ha puesto a nuestro lado, los familiares, los amigos, los colegas, los parroquianos… todos, como nosotros, tienen necesidad de la misericordia de Dios. Es bonito ser perdonado, pero también tú, si quieres ser perdonado, debes a su vez perdonar. ¡Perdona! Que el Señor nos conceda, por la intercesión de María, Madre de misericordia, ser testigos de su perdón, que purifica el corazón y transforma la vida. Gracias.
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Tomado de:
http://w2.vatican.va/
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