PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 23 de marzo de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Nuestra reflexión sobre la misericordia de Dios nos introduce hoy en el Triduo Pascual. Viviremos el Jueves, Viernes y Sábado santo como momentos fuertes que nos permiten entrar cada vez más en el gran misterio de nuestra fe: la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Todo, en estos tres días, habla de la misericordia, porque hace visible hasta dónde puede llegar el amor de Dios. Escucharemos el relato de los últimos días de vida de Jesús. El evangelista Juan nos ofrece la clave para entender el sentido profundo: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). El amor de Dios no tiene límites. Como repetía con frecuencia san Agustín, es un amor que llega «hasta el fin sin fin». Dios realmente se da todo por cada uno de nosotros y no se guarda nada. El misterio que adoramos en esta Semana Santa es una gran historia de amor que no conoce obstáculos. La Pasión de Jesús dura hasta el fin del mundo, porque es una historia del compartir el sufrimiento de toda la humanidad y una presencia permanente en los acontecimientos de la vida personal de cada uno de nosotros. En resumen, el Triduo Pascual es memorial de un drama de amor que nos dona la certeza de que nunca seremos abandonados en las pruebas de la vida. El Jueves santo Jesús instituye la Eucaristía, anticipando en el banquete pascual su sacrificio en el Gólgota. Para hacer comprender a sus discípulos el amor que lo anima, lava sus pies, ofreciendo una vez más el ejemplo en primera persona de cómo ellos mismos debían actuar. La Eucaristía es el amor que se hace servicio. Es la presencia sublime de Cristo que desea alimentar a cada hombre, sobre todo a los más débiles, para hacerles capaces de un camino de testimonio entre las dificultades del mundo. No sólo. En el darse a nosotros como alimento, Jesús atestigua que debemos aprender a compartir con los demás este alimento para que se convierta en una verdadera comunión de vida con cuantos están en la necesidad. Él se dona a nosotros y nos pide permanecer en Él para hacer lo mismo.
El Viernes santo es el momento culminante del amor. La muerte de Jesús, que en la cruz se abandona al Padre para ofrecer la salvación al mundo entero, expresa el amor donado hasta el final sin fin. Un amor que busca abrazar a todos, sin excepción. Un amor que se extiende a todo tiempo y a todo lugar: una fuente inagotable de salvación a la cual cada uno de nosotros, pecadores, puede acceder. Si Dios nos ha demostrado su amor supremo en la muerte de Jesús, entonces también nosotros, regenerados por el Espíritu Santo, podemos y debemos amarnos los unos a los otros.
Y, finalmente, el Sábado santo es el día del silencio de Dios. Debe ser un día de silencio, y nosotros debemos hacer de todo para que para nosotros sea una jornada de silencio, como fue en ese tiempo: el día del silencio de Dios. Jesús puesto en el sepulcro comparte con toda la humanidad el drama de la muerte. Es un silencio que habla y expresa el amor como solidaridad con los abandonados de siempre, que el Hijo de Dios alcanza colmando el vacío que sólo la misericordia infinita del Padre Dios puede llenar. Dios calla, pero por amor. En este día el amor —ese amor silencioso— se vuelve espera de la vida en la resurrección. Pensemos, el Sábado santo: nos hará bien pensar en el silencio de la Virgen, «la Creyente», que en silencio esperaba la Resurrección. La Virgen deberá ser el icono, para nosotros, de ese Sábado santo. Pensad mucho cómo la Virgen vivió ese Sábado santo; en espera. Es el amor que no duda, sino que espera en la palabra del Señor, para que se haga manifiesta y resplandeciente el día de Pascua.
Es todo un gran misterio de amor y de misericordia. Nuestras palabras son pobres e insuficientes para expresarlo plenamente. Nos puede ayudar la experiencia de una muchacha, no muy conocida, que ha escrito páginas sublimes sobre el amor de Cristo. Se llamaba Juliana de Norwich; era analfabeta, esta joven que tuvo visiones de la Pasión de Jesús y que luego, en la cárcel, describió con lenguaje sencillo, pero profundo e intenso, el sentido del amor misericordioso. Decía así: «Entonces nuestro buen Señor me pregunto: “¿Estás contenta que yo haya sufrido por ti?”. Yo dije: “Sí, buen Señor, y te agradezco muchísimo; sí, buen Señor, que Tú seas bendito”. Entonces Jesús, nuestro buen Señor, dice: “Si tú estás contenta, también yo lo estoy. El haber sufrido la pasión por ti es para mí una alegría, una felicidad, un gozo eterno; y si pudiera sufrir más lo haría”». Este es nuestro Jesús, que a cada uno de nosotros dice: «Si pudiera sufrir más por ti, lo haría».
¡Qué bonitas son estas palabras! Nos permiten entender de verdad el amor inmenso y sin límites que el Señor tiene por cada uno de nosotros. Dejémonos envolver por esta misericordia que nos viene al encuentro; y que en estos días, mientras mantenemos fija la mirada en la pasión y la muerte del Señor, acojamos en nuestro corazón la grandeza de su amor y, como la Virgen el Sábado, en silencio, a la espera de la Resurrección.
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Tomado de:
http://w2.vatican.va/
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