“Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”. Así se inicia el Evangelio de San Marcos, que la Iglesia nos pide que leamos en los domingos de este año litúrgico. Es posiblemente el texto más antiguo de los cuatro que tenemos hoy. Lo escribe Marcos, posiblemente en Roma. Su fuente primera es la catequesis de San Pedro a la comunidad cristiana de Roma. Marcos, muy cercano a Pedro por amistad familiar, vino a ser como su secretario; también acompañó a Pablo en su primer viaje apostólico y en otras ocasiones (v. 1Pe 5,13; Col 4,10; Hch 12,25). En su casa, que debía ser grande, se reunía una comunidad cristiana. Al fin de la vida de Pedro o apenas muerto ya, escribe el evangelio a petición de los cristianos de Roma.
“Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”. Este título de “Hijo de Dios”, referido a Jesús, hay que entenderlo en su pleno contenido dogmático, como ustedes lo hacen. Porque Jesucristo es en verdad “el Hijo de Dios”. Así se le llama, sin ninguna exageración, simplemente porque lo es. Y lo es en el sentido de la fe cristiana: no ha sido creado, es el Hijo natural de Dios Padre; preexiste desde la eternidad, porque es Dios con el Padre. Esta es una de las muchas veces que la Escritura expresa la fe cristiana en la divinidad de Cristo. El evangelio de Marcos, pues, supone desde el comienzo que el lector cree ya que Cristo es Dios, el Hijo de Dios, hijo de Dios por naturaleza.
Los cuatro evangelios prologan la presentación de la vida pública de Jesús con la figura de San Juan Bautista, que aparece en Judea meses antes en el desierto exhortando a la conversión y penitencia y anunciando la próxima aparición de Jesús, el Mesías o “Ungido” de Dios, prometido repetidamente por Dios en el Antiguo Testamento.
La Iglesia se está preparando en estas semanas del adviento para la Navidad, el nacimiento de Jesús. Varios son los modos de Jesús de estar presente y de venir a la Iglesia y a cada uno de nosotros, que somos piedras vivas del gran templo, que es la Iglesia, morada de Dios entre los hombres y con los hombres. Como ya lo expliqué, uno de esos modos está en la liturgia. En cada tiempo litúrgico Dios viene a la Iglesia con gracias especiales. La Navidad es un tiempo especialmente fuerte; por eso debemos estar todos bien vigilantes; recuerda a San Juan Bautista y nos repite con fuerza su mensaje: Jesucristo, Dios salvador, viene lleno de gracia y de verdad; aprovéchate para crecer en el conocimiento de la verdad de Dios y también del hombre que eres, y en la gracia del dominio y posesión de ti mismo para que tu vida sea más fecunda todavía de lo que es y pases por este mundo haciendo el bien y glorificando a Dios, como lo hizo Cristo.
La vigilancia cristiana y la preparación del camino a Cristo, que viene, tiene siempre puntos comunes. Juan “predicaba que se convirtieran y se bautizaran para que se les perdonasen sus pecados”. También la preparación para la Pascua, otro gran tiempo de gracia, incluye el esfuerzo de conversión. En general el camino de la gracia de Dios empieza siempre ahondando la conversión; adviertan que la misma misa, como tantos actos de piedad, comienza activando el deseo y esfuerzo de conversión y la petición de su gracia, como por ejemplo en el rito inicial de la misa.
Por eso, hermanos, no lean ni escuchen este evangelio de hoy como cosa ya sabida, realizada de modo suficiente y que tal vez no se refiera a mí, que llevo años de vida cristiana, recibiendo con frecuencia los sacramentos, orando a diario, participando activamente en una obra de apostolado. Si la palabra de Dios, al leerla o escucharla, no me mueve a entrar en la viña y trabajar, es que no la he entendido.
¿Alguno querrá compararse con San Pablo? Pues a pesar de trabajos apostólicos jugándose la vida, haber sido encarcelado y azotado, con tres naufragios, con el esfuerzo y ciencia que suponen las numerosas cartas a las iglesias, con las gracias místicas de oración que tuvo, dice sin embargo de sí mismo en la Carta a los Romanos que “el pecado está en mí”, que a veces queriendo hacer el bien acaba haciendo el mal, vencido por la dificultad de la concupiscencia o tendencia del pecado, es decir que sigue teniendo que luchar contra su propia naturaleza, que le estorba el servicio de Dios. Gracias a Dios que cuenta con la gracia (v. 2Cor 11,23-12,10; Ro 7,14-20).
Nadie se imagine que no necesita de conversión. Es necesidad constante de un cristiano. Para que la Navidad sea de verdad una fiesta, la fiesta de Jesús que viene, es necesaria la conversión. Aquellos hombres se conmovían con la predicación del Bautista, se arrepentían de sus pecados y lo manifestaban dejándose bautizar. También nosotros necesitamos conversión. Conviértanse, renueven el esfuerzo y confiesen sus pecados, reciban los sacramentos; que el que viene les bautizará con el Espíritu Santo. ¿No hay un defecto que hace menos agradable la vida de familia o la vida de trabajo? ¿Han crecido este año en su vida de oración? ¿Les es menos difícil o más fácil? ¿Quién no está a gusto en compañía de quien ama? ¿Cómo llevo las cruces y sufrimientos? ¿Quejas, lamentos, siembra de tristeza? ¿Se dan gracias a Dios por lo que se tiene o siempre hay insatisfacción por lo que no se tiene? ¿Doy limosna? ¿con alegría? ¿puedo dar más? ¿Cómo pienso o hablo de los demás? ¿sobre todo de sus defectos o de sus virtudes?
Que la Inmaculada Virgen María, cuya fiesta vamos a celebrar esta semana, nos ayude con su apoyo en este nuestro esfuerzo para estar bien preparados para celebrar esta Navidad.
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