Matrimonios: Sarmientos para dar frutos, 2º Parte

P. Vicente Gallo, S.J.


2. Evangelizar sirviendo a las personas y a la sociedad


Sólo viviendo el Evangelio, con toda la fuerza del Espíritu de Dios, los creyentes o sus agrupaciones son verdadera Iglesia de Cristo, son agentes evangelizados y evangelizadores. Sólo así son servidores de las personas y de la sociedad; como también, solamente sirviendo a las personas y a la sociedad, son evangelizadores del mundo en el que viven y lo salvan en nombre de Cristo. La Iglesia vive y camina hacia la Patria, pero siendo solidaria de la historia humana. El “Reino de Dios” está ya en este mundo como inicio, glorificando al Padre y siendo el Hijo glorificado en El (Jn 17 1-5); es, ya aquí, fuente de liberación plena y de salvación total para los hombres, perdidos sin El.

“Con la Encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con cada hombre” (GS 22); y el cristiano no sólo debe revelar ese Cristo a los hombres, sino que ha de revelarles al hombre como Dios le conoce y le ama. “La Iglesia, sana y eleva la dignidad humana, refuerza la estructura de la sociedad, y llenando de más profundo sentido la actividad cotidiana de los hombres... hace más humana su historia” (GS 40).

“El hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su Misión,...la vía trazada por el mismo Cristo para la Redención” (Redemptor Hominis, 14). Pues bien: en esta animación cristiana del orden temporal, que compete a la Iglesia de Cristo, los laicos, a causa de su índole secular, tienen el puesto más importante y el más peculiarmente suyo. Evangelizar las familias cristianas a todas las familias, ha de ser su principal trabajo de evangelización, pues en la familia nacen y crecen los creyentes.

Jesucristo dijo esta frase lapidaria: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?” (Mc 8, 36). Ello equivale a decir que el hombre no vale por lo que tiene, sino por “lo que es”: todos los bienes que el hombre puede poseer, valen menos que el bien de “ser persona”, creado “a imagen y semejanza de Dios”, llamado a ser “hijo de Dios” como Jesús “el Hijo”, y ser templo vivo del Espíritu Santo, para vivir con Dios su vivir eterno ya desde este mundo. Violar la dignidad de la “persona” humana, clama venganza ante el Altísimo, que lo ama sobremanera.

El hombre jamás puede ser tratado como objeto utilizable, como una cosa; ni ser valorado desde esa categoría. La dignidad de “persona” la tienen todos por igual; y es inadmisible cualquier tipo de discriminación en esa dignidad, por raza, posición económica o social, ni aun por género o por edad. La “persona” no puede ser anulada por la sociedad, la institución en la que vive, o la estructura del necesario vivir en sociedad. La “persona” puede servir al colectivo como en una cadena para unir fuerzas y eficacia, pero no como una pieza en el engranaje del sistema. Dios llama a cada uno por su propio nombre, no como perteneciendo a algo ni a alguien. En el respeto de la igual dignidad de “personas”, y la relación de solidaridad entre los hombres, debe ser “por lo que son”, no “por lo que tienen”. Aunque el “tener” forma parte de “el ser” y lo hace más valioso.

La dignidad de “las personas” exige el respeto, la defensa y la promoción de “los derechos” de todo hombre, así como el carácter sagrado de “los deberes” de los que “la persona” es responsable ante Dios y ante los demás. El primero de los derechos y deberes irrenunciables es la vida, con la salud: no son admisibles el asesinato, el aborto, el suicidio ni la eutanasia. Y, dentro del derecho a vivir, está incluido el derecho al trabajo. Otros derechos son el acceso a la vivienda, la familia, la educación, la cultura, la libertad de creencias, de expresión y de asociación, y otros más.

La Iglesia proclama que los derechos no son “concesiones que da la ley”, sino que los da Dios; la ley, simplemente los defiende y los garantiza. Pero la Iglesia, que los proclama y defiende en nombre de Dios, no de los hombres, cuenta para ello principalmente con los laicos: los padres, los educadores, los médicos, los que gobiernan, legislan o juzgan en nombre de Dios y de su Pueblo. No puede quebrantarlos un hombre erigido en autoridad o nombrado para servir ejerciéndola.

La Iglesia, en nombre de Dios, excluye las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, las degradaciones para sobrevivir, como son la prostitución o tantos modos de vivir vendiéndose; situaciones que degradan la civilización humana y deshonran más a sus autores que a sus víctimas. La iglesia defiende que la vida y la persona del hombre no se pueden manipular, ni siquiera en el inicio o en fase alguna de su vida, como juegos o experiencias de la bioética o de cualquiera de las ciencias para un pretendido progreso.

Urge ser trabajadores en la Viña de Dios para crear una cultura de vida frente a la cultura dominante de muerte, de opresión, o de explotación del hombre por el hombre. La fe en Cristo es no sólo un “SI” a Dios que quiere amarnos en Jesucristo como hijos; sino también el “SI” dado con Dios al hombre y a favor de su vida como “persona” amada por su Creador, que hace sagrados los derechos y los deberes humanos.


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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.


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