Reflexión del Evangelio del Domingo XIX del Tiempo Ordinario.
Lucas, 12, 32-48
Jesús nos traza un hermoso perfil de lo que quiere de los cristianos, de cada uno de nosotros.
Jesús hablando con sus apóstoles les dice que no tengan miedo, aunque sean un grupo tan pequeño (les dice “un pequeño rebaño), y esto porque el Padre ha decidido nada menos que darles el Reino. Y a este propósito les dice cómo deben ser ellos, cómo debe ser el verdadero discípulo.
Debe ser un hombre que tenga confianza, que no viva en el temor. Que sepa buscar los verdaderos bienes, y que lo demás lo venda y lo entregue en limosna. Jesús imagina a un verdadero discípulo, como alguien que tiene puesto su corazón en el único bien que no se agota, en el bien definitivo, en Dios que es el Bien. Y mientras vive en este mundo Jesús invita al verdadero discípulo a que siempre tenga la lámpara encendida. Siempre creyendo y siempre esperando. Que tenga una vida iluminada por la lámpara que es la luz de Dios mismo. Y en una actitud vigilante, como el que espera la llegada de su Señor, como un gran acontecimiento. Y que mientras llega el Señor espera, está vigilante y trata bien a sus hermanos y que no hace daño a nadie.
Es una hermosa y exigente descripción de lo que debe ser un cristiano. Un hombre alegre y positivo, que de nada depende, que ama a Dios hasta querer darle todo, y dárselo en los hermanos. Un hombre que siempre tiene luz, y está en la luz. Un hombre lleno de esperanza, que comunica esa esperanza, y que es la esperanza de estar caminando hacia Dios, el gran porvenir, donde las riquezas son verdaderas y nada las corroe. Y que vive la vida con verdad, con bondad y como un servicio.
El Señor no quiere menos de cada uno de nosotros, y nos hace en esos términos su propuesta. Este es el “humanismo” del Evangelio.
Y se juntan en él estas dimensiones: la alegría, el desprendimiento y la libertad, el amor y la ilusión por Dios. La fe que le da verdad y autenticidad a toda su vida y sus acciones. Y esa firmeza en el caminar que da la certeza de saber a dónde se encaminan los pasos. Se junta con esto el vivir en fraternidad, con todos los compañeros de este viaje que es la vida.
El centro de todo esto es el amor de Dios, la apertura del corazón a este Dios infinito y cercano, Padre, corazón donde el hombre vive seguro, y donde la vida es un manantial. Y ahí en ese “escondite” del corazón de Dios todas las sombras y los temores se quedan fuera, no pueden entrar. En ese calor el hombre escucha las palabras del que lo ama y que le dice: no tengas miedo.
Y al vivir cerca de la fuente de la vida, el cristiano sabe lo que es el tesoro, y vende todo lo demás, porque nada le puede interesar de verdad, después de haber experimentado y vivido lo que es el Supremo Bien. Todo lo demás son sombras, y son baratijas, que vale la pena darlas, para asegurar ese amor, que se ha descubierto. Fuera de ese Tesoro, nada es tesoro; por eso San Pablo en determinado momento dirá de todo eso que el mundo tanto estima: todo lo juzgo basura, con tal de poseer a Cristo.
Por ese contacto interior con el Dios de la vida, por esa relación de amor hondo que se ha establecido, la vida se ha iluminado, la lámpara se ha encendido. Se ha hecho la claridad hacia dentro y hacia fuera. Y ahora es importante mantener la lámpara encendida, para que guíe nuestros pasos, y nos haga ver con diafanidad los verdaderos valores, la realidad auténtica de las cosas. Tener las lámparas encendidas.
Y nos llena de ilusión saber que nuestro Padre nos ha prometido el Reino, por eso caminamos con esperanza hacia la meta donde lo encontraremos a El, al Dios adorado, ya sin velos y sin sombras, y donde el amor será todo Luz y la luz será todo Amor.
El Señor nos invita a construir este camino y este futuro, estando alerta y sirviendo al Señor en los hermanos, teniendo de verdad a nuestros compañeros de este camino de la vida, de verdad como hermanos a los que queremos hacer todo bien, sirviéndolos como presencias del Señor a quien seguimos y hacia el que caminamos.+
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