El Sacramento de la Reconciliación
P. Vicente Gallo, S.J.
Es otro sacramento que debemos retomar en serio, nos dice el Papa, al comenzar el nuevo mileno. Es el de confesarnos ante la Iglesia como pecadores, recibir de nuevo el perdón por medio de ella, y renovarnos, por la gracia del Bautismo, en nuestra entrega a Cristo, que desde el comienzo ya fue total y definitiva. En aquel “Primer Día de la Semana”, cuando vino a los suyos Cristo resucitado, al darles el Espíritu Santo, les dio el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 23); ese poder que sólo es de Dios, y que, en Jesús, se ha dado a los hombres (Mt 9, 1-8), los elegidos por él para continuar la misión suya.
Sólo por medio de la Iglesia recibimos la Salvación. Sólo por medio de ella recibimos el Mensaje de la Salvación, y la fe en el Salvador. Sólo por medio de ella nos hacemos de Cristo mediante el Bautismo y recibimos allí la remisión de los pecados. Si después pecamos, la Iglesia peca en nosotros, y manchamos con ello el Rostro de Cristo pecando en su Cuerpo (Rm 6), haciendo nosotros pecadora a su Esposa la Iglesia que él se la hizo santa e inmaculada (Ef 5, 25-27). Y sólo mediante la Iglesia podremos recibir de Dios el perdón de nuevo convertido, hecho así de Cristo con firmeza renovada.
Mediante este Sacramento de Salvación, nos presentamos ante la Iglesia para confesar que hemos fallado pecando (Lc 15, 15, 21), no alegando disculpas, sino pidiendo que interceda por nosotros ante el Señor y en nombre suyo nos otorgue el perdón, para comenzar así una vez más siendo de Cristo nuestro Salvador (Mt 24, 13). Con esa fórmula comenzamos siempre nuestras Reuniones Litúrgicas, y también la Misa. Cuando los pecados son especialmente serios, habrá que “decírselo a la Comunidad” (Mt 18, 15); pero se hace en privado, con el Ministro de la Iglesia para el perdón, obrando la Iglesia con esa misericordia divina de no afligir al pecador (Jn 8, 10-11).
Este es el Sacramento de la Reconciliación que siempre estamos necesitados de repetir y renovar. Reconciliándonos con Dios, a la vez que reconciliándonos con nosotros mismos y con los hombres nuestros hermanos. En nuestra vida de relación con los demás, pecamos los unos y los otros: también en la relación de pareja sacramentada, habiéndole dicho a Dios al casarse que prometían amarse y respetarse todos los días con un amor como el que nos tiene Cristo. Dolorosamente, se peca hasta en la vida sagrada de la familia, que debería ser la familia de Dios aquí en la tierra, como la de Nazaret.
¿Cada cuánto tiempo tendremos que “reconciliarnos” de veras, al reconciliarnos con Dios? El mandato de la Iglesia es que lo hagamos siquiera para celebrar la Pascua, en la que recordamos todos nuestro Bautismo. Pero ojalá pudiéramos hacerlo cada Domingo, día semanal de esa Pascua del Señor vencedor y resucitado, resucitando con él (Col 3, 1-4). Este es el sacramento que la Iglesia pone a nuestra disposición para nuestro consuelo y nuestra esperanza permanentes. A la vez que para nuestra continua conversión, necesaria hoy como en los milenios anteriores.
Al comenzar el nuevo milenio, el mundo se pierde en la crisis de haber perdido la conciencia de pecado. Queriendo liberarse de ese “sentido de pecado”, se pierde más y más cada día, pactando con lo impactable, reforzando las estructuras del mal, haciendo que todos pequen, mientras, por otra parte, se persigue debidamente a los que delinquen. De esa manera se deja a los hombres perecer sin el Salvador Jesucristo, hundidos bajo el peso de la propia culpabilidad, tenida y sentida; quitando al hombre la posible fe en sí mismo y en lo que con sus esfuerzos pretende realizar, eliminando el horizonte de la esperanza, sin ver a Dios como Salvador por medio de su Iglesia.
Al comenzar el nuevo milenio, el mundo se pierde en la crisis de haber perdido la conciencia de pecado. Queriendo liberarse de ese “sentido de pecado”, se pierde más y más cada día, pactando con lo impactable, reforzando las estructuras del mal, haciendo que todos pequen, mientras, por otra parte, se persigue debidamente a los que delinquen. De esa manera se deja a los hombres perecer sin el Salvador Jesucristo, hundidos bajo el peso de la propia culpabilidad, tenida y sentida; quitando al hombre la posible fe en sí mismo y en lo que con sus esfuerzos pretende realizar, eliminando el horizonte de la esperanza, sin ver a Dios como Salvador por medio de su Iglesia.
Es claro el peligro de hacer planes de pastoral dejando al margen la urgencia de este Sacramento. Pero todo se viene abajo si se quita la práctica de este Sacramento de la necesaria reconciliación y conversión, para renovar la valentía que se debe tener en los afanes de lo que llamamos “Pastoral” o “Evangelización”. En este mundo adverso y difícil de abordar con nuestro Evangelio, es fácil caer en el desánimo al ver lo fácil de nuestro mismo pecado propio, y sentir que nosotros naufragamos junto con el mundo que pretendemos salvar con Cristo.
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Para leer la 1º Parte: Ser de Jesucristo
Para leer la 2º Parte: La Eucaristía Dominical
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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