P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.†
Lecturas: Is 53,10-11; S. 32; Heb 4,14-16; Mc 10,35-45
Tengámoslo claro: para servir, no para que nos sirvan.
Tengámoslo claro: para servir, no para que nos sirvan.
Tras el pasaje del joven rico y las riquezas del domingo pasado, el texto de Marcos reproduce la tercera predicción de la pasión y muerte e inmediatamente esta perícopa de hoy. Jesús camina hacia Jerusalén. Estamos a una semana o diez días antes de su muerte. La escena siguiente en San Marcos tiene lugar en Jericó a un día de camino hacia Jerusalén. Dan la impresión, tanto Jesús de que es consciente del inmediato fin de su vida y de la necesidad de recalcar a los discípulos los puntos clave de su enseñanza, como San Pedro de hacer lo mismo en su catequesis a los catecúmenos y recién bautizados con la enseñanza de lo más importante de la vida cristiana.
Si la ambición de poseer permanecía en los discípulos –como comentamos el domingo pasado–, la ambición del poder y de ser el primero era mucho más aguda y operante. La primera parte del evangelio de hoy es una prueba clara. Recordemos a los discípulos discutiendo sobre ello cuando Jesús les dio la lección con un niño; tres veces les había hablado proféticamente de su pasión; y todavía seguían empecinados, tercos, aspirando toditos a ser el primero. Hasta en la Última Cena tendrán una conducta bajo este aspecto vergonzosa y Jesús, lavándoles los pies, insistirá en la exigencia de la humildad. Si para los hombres separar el corazón de la riqueza es imposible, no digamos nada de la ambición de ser el primero.
Los dos apóstoles Santiago y Juan son especialmente predilectos de Jesús juntamente con San Pedro. En las listas de apóstoles están siempre en primer lugar y son los que Jesús quiere que le acompañen en momentos cumbre como en la Transfiguración y en la oración de Getsemaní. Los exegetas sospechan que su madre estaba emparentada con la de Jesús. Estuvo con ella al pie de la cruz. El paralelo de Mateo dice que fue ella la que personalmente presentó a Jesús la petición de sus hijos; no es imposible que la idea hubiera nacido en ella misma y se la inculcase a sus hijos.
No pasen por alto todos estos detalles. Nos indican lo difícil que es entrar en el corazón y misterio de Jesús. Le han escuchado las bienaventuranzas (“bienaventurados cuando les injurien”); las malaventuranzas (“ay cuando todos hablen bien de ustedes”); lo de que “los primeros serán los últimos y los últimos los primeros”; lo de los niños a los que hay que asemejarse; tres veces solemnemente y otras sin ese énfasis pero con claridad había predicho su pasión y muerte; y todavía continúan con la ambición de aprovecharse de Jesús para ser los primeros, sentándose en su gloria “uno a la derecha y otro a la izquierda”.
El cáliz y el bautismo de que Jesús les habló era el de su propia sangre (v. Mt 20,22; Lc 12,50) y los Zebedeos lo entendieron. Eso sí. No se echaban atrás. Aceptaban que el precio de sus ambiciones fuera el sufrimiento. Sin embargo no habían comprendido –ni los demás tampoco– el verdadero espíritu de Jesús.
Jesús no acepta la buena disposición, el coraje (digamos) de Santiago y Juan: “Ustedes saben que los que son tenidos como jefes de las naciones las dominan como señores absolutos –mejor sería traducir “las tiranizan”– y les hacen sentir su autoridad –sería mejor “las someten”–. Pero entre ustedes no debe ser así: el que quiera ser grande, que se haga servidor de todos; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y su vida en rescate por todos”. Ya dije que en los evangelios el término “Hijo del hombre” únicamente lo emplea Jesús y nombrándose a sí mismo y acentuando su conciencia de que Él es Dios. También expliqué en otra ocasión que el modo de construir las frases por contraposiciones y en paralelismo son muy hebreas. Facilitan el aprendizaje de memoria y suscitan la atención. De todo esto se deduce que –aunque sea posible que se haya introducido alguna modificación ligera– son del mismo Jesús a la letra. Son ideas que se repiten en otras partes de los evangelios. Y Jesús las expresa con lenguaje condenatorio y duro; y como son muy importantes para él, las repite.
No es fácil. No nos extrañe que no seamos mejores que los Zebedeos. Nos cuesta ser menos que los demás. Me atrevo a hacerles una afirmación. En nuestra vida la mayor proporción de las veces en que nos sentimos mal es porque nos parece que nos han humillado; que no son reconocidos ni nuestros valores, ni nuestro trabajo, ni nuestra buena intención, ni nuestros aportes, ni, menos, nuestros logros. Una gran parte de los conflictos en la familia, en el trabajo, en los grupos sociales y aun eclesiales, son por el afán de ser los primeros, de imponer las propias opiniones, de frustración por no ser valorados nuestros aportes, de heridas sicológicas que nos produce la envidia, la indiferencia, la vanidad o la soberbia de los demás para con nosotros.
No yo, es Cristo, “el Hijo del hombre”, quien les sugiere el secreto de la paz y alegría en el corazón: Hacerse el servidor de todos y el esclavo de todos. San Pablo se lo dice a sus queridos filipenses: “Nada hagan por rivalidad, ni por vanagloria, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo. El cual, siendo Dios, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,3-8).
Cierto que semejante conducta es imposible sin la gracia de Dios. Por eso pídanla a Dios continuamente en su oración. Verán cómo (aunque duro) es fácil el hacerse santo. Aguanten sin quejarse esa palabra altanera, grosera o molesta; sufran con paciencia las consecuencias de aquella equivocación o, tal vez, falta; reconozcan sus limitaciones y manifiesten su necesidad de ayuda o de consejo; manifiesten de forma serena y humilde pero clara la verdad con la Iglesia en cuestiones graves (como ahora la del aborto) aun a riesgo de ser tildados de anticuados. Si procuran vivir así, tendrán la experiencia de que Dios bondadoso está muy cerca, y ustedes le pedirán ayuda, le ofrecerán sus cruces, le agradecerán que les haya ayudado y hará sentir en el fondo de sus corazones su aprobación y la presencia y fuerza de su Espíritu. Porque “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (St 4,6). “Hagan esto y vivirán” (Lc 10,28).
El cáliz y el bautismo de que Jesús les habló era el de su propia sangre (v. Mt 20,22; Lc 12,50) y los Zebedeos lo entendieron. Eso sí. No se echaban atrás. Aceptaban que el precio de sus ambiciones fuera el sufrimiento. Sin embargo no habían comprendido –ni los demás tampoco– el verdadero espíritu de Jesús.
Jesús no acepta la buena disposición, el coraje (digamos) de Santiago y Juan: “Ustedes saben que los que son tenidos como jefes de las naciones las dominan como señores absolutos –mejor sería traducir “las tiranizan”– y les hacen sentir su autoridad –sería mejor “las someten”–. Pero entre ustedes no debe ser así: el que quiera ser grande, que se haga servidor de todos; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y su vida en rescate por todos”. Ya dije que en los evangelios el término “Hijo del hombre” únicamente lo emplea Jesús y nombrándose a sí mismo y acentuando su conciencia de que Él es Dios. También expliqué en otra ocasión que el modo de construir las frases por contraposiciones y en paralelismo son muy hebreas. Facilitan el aprendizaje de memoria y suscitan la atención. De todo esto se deduce que –aunque sea posible que se haya introducido alguna modificación ligera– son del mismo Jesús a la letra. Son ideas que se repiten en otras partes de los evangelios. Y Jesús las expresa con lenguaje condenatorio y duro; y como son muy importantes para él, las repite.
No es fácil. No nos extrañe que no seamos mejores que los Zebedeos. Nos cuesta ser menos que los demás. Me atrevo a hacerles una afirmación. En nuestra vida la mayor proporción de las veces en que nos sentimos mal es porque nos parece que nos han humillado; que no son reconocidos ni nuestros valores, ni nuestro trabajo, ni nuestra buena intención, ni nuestros aportes, ni, menos, nuestros logros. Una gran parte de los conflictos en la familia, en el trabajo, en los grupos sociales y aun eclesiales, son por el afán de ser los primeros, de imponer las propias opiniones, de frustración por no ser valorados nuestros aportes, de heridas sicológicas que nos produce la envidia, la indiferencia, la vanidad o la soberbia de los demás para con nosotros.
No yo, es Cristo, “el Hijo del hombre”, quien les sugiere el secreto de la paz y alegría en el corazón: Hacerse el servidor de todos y el esclavo de todos. San Pablo se lo dice a sus queridos filipenses: “Nada hagan por rivalidad, ni por vanagloria, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo. El cual, siendo Dios, se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2,3-8).
Cierto que semejante conducta es imposible sin la gracia de Dios. Por eso pídanla a Dios continuamente en su oración. Verán cómo (aunque duro) es fácil el hacerse santo. Aguanten sin quejarse esa palabra altanera, grosera o molesta; sufran con paciencia las consecuencias de aquella equivocación o, tal vez, falta; reconozcan sus limitaciones y manifiesten su necesidad de ayuda o de consejo; manifiesten de forma serena y humilde pero clara la verdad con la Iglesia en cuestiones graves (como ahora la del aborto) aun a riesgo de ser tildados de anticuados. Si procuran vivir así, tendrán la experiencia de que Dios bondadoso está muy cerca, y ustedes le pedirán ayuda, le ofrecerán sus cruces, le agradecerán que les haya ayudado y hará sentir en el fondo de sus corazones su aprobación y la presencia y fuerza de su Espíritu. Porque “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (St 4,6). “Hagan esto y vivirán” (Lc 10,28).
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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita†
Director fundador del blog
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