P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.†
Lecturas: Gen 2,18-24; S 127,1-6; Heb 2,9-11; Mc 10,2-12
Lo que Dios ha unido, unámoslo con Dios
Lo que Dios ha unido, unámoslo con Dios
Les vuelvo a recordar que en esta parte del evangelio de San Marcos, desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo y hasta la pasión, Jesús emplea la mayor parte de su tiempo –algo menos de un año– y fuerzas en instruir a los doce sobre la Iglesia y los puntos clave de su misión. Hoy toca el matrimonio y la familia, que surge de él. Es un punto fundamental. Aparece como tal ya desde el principio en los mismos evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento. De sus alrededor de 35 años de vida mortal, Jesús vivió unos 32 en familia. Toda su vida y todos sus actos fueron para la redención y salvación de la humanidad; más del 90 % de ellos los hizo viviendo con su familia. Conclusión: la vida en la familia es en cada persona muy importante para su propia salvación y para cumplir con su misión en la Iglesia.
San Marcos, como ya saben, se basa en la catequesis de Pedro en Roma a catecúmenos y bautizados en su mayor parte de origen pagano. Eran idólatras y San Pablo en su Carta a los Romanos nos descubre cómo eran y habían sido las costumbres familiares de aquellas gentes. Dice que estaban entregados “a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos” y que estaban entregados “a pasiones infames” (v. Ro 1,27). A estas personas Pedro se atreve a proponer el ideal de Cristo sin atenuaciones, porque sabe que la gracia de la conversión lo hace posible.
“Se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús, para ponerlo a prueba”. Sus enemigos ya están muy decididos a acabar con Él y están tratando de crearle situaciones difíciles para que pise el palito y tengan motivos claros para eliminarlo. La mala intención de los fariseos da pie a los exegetas a pensar que sabían de la opinión peculiar de Jesús frontalmente contraria al divorcio. Sobre la cuestión del divorcio no había acuerdo entre los rabinos. En la ley del Deuteronomio, cuyo origen es Moisés, se admitía que el esposo pudiera repudiar a la mujer; pero debía cumplir dos condiciones: hacerlo con un documento escrito y motivarlo por haber notado en ella “algo torpe” (Dt 24,1). En tiempo de Jesús había dos opiniones muy opuestas de dos escuelas rabínicas; la del rabino Shammai era el adulterio de la mujer y nada más; para Hillel valía cualquier cosa que le desagradase al marido: hasta que se le hubiese quemado la comida o simplemente que otra mujer le gustaba más. Ni hay que olvidar que en ese momento vivía públicamente en concubinato Herodes con Herodías, mujer de su hermanastro Filipo. Así la respuesta de Jesús, que se esperaba, arrojaría más leña al fuego del caso Herodes-Herodías, complicando la situación de Jesús.
“¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer? Él les replicó: ¿Qué les mandó Moisés? Contestaron: Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”. El giro de la discusión es típicamente rabínica: vayamos al texto de la Ley. La verdad es que en el libro del Deuteronomio, que viene a ser el desarrollo legislativo de la ley del Sinaí, se lee esto: “Cuando un hombre toma una mujer y se casa con ella, si resulta que esta mujer luego no le gusta, porque descubre en ella algo torpe, le redactará el acta de repudio, se la entrega y la echa de casa” (Dt 24,1).
¿Va a entrar Jesús en la discusión de las escuelas? En absoluto. Rechaza la misma ley de Moisés, la justifica como un mal necesario y explicable por la dureza del corazón de los israelitas y, apoyándose en la misma palabra de la escritura declara con autoridad superior a la de Moisés la institución divina del matrimonio desde el comienzo de la vida del hombre y su indisolubilidad. Porque “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.
La historia de la discusión termina ahí. No se añade una palabra de la reacción de los fariseos ni de los presentes ni de los discípulos. De éstos se dice que más tarde volvieron a preguntar y la respuesta, en doble fórmula que refuerza su exigencia, fue clara y tajante: hombre y mujer, realizado el matrimonio, no pueden separarse por ninguna causa.
De aquí arranca el sumo aprecio que la Iglesia de Cristo tiene por la familia. “La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso… puede y debe decirse Iglesia doméstica. Es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular como aparece en el Nuevo Testamento” (C.I.C. 2204). Tal revelación de la comunión eclesial la encontramos en la primera comunidad de Jerusalén. Todo lo tenían en común, compartían la palabra de Dios, la oración, la alegría de la fe, sus bienes, el amor.
Hagan de su matrimonio un “sacramento”, un sacramento donde todo les lleve a Dios. Sacramento es una realidad sobrenatural, “sagrada”, que se da a conocer hacia afuera por algo visible. Si logran, hermanos, que sus familias den ejemplo de unión y de amor entre todos, de alegría, de generosidad entre sí y con los demás, de simpatía y ayuda mutua y predisposición a darla a otros, de perdón, hermanos, (que también es necesario perdonar para que el amor triunfe y la felicidad inunde el hogar) ustedes son la levadura en la masa, la luz que ilumina.
Todo el mundo sabe que, si la familia no funciona, no funcionan el sistema educativo, ni la seguridad ciudadana, ni el sistema de salud, ni los esfuerzos para sacar a un país del subdesarrollo. Todos los que se casan seriamente lo hacen deseando y esperando que su amor dure hasta la muerte, también los hijos sufren (y mucho) cuando la unión de los padres sufre. Todo el mundo acepta que el divorcio sanciona un fracaso. No es fácil. Por eso Dios ha instituido el matrimonio en la Iglesia como sacramento. Lo que es casi imposible para el hombre, es posible y aun fácil para Dios. Hagan a Dios presente en su familia y lo verán. Se hará “comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo; su actividad procreadora y educativa será reflejo de la obra creadora de Dios” ; que en ella se ore y todos unan su esfuerzo y sacrificios al de la cruz de Cristo; que la oración y la Palabra fortalezca su amor; que así sea evangelizadora y misionera (v. CIC 2205). “La familia es una ‘comunidad privilegiada’ llamada a realizar un propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los padres en la educación de los hijos” (CIC 2206; GS 52,1).
Que este Mes del Rosario y del Señor de los Milagros nos sea escuchada esta petición.
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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita†
Director fundador del blog
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