Fiesta: 18 de Agosto.
San Luis Alberto Hurtado Cruchaga S.J. (*Viña del Mar, 22 de enero de 1901 – † Santiago, 18 de agosto de 1952), conocido popularmente como Padre Hurtado, fue un sacerdote jesuita chileno, fundador del Hogar de Cristo. Desde su canonización, el 23 de octubre de 2005 por el Papa Benedicto XVI, es venerado como San Alberto Hurtado. Es considerado en Chile como el Patrono de los trabajadores y del sindicalismo.
Nacimiento e infancia
Alberto nació en Viña del Mar el 22 de enero de 1901, el primogénito, en el hogar formado por don Alberto Hurtado Larraín y doña Ana Cruchaga Tocornal.
El padre era el penúltimo de siete hermanos y había heredado una parte del fundo Lo Orrego. Había vendido sus derechos y comprado “Mina del Agua”, un tercio del predio “Los Perales de Tapihue”, en la misma zona de Casablanca. Las tierras no eran buenas y debía trabajar con esfuerzo.
La madre pertenecía también a una familia aristocrática, pero pobre, a igual que su esposo. Ambos se casaron muy jóvenes y en el campo podrían ser felices.
Por mayor seguridad unos días antes la madre fue llevada a casa de un pariente cercano en Viña del Mar donde nació el niño. Un año y medio después nació Miguel. Y la familia continuó su vida campesina.
Un niño huérfano y pobre
En junio de 1905 murió su padre. Esa mañana vinieron a avisarle que unos sospechosos merodeaban en un extremo del fundo, y él partió a caballo con un mozo. Volvió a mediodía, desmontó junto al corredor y logró llegar a su cama vacilante. Pidió un vaso de agua y cuando su mujer se lo trajo, lo encontró muerto.
¿Qué podía hacer una viuda joven con dos hijos tan pequeños? El fundo estaba cargado con muchas deudas.
Hubo entonces que vender y trasladarse a Santiago a vivir con su hermano Jorge, soltero, quien arrendaba un departamento.
Poco después, al fallecer su hermano en 1913, fue a vivir a casa de su hermana Julia, casada con don Ricardo Ovalle, ricos y sin hijos. Ana se dedicó por entero a sus dos niños y no volvió a casarse. Empezó así una vida de pobres y de “allegados”.
En el Colegio San Ignacio
A la edad de ingresar a un Colegio, conforme a los deseos de su madre, Alberto fue matriculado en el Colegio San Ignacio en el que estudiaban muchos de sus familiares. En atención a su difícil situación económica, los jesuitas le dieron una beca.
Alberto entró al curso preparatorio de Elemental Inferior, en 1909, cuando él tenía ocho años cumplidos. En los primeros años, las clases se reducían a Catecismo, Historia Sagrada, Aritmética, Castellano y Geografía. Se portaba bien en el Colegio, tenía un carácter fácil y alegre, como decía el Rector, Padre Estanislao Soler, con su duro acento catalán. El estudio no lo entusiasmaba, no parecía tener una inteligencia brillante y se aplicaba sólo para dar satisfacción. Nunca ocupó, en los 3 años básicos y 6 secundarios, los primeros lugares ni ganó especiales distinciones.
Formó parte, desde muy joven, de la Congregación Mariana del Colegio (hoy llamada Comunidades de Vida Cristiana, CVX) De comunión frecuente, comenzó muy pronto a ejercitar el apostolado en el barrio, entonces muy pobre y necesitado, y en la Parroquia de Andacollo donde dedicaba las tardes de los días domingos al trabajo social en el Patronato de Andacollo. Lo había enviado su director espiritual, el P. Fernando Vives Solar, s.j. Sus compañeros de curso lo acompañaban. Entre éstos es necesario nombrar a Manuel Larraín Errázuriz, su mejor amigo y después obispo, fundador y primer presidente de la Conferencia Episcopal de Latinoamérica; a don Juan Gómez Millas, después Ministro de Estado y Rector de la Universidad de Chile; a don Luis Fernández Solar, hermano carnal de quien será después Santa Teresa de Los Andes; a don Fernando Ochagavía, senador de la República; a don Carlos González Foster; a los mellizos Jorge y Germán Domínguez etc.
El ejemplo que Anita, su madre, le daba en su constante empeño en bien de los pobres, era sin duda la mejor escuela para su formación. Ella solía repetir a sus dos hijos: “ Es bueno tener las manos juntas para rezar, pero es mejor abrirlas para dar”.
El Padre Fernando Vives Solar
Alberto sin, ni siquiera, el recuerdo de su padre, tuvo en cambio la fortuna de encontrarse con un hombre extraordinario, un jesuita de gran simpatía moral e intelectual, su profesor de Historia en el año 1915, el Padre Fernando Vives Solar, quien pasó a ser su confidente, amigo y director espiritual. Este jesuita era chileno y, recién ordenado, en 1910, había regresado a Chile.
La vocación del Padre Vives era clara: ayudar a los obreros y a los pobres, dedicar la vida a ellos. “No basta protegerlos, es necesario darles el lugar que por su dignidad humana les corresponde”. Los Superiores, por sus ideas sociales, lo habían enviado a Córdoba, en Argentina, donde estuvo dos años. Y había regresado a Chile.
Alberto, aún antes de terminar sus estudios secundarios, luego de cumplir los 15 años, decidió pedir su ingreso al Noviciado de los jesuitas. Pero fue disuadido por su Padre espiritual quien le aconsejó terminar la educación secundaria y aún más tiempo, no por falta de madurez y decisión, sino por la especial situación económica de su madre y hermano.
Por eso postergó la decisión. Y al terminar el Bachillerato ingresó a la Universidad Católica, a la Escuela de Leyes. Y al mismo tiempo proseguía con su trabajo entre los obreros, sin descuidar la vida espiritual.
En la Universidad Católica de Chile
En 1918 comenzó sus estudios de Derecho. Pero aprovechando que las clases le ocupaban sólo las mañanas, buscó y consiguió para las tardes un empleo rentado, que le ayudaría para sus gastos personales y, en cuanto fuera posible, a su madre y hermano. A Alberto le atraía la política y su empleo fue el de prosecretario del Partido Conservador. Ese cargo lo consiguió por influencias de su tío político don Guillermo González Echenique. Y en la Universidad Alberto pasó a ser un alumno distinguido: estuvo entre los tres primeros más distinguidos en su curso de 55 alumnos.
Alberto y su hermano Miguel pasaban la mayor parte de las vacaciones de verano en el fundo El Peñón que su tío Ricardo Ovalle tenía cerca de Pirque y solían ir por un par de semanas a la hacienda que otro tío, Guillermo Hurtado, arrendaba cerca de Rosario. Se conservan cartas de Alberto dirigidas desde Pirque a su amigo Manuel Larraín comentando sus ansias vocacionales.
Con sus amigos, del Colegio y otros nuevos, continuó su apostolado en Andacollo y con los que le pedía su Congregación Mariana. Entre estos trabajos se preocupó por atender a jóvenes católicos de provincia, que venían a estudiar a Santiago y, que con frecuencia encontraban en las pensiones peligros morales de variada especie.
Su director espiritual, el P. Fernando Vives, había sido trasladado a España, y Alberto, por su consejo empezó a dirigirse con el Pbro. Carlos Casanueva Opazo. Pero éste tenía poco tiempo, aunque Alberto pudo asistir a unos Ejercicios dados por él en el balneario de Las Cruces. Más tarde decidió dirigirse, gracias a una indicación de su amigo universitario Osvaldo Salinas, después obispo, con el P. Damián Symon, ss.cc., con quien va a continuar hasta su ingreso en la Compañía. Pero también asistía a los Círculos de estudios sociales que dirigía el P. Jorge Fernández Pradel, s.j. en el Colegio San Ignacio.
Eran los años de 1920 cuando surgía el fuerte movimiento que propiciaba los cambios sociales, considerados por muchos como muy avanzados. Hubo tensión, también incidentes en las calles, diatribas anticatólicas por considerar a la Iglesia defensora del Partido Conservador. Las elecciones de ese año llevaron a la presidencia de Chile a don Arturo Alessandri Palma, considerado el líder de los más avanzados.
Antes de asumir su cargo, el gobierno anterior convocó a las armas a la juventud por una pretendido peligro de guerra contra Perú y Bolivia. Alberto estaba en segundo año de Leyes y dio su nombre para ingresar a los cuarteles. Él y varios de sus amigos quedaron en el Regimiento de Infantería “Yungay”. En esos cien días de cuartel, Alberto se sintió, como nunca, muy cerca de la patria.
El gobierno de don Arturo Alessandri no pudo solucionar todos los problemas como lo esperaban sus partidarios. El primero que debió afrontar fue la paralización de las salitreras del norte del país y el enorme flujo de los mineros cesantes hacia el centro. El gobierno tuvo que habilitar albergues para acogerlos y poder controlarlos. Eran miles y miles las personas, y el hambre y la miseria hicieron estragos.
Grupos de señoras católicas comenzaron a preocuparse, especialmente de las mujeres. Y Alberto arrastró una vez más a sus compañeros de la Universidad y de la Congregación Mariana a esta obra indispensable.
En la Avenida Matta se había establecido un albergue en donde vivían cientos de personas y el grupo de jóvenes empezó a visitarlos. Fruto de este trabajo fue la creación que hizo Alberto de un “Secretariado Obrero” que empezó a funcionar en el Liceo Nocturno que los jesuitas mantenían en la calle Lord Cochrane, al lado del Colegio.
Y así pasaron los años. El tema escogido por Alberto para su Memoria de abogado mucho tuvo que ver con el Círculo de Estudios del P. Fernández Pradel s.j. donde recomendaban a los estudiantes investigar la realidad social chilena. Una Memoria fue “La reglamentación del trabajo de los niños” y la otra “El trabajo a domicilio”
El ingreso a la Compañía de Jesús
Alberto estaba a punto de recibirse de abogado, pero lo que más le interesaba no parecía todavía tener solución. Y rezaba con perseverancia. Alberto se postraba a orar durante una hora larga, tendido en el suelo, frente al Santísimo. Era el mes de junio consagrado al Corazón de Jesucristo, en el rigor del invierno, en la iglesia de los Padres de los Sagrados Corazones, a las diez de la noche, cuando nadie podía venir a presenciar ese mudo coloquio. Sólo el Padre Damián, su director espiritual, sentado, rezando el breviario, presenciaba la escena que se repetía noche a noche, durante todo el mes. Alberto pedía la gracia de entrar por fin a la Compañía. Y el cielo parecía mudo.
El día del Sagrado Corazón, el último viernes de junio llegó. Alberto oyó misa, comulgó y se fue a sus ocupaciones. A las tres de la tarde, por un llamado telefónico, supo que todo estaba arreglado.
Un amigo había estado revisando los papeles del préstamo que había solicitado en el Banco Hipotecario el comprador del fundo de los Hurtado y descubría en ellos un vicio que permitía un juicio de “lesión enorme”, porque los herederos eran niños pequeños. Alberto estuvo vacilando en entablar el pleito que se le indicaba. El fundo había sido vendido voluntariamente por su madre y ellos habían recibido el dinero. ¿Qué valor moral tenía la causa legal de nulidad de la venta por no haberse cumplido las solemnidades exigidas por ser menores de edad los herederos? Desde el punto de vista jurídico la cuestión era clara, pero lo moral le parecía dudoso. Sin embargo todos a quienes consultó le dijeron que nada inmoral podía haber en ejercitar la acción que el Derecho le otorgaba. Así, el comprador fue demandado y, finalmente, como su situación no tenía defensa se llegó a una transacción por una buena cantidad de dinero. Su madre quedó en situación más desahogada y Alberto quedó listo para ingresar en la Compañía.
El 14 de agosto de 1923, sin recibir personalmente su diploma, sólo dos días antes había dado su examen final ante la Corte Suprema, estaba ya en Chillán, porque quería asegurar que dos años más tarde haría sus Votos perpetuos el día 15, fiesta de la Asunción de la Virgen María.
En el andén de la Estación Central su madre había llorado mucho. Sus amigos habían decidido acompañarlo hasta la ciudad de San Bernardo. Desde allí él había seguido solo.
El noviciado en Chillán
El Noviciado de Chillán, fundado un par de años antes de la llegada de Alberto, era un caserón inmenso, situado en las afueras de la ciudad. Allí se encontró con un grupo de jóvenes que, como él, querían servir al Señor: Hernán Irarrázaval, Miguel Angel Olavarría, José Garrido, Antonio Jüptner, Luis Reyes, Luis Alarcón, Manuel Fincheira y Albino Schnettler, todos bajo la dirección del Maestro de Novicios, el P. Jaime Ripoll.
Alberto conocía bien al P. Jaime Ripoll, pues había sido su último Prefecto de División en el Colegio San Ignacio. Y el P. Ripoll conocía también bien a su nuevo novicio y apreciaba sus grandes valores. Severo en las exigencias del reglamento, era afable y cariñoso en el trato personal. Y estaba consagrado por entero a su importante tarea de formación de los futuros jesuitas de Chile.
En todas las experiencias del noviciado, señaladas desde un comienzo por San Ignacio: Mes de Ejercicios, Mes de servicio en Hospitales, Mes de Peregrinación en absoluta pobreza viviendo de limosnas, Mes de trabajos humildes, fue modelo, como lo atestiguan sus compañeros. A estas experiencias más estructuradas se agregaban los trabajos ordinarios de la casa: barrer, lavar la loza, limpiar ollas, asear los servicios higiénicos, etc. La oración meditada de la Biblia, el estudio de las Constituciones de San Ignacio, la lectura de las Vidas de los Santos, la devoción mariana, la Historia de la Compañía de Jesús, le ayudaban a cultivar el “modo de proceder” del jesuita. Conjuntamente un apostolado en Catequesis completaba esa formación de dos años.
Alberto estuvo en Chillán un año y medio y, los Superiores determinaron enviarlo en febrero de 1925 al Estudiantado de Córdoba, en Argentina, para terminar allí su período de noviciado, consagrarse con los votos religiosos e iniciar la formación clásica grecolatina.
El Juniorado en la ciudad de Córdoba de Argentina
Para viajar a Argentina tuvo que pasar por Santiago. Estuvo con su mamá y Miguel a quienes no veía desde su ida a Chillán. En la modesta casa de la calle San Isidro comprada con los dineros de la transacción por la venta del fundo.
Desde la ciudad de Los Andes siguió en ferrocarril de cremallera para cruzar la enorme cordillera. El otoño apenas comenzaba y no había nieve más que en las cumbres de los montes. Pasaría el túnel internacional y estaría en Argentina. Llegaría a la casa de la Compañía en Mendoza y de allí seguiría a Córdoba. ¿Cuánto tiempo faltaría para su regreso?
Córdoba le resultó agradable. Los jesuitas argentinos, y los chilenos que estudiaban ahí, lo recibieron con cariño. Especialmente el P. Luis Parola que sería su segundo Maestro de Novicios, hasta los votos religiosos, y su director espiritual en todo el Juniorado.
El 15 de agosto de 1925, día de la Asunción de la Virgen, como lo había querido al ingresar, hizo sus votos ante el altar, en presencia de todos los demás jesuitas que luego le dieron el abrazo de ritual.
Estaba en los estudios. Debía aprender a dominar el latín, a iniciarse en el griego y estudiar a fondo su propio idioma y literatura. A todo esto se dedicó durante dos años.
Para su apostolado los Superiores le designaron trabajar con los pobres de la “Bajada de los perros.” Le gustó ese trabajo porque allí había tanta miseria en esas tolderías que rodeaban a la ciudad. Y le recordaban los mismos problemas que había vivido en Santiago y observado en Chillán cuando iba a hacer catecismo para los niños de los arrabales.
Estudios de filosofía en España
A mediados de 1927 fue enviado a Europa para continuar los estudios en España. En aquellos tiempos no se pensaba en viajes a la patria para despedirse de los familiares. Alberto, pues, en largo viaje en barco llegó a Barcelona para iniciar los estudios eclesiásticos de filosofía.
Al primero que vio al desembarcar fue a su tan querido amigo y director espiritual el P. Fernando Vives y se fundieron en estrecho abrazo. El P. Vives vivía en la Residencia de la calle Caspe, en Barcelona, y Alberto iba a vivir en el Colegio Máximo San Ignacio en la muy vecina ciudad de Sarriá; de modo que podrían verse con una relativa frecuencia.
El Colegio de Sarriá era un palacio comparado con la vieja casa de Córdoba. Para Alberto tuvo un cierto sabor cuando supo que en su construcción había intervenido la Sierva de Dios Antonia Dorotea Chopitea, chilena residente en España, y muy rica.
Alberto fue un buen alumno en filosofía escolástica como lo había sido en Córdoba. Y continuó distinguiéndose como buen religioso. Él era allí el único chileno, pero por su carácter y simpatía, y sobre todo por su virtud, lo hicieron muy pronto popular y querido. Había estudiantes de otros países de habla no hispana, y Alberto siempre se dedicó a atenderlos con gran paciencia y caridad ayudándolos en la lengua nueva del castellano.
En julio de 1930, el obispo de Calahorra, Monseñor Fidel García, le dio la tonsura y le impuso las órdenes menores hasta el Acolitado.
Los Superiores de Chile lo eximieron de los años de magisterio, comunes a todos, y Alberto en el mes de octubre comenzó los estudios de teología. Pero las circunstancias políticas en España del año 1931 cambiaron los planes.
La monarquía española cayó sin sangre, pero ardieron algunas iglesias y conventos. Y la República adoptó medidas que prácticamente significaron la expulsión de los jesuitas. Los jesuitas españoles comenzaron a diseminarse por toda Europa. Muchos fueron a Bélgica. Alberto debería ir también allá. Arregló sus papeles y viajó apresuradamente a Barcelona a despedirse de su amigo el P. Vives. Éste le tenía la noticia de que a ello hacían volver a Chile después de 14 años en España. Él tenía 60 años.
En Lovaina estudia teología y pedagogía
Como medida preventiva por la revolución, Alberto adelantó sus exámenes de su primer año de Teología. Y partió por varios meses a Irlanda. Allá lo invitaban insistentemente sus muchos amigos a quienes había ayudado en Sarriá y que deseaban pagarle en la misma moneda ayudándolo en su “inglés”. Esos meses en Irlanda fueron sólo un compás de espera y, a la vez, un descanso, pues ya estaba destinado a terminar en Lovaina los estudios de Teología.
Al Colegio Máximo de San Juan Berchmans, en Lovaina llegó Alberto a fines de septiembre de 1931 y, sin duda, éste fue uno de los acontecimientos más importantes en su formación sacerdotal.
Ante todo, encontró allí a un rector extraordinario, el Padre Juan Bautista Janssens, luego General de la Compañía de Jesús, quien lo conoció y trató muy íntimamente, y le profesó desde entonces una gran estima, y una amistad sincera y paternal. Tuvo profesores de gran nivel como el P. Pierre Charles y el anciano P. De Villers.
Al llegar, Alberto se matriculó simultáneamente en la Facultada de Filosofía y Letras de la Universidad Católica de Lovaina para seguir un curso de ciencias pedagógicas. El intento de seguir, a la vez, los estudios de Teología y el curso en la Universidad de Lovaina, iba a obligarlo a un trabajo abrumador. El solo hecho de que se le haya autorizado para hacer ese esfuerzo muestra que sus Superiores tenían su capacidad por extraordinaria, ya que no eran muchos, entre los doscientos jesuitas que había en el Colegio Máximo, los autorizados o los osados a emprender una hazaña semejante. .
La Universidad de Lovaina no era, por cierto, menos estricta y a ello se debía en gran parte el prestigio de que seguía gozando. El mismo Alberto anotaba que entre los 4.000, sólo 1.200 habían aprobado todos sus exámenes al final del año anterior al de su entrada. El contacto obligado con los jóvenes universitarios, entre los que había centenares de latinoamericanos, proporcionó a Alberto un campo que, ciertamente, no descuidó, iniciándose así en el amplio trabajo que realizó después en Chile con universitarios: jornadas y retiros espirituales; fuera del trato y ayuda espiritual de esos jóvenes, expuestos a tantos peligros para su fe y costumbres lejos de sus familias.
En la Universidad y en el Colegio Máximo fue muy buen alumno y llamó la atención. Los estudios secundarios habían sido buenos, pero corrientes; en la Universidad Católica, muy buenos y coronados con éxito, pero sus preocupaciones económicas y familiares sin duda le eran un escollo para alcanzar mayor profundidad y brillo. En cambio, en Lovaina fue un alumno verdaderamente brillante.
Un compañero de él, extranjero, después atestiguó: “El transcurso de veinte años ha borrado casi todos los detalles de nuestra amistad en Bélgica, pero aún guardo, tan vívida como entonces, la imagen de este gran jesuita. Tal vez otros puedan ser tan celosos como Alberto Hurtado; yo nunca he encontrado a alguien que lo fuera más. Sólo un Francisco Javier podría combinar tanto celo con tanta comprensión. Tengo la convicción de que una vez que Alberto Hurtado se entregó a Cristo, nunca ya vaciló, nunca, en ningún detalle faltó a su consagración”
En el mismo bloque de las viejas construcciones de la casa de los jesuitas estaba la pequeña iglesia, y en el altar mayor se conservaba el corazón de San Juan Berchmans, un jesuita flamenco, que se distinguió por su virtud heroica en el cumplimiento de las Constituciones de San Ignacio. Allí, frente a ese humilde corazón del santo y frente a Jesucristo en el sagrario, Alberto hacía su oración y pasaba horas en adoración, todo el tiempo que sus estudios y vida comunitaria le dejaban.
El mejor testimonio de Alberto lo dio quien iba a ser General de la Compañía y era en ese entonces su Rector. El P. Juan Bautista Janssens comunicó al P. Provincial de Chile su juicio e impresión acerca de la petición de Alberto para la ordenación sacerdotal. Esa carta la escribió el 22 de febrero de 1933:
“Si no me engaño, después de la próxima Consulta de esta Provincia de Bélgica le serán transmitidos por nuestro Padre Provincial los informes referentes a las órdenes del Padre Hurtado. Pero permítame, desde ahora, testificarle a Su Reverencia de cuán grande edificación nos ha sido a todos el Padre Hurtado, por su piedad, caridad, discreción, buen trato con todos: ciertamente ha ido delante de los compañeros por su ejemplo. Es querido de todos. Juzgo que el Señor ha destinado a su Provincia un hombre verdaderamente eximio: por lo menos así nos parece a nosotros. Verdaderamente le agradezco que lo haya destinado a Lovaina. En esta comunidad ha ejercido un verdadero apostolado. Me encomiendo en sus oraciones. Juan Bautista Janssens, s.j.
Los jesuitas que tienen experiencia saben que en la Compañía de Jesús no suele darse este tipo de informes.
Sacerdote de Jesucristo
En Lovaina, durante el tercer año de teología, recibió las órdenes del subdiaconado y el diaconado y, al término de él, el 24 de agosto de 1933, fue ordenado sacerdote por el Cardenal van Roey, Primado de Bélgica.
Inmediatamente le puso un cable a su madre y hermano que en Chile sabían que había llegado el gran día. Fue un cable de tres palabras, con gran sentido de pobreza: “Sacerdote, bendígoles. Alberto”.
Al día siguiente celebró la primera misa. A su lado, como presbítero asistente, estaba su gran amigo, compañero de Colegio y en el Regimiento Yungay, el Padre Alvaro Lavín Echegoyen, s.j., quien andando el tiempo sería su Provincial en Chile y el Postulador de su Causa de canonización. En primera fila estaban todos los miembros de la Legación de Chile en Bruselas.
Alberto, al año siguiente, hizo el cuarto año de teología, y al subsiguiente la Tercera Probación, o año que todo jesuita debe dedicar, por indicación de San Ignacio, a volver a templar su alma antes de lanzarse definitivamente a la acción. Su Instructor de Tercera Probación fue el Padre Jean Baptiste Hermann, s.j., exigente y espiritual. En la apacible casa de Tronchiennes cerca del río Gante volvió a hacer entero el Mes de Ejercicios Espirituales, nuevamente la experiencia de hospitales, de peregrinación y de trabajos humildes, como lo había hecho en el Noviciado de Chillán. Alberto tenía ya 34 años.
Poco después de terminar la Tercera Probación, Alberto presentó en la Universidad su tesis de doctorado: “El sistema pedagógico de Dewey ante las exigencias de la doctrina católica” y obtuvo el título de doctor “avec grande distinction”
Sólo le quedaban unos meses, porque estaba en julio de 1935 y debía estar de regreso en Chile antes del mes de marzo, según los Superiores. Alberto se movió y aprovechó al máximo esos meses, visitando Centros de Acción Apostólica y Social en Bélgica, Holanda, Francia, Italia, Austria. También visitó Facultades de Teología y profesores, porque su antiguo director espiritual Monseñor Carlos Casanueva Opazo, Rector de la Universidad Católica de Chile, le pedía que lo ayudara a organizar la Facultad de Teología que él quería para Santiago.
Con un cargamento de libros, Alberto se embarcó rumbo a Buenos Aires.
El regreso a Chile
El 15 de febrero de 1936 llegó a Santiago, en tren, vía Cordillera de Los Andes. Su amigo sacerdote Manuel Larraín Errázuriz había ido hasta la ciudad de Los Andes y desde allí habían viajado juntos. Los Superiores jesuitas estaban en el andén de la Estación Mapocho. Y por fin la señora Anita Cruchaga pudo abrazar a su hijo.
Destinado al Colegio San Ignacio, de inmediato le señalaron su trabajo: las clases de Apologética en los cursos superiores, la Congregación Mariana, y dirección espiritual. Además se le indicó que la Universidad Católica lo había pedido para dictar clases de Psicología Pedagógica y que el Seminario Pontificio también lo quería como profesor..
Pocos días después viajó a Valparaíso, con su amigo Manuel Larraín, Vicerrector entonces de la Universidad Católica. Quería saludar al P. Jaime Ripoll, quien era ahora Superior de la Comunidad de los jesuitas en el puerto. Era su primera salida fuera de Santiago y tenía que ser para quien lo había recibido y empezado a formar en la Compañía de Jesús.
Pero los cauces iniciales de su labor apostólica muy rápidamente fueron sobrepasados y multiplicados por Alberto en forma que era difícil seguirlo en su actividad. Unía a su juventud un temperamento dinámico y sobre todo el deseo que durante doce años ha controlado y al cual ha querido entregarse de veras: la misión sacerdotal. Sus clases de Apologética no se limitaron a las horas reglamentarias sino pronto fueron secundadas por Círculos de Estudio del Evangelio. Y a través de esos Círculos y de la Congregación Mariana fomentó los apostolados de los alumnos: Catecismos en las Poblaciones Velásquez y Buzeta.
Y muy pronto empezó a dar Cursos de Ejercicios Espirituales, de dos, tres y hasta ocho días, con lo cual fue despertando un inmediato fervor en un gran número de muchachos y resultando algunas vocaciones sacerdotales para el Seminario y la Compañía. El campo de su apostolado no se limitó únicamente a sus alumnos. Simultáneamente se fueron formando grupos de otros Colegio, universitarios o de liceos fiscales. La pregunta que proponía a los jóvenes iba siempre en la misma línea: ¿Qué haría Cristo si estuviera en mi lugar? Y en la respuesta encontraba él el modo de ayudarlos en el servicio apostólico y en la oración.
El número de muchachos que le pidió dirección espiritual aumentó muy rápidamente. Y muy pronto su “clientela” era de alrededor de 300 jóvenes, no siempre los mismos, y que se renovaba constantemente.
Casa de Ejercicios y la construcción de un nuevo Noviciado jesuita
El ministerio de los Ejercicios espirituales lo entusiasmó. Los que pudo dar en las Casas de San Juan Bautista, San José, y San Francisco Javier, todas del Arzobispado de Santiago, lo confirmaron en la idea de construir una Casa propia de la Compañía de Jesús. Ya había acordado con el Padre Provincial la conveniencia de trasladar el Noviciado de la Compañía de Jesús desde Chillán a Santiago y había encontrado unos terrenos cercanos, a 25 kilómetros, donde podría empezarse la construcción de la Casa de formación y una parroquia para los campesinos. Alberto se comprometió a buscar los medios económicos que hicieran posible ese proyecto. Y creyó, al mismo tiempo, que la Casa de Ejercicios podría estar junto a esas dos obras y ser atendida por los mismos jesuitas. Consiguió los permisos y con entusiasmo se entregó de lleno al apostolado de “constructor”.
Los Ejercicios dados en esa Casa se hicieron pronto muy famosos. Muchachos, de Colegios y parroquias, iban todas las semanas. En Semana Santa, para los que predicaba Alberto, se hacían pocas las 70 habitaciones individuales de la Casa y las 40 que cedían los novicios y estudiantes jesuitas.
Las vocaciones sacerdotales y religiosas
En esos Ejercicios empezaron a nacer y a decidirse algunas vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal. Alberto siempre presentaba este tema, y lo hacía con entusiasmo y verdadero fervor.
El mismo año de su llegada al país había publicado un folleto sobre “La crisis sacerdotal en Chile”. En él hizo ver cómo la extrema escasez de sacerdotes era el más grave problema que debía enfrentar de inmediato el catolicismo chileno. El asunto lo venía preocupando desde hacía tiempo. El hecho de que en Chile no hubiese sino 900 sacerdotes chilenos era un índice del decaimiento del espíritu cristiano en el país.
Y años más tarde, para ayudar en el discernimiento vocacional, publicó otro folleto sobre “La elección de carrera.”
Después de la muerte de Alberto, la Revista Mensaje hizo un estudio sobre el número de vocaciones religiosas y sacerdotales acompañadas por él en el discernimiento. Se llegó al número de poco más de cien sacerdotes, entre diocesanos y religiosos, y no se quiso contar el grupo de jóvenes que ingresó y después decidió retirarse.
¿Es Chile un país católico?
En 1941 apareció un libro del Padre Alberto Hurtado, cuyo título “¿Es Chile un país católico? a algunos pareció una impertinencia. Su celo, el espíritu observador y su patriotismo le confirmaron, desde un comienzo, el profundo dolor de una realidad muy generalizada de ignorancia religiosa en Chile y, la necesidad urgente de remediarla.
Su amigo Osvaldo Augusto Salinas, ahora obispo auxiliar de Santiago, escribió en el prólogo:
“Con multitud de informaciones estadísticas y observaciones personales, el Padre Hurtado dirige primariamente una mirada al estado del mundo en el orden religioso, y analiza después el de nuestra patria, desde diversos aspectos que convergen en último término a uno mismo. Era necesario hablar de las miserias de nuestro pueblo con la dura realidad de los hechos, a la vez que con elevado criterio y con caridad evangélica. Era necesario presentar el cuadro real de la vida cristiana en Chile, para que se midiera el abismo de ignorancia y de incredulidad a que hemos llegado”
Y en el mismo prólogo, un poco antes, decía su amigo:
“Escrito sin otro apasionamiento que el amor a Jesucristo y a las almas, iluminado con la luz del Evangelio y de las enseñanzas pontificias y con la claridad del reconocido talento de su autor, este libro debe servir como examen de conciencia para esos numerosísimos católicos que permanecen en la indolencia más incomprensible, mientras la Iglesia chilena sufre males tan profundos que la amenazan de muerte.”
Esto era lo que ciertamente y ante todo pretendía el Padre Hurtado. Y, sin duda, el libro fue una valiente voz de alerta y de estímulo que marcó como un hito en los trabajos pastorales de evangelización.
No deja de ser significativo que en Francia, un libro como el del abate Godin, “France, pays de mission”, cuyas tremendas comprobaciones sirvieron de antecedente para la fundación de la Misión de París que lanzó a los primeros sacerdotes-obreros, apareciera un año después que el libro ¿Es Chile un país católico? del Padre Hurtado.
Asesor Nacional de la Acción Católica de jóvenes
Al comenzar ese año 1941 había sido nombrado Obispo auxiliar de la arquidiócesis de Santiago su amigo de universidad Osvaldo Augusto Salinas, ss.cc. Y pareció natural, si no inevitable, que él pensara en Alberto como el Asesor ideal para la Acción Católica de Santiago, y poco después también para la de todo Chile.
En estos cargos Alberto no puso límite a su actividad y entusiasmo. Los centros de Acción Católica se fueron multiplicando en todo Chile que él recorrió desde Arica a Punta Arenas, animando con su presencia y su palabra. Sabía descubrir, animar y promover todos los valores de los jóvenes, especialmente los de generosidad. Mostraba metas e ideales altos y difíciles; quería formar jefes, héroes y santos.
La vida de esta rama de la Acción Católica pasó a ocupar ostensiblemente un lugar que antes no tenía. En la nueva Casa Central de la Juventud Católica, en Alameda con Ejército, ella bullía en reuniones formales y de estudio, en exposiciones, actos litúrgicos, conferencias y exposiciones. Allí se estudiaban y redactaban las revistas del movimientos, sus volantes, cancioneros e invitaciones. El Congreso Nacional de Valparaíso, en octubre de 1942, reunió a cinco mil jóvenes venidos desde todo Chile con gran entusiasmo y sacrificio. Algo semejante acaeció el año siguiente al llenar el teatro Caupolicán de Santiago, con capacidad para 11.000 personas, en el día del Joven Católico. Esto pareció a todos algo sorprendente e inaudito para un movimiento religioso. Los desfiles nocturnos con antorchas, en la Fiesta de Cristo Rey, presididos por el mismo Asesor Nacional, a lo largo de la Avenida principal de Santiago, fueron testimonios impresionantes de fe y entusiasmo de 15.000 muchachos. “Contento, Señor, contento” era el lema que el Padre Hurtado y esos jóvenes tenían en los labios para mostrar la fe.
Incluso llegó a fundar para los jóvenes más destacados un “Servicio de Cristo Rey”, y como él decía: “formado por aquellos que aspiran, con la gracia de Dios, a vivir plenamente su fe, y aceptar todos los sacrificios que traiga consigo el apostolado de la Acción Católica para la extensión del Reinado de Cristo”. Los muchachos pertenecientes al Servicio de Cristo Rey quedaban obligados, a más de los actos colectivos de la Acción Católica, a llevar una vida espiritual intensa: comunión diaria, un cuarto de hora de meditación al día, Ejercicios Espirituales de tres días una vez al año, y director espiritual al que debían recurrir por lo menos cada quince días. Además se comprometían de antemano a aceptar cualquier puesto que les confiara la Acción Católica, sin poder ofrecer otra excusa que el deber de estado. Los voluntarios hacían una promesa, renovable, por todo un año. El grupo alcanzó el número de doscientos.
Los 1.500 jóvenes distribuidos en 60 centros que recibió el Padre Hurtado, muy pronto se multiplicaron por diez: en 1944 había 15.000 jóvenes y 600 centros organizados.
Un término dramático
Los éxitos de unos, siempre ocasionan asombro en otros. Y en espíritus pequeños, críticas y envidias. Y así pasó también con el Padre Hurtado.
Era natural, quizás inevitable, que el Padre Hurtado fuera criticado, aún dentro de la misma Compañía de Jesús, por quienes tenían un concepto más tradicional de las cosas.
En materia de educación, había expresado algunas ideas sobre el régimen de disciplina que podían aparecer distintas a las aplicadas en su Colegio San Ignacio. Otros pensaban que el cargo de Asesor nacional de Acción Católica no podía justificar ninguna excepción en la vida común religiosa: no miraban con buenos ojos las reuniones que se hacían después de las ocho de la noche y que él tuviera que quedarse a comer en la Casa de la Acción Católica. Se levantaba sí a las cinco y media de la mañana, como todos, y hacía su hora de oración antes de la misa de las siete de la mañana en la iglesia, pero se apagaba la luz de su pieza al filo de la medianoche.
En la Acción Católica, también hubo algunos problemas. El Padre Hurtado se opuso a la separación de la juventud en dos ramas: secundaria y parroquial, y la universitaria. Él creía que los dirigentes juveniles debían tener una buena formación y esto se encontraba más fácilmente en la Universidad. Si a la Acción Católica juvenil de las parroquias y de los Colegios se le quitaban los dirigentes universitarios, era como dejarla sin cabeza.
Y las quejas llegaron hasta las más altas esferas eclesiásticas. Se le acusó de falta de espíritu jerárquico en la dirección de la Acción Católica, de injerencia en política al no promover que los jóvenes pertenecieran al Partido Conservador, y de tener ideas muy avanzadas en materia social.
Todo esto el Padre Hurtado lo trató, oral y por escrito, con el Visitador de la Compañía de Jesús, Padre Tomás Travi s.j., quien como Vice General gobernaba, debido a la guerra, esta parte de América. Lo conversó detenidamente con el arzobispo de Santiago, Monseñor José María Caro y con el Asesor Nacional de la Acción Católica, Monseñor Augusto Osvaldo Salinas. Antes de estas conversaciones había consultado con personas de su confianza, incluso a su amigo Monseñor Manuel Larraín Errázuriz, el obispo de Talca. Lo pensó mucho, lo meditó muy seriamente y al fin creyó que por el bien de la Acción Católica debía presentar su renuncia al cargo de Asesor.
La renuncia fue aceptada, después de un rechazo del Arzobispo, en diciembre de 1944. Sin duda, el dejar este ministerio fue una prueba grande y dolorosa para Alberto Hurtado. En ese trabajo se realizaba, pero por amor a la Iglesia aceptó dejarlo como algo venido de la mano amorosa del Señor. Jamás dijo una palabra de queja o de crítica, al contrario, con sincero esfuerzo logró que sus queridos jóvenes aceptaran los deseos de la Jerarquía episcopal. Llegó al extremo de no admitir ninguna manifestación de despedida, ni siquiera una misa, para no dar la más mínima ocasión a comentarios de ninguna especie en ese punto. Sus amigos consideraron que esta actitud de Alberto fue verdaderamente heroica.
El Hogar de Cristo
Después de dejar su cargo de Asesor, los Superiores de la Compañía le indicaron que sería bueno volver de lleno al ministerio de dar los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, no sólo en la Casa construida por él en la Estación de Marruecos y vecina al Noviciado, sino también en Santiago a personas que no pudieran tener un régimen de internado.
Y en un Retiro a señoras se produjo un hecho que cambió la vida a él y a muchas de sus oyentes. Era un grupo de unas cincuenta señoras reunidas en la Capilla del convento de la Congregación del Apostolado Popular, en la calle Lord Cochrane, muy cerca del Colegio San Ignacio. Al segundo día del retiro, comenzado el 18 de octubre de 1944, el Padre Hurtado explicaba el evangelio de la multiplicación de los panes. Y de improviso, se demudó; fue algo visible que todas advirtieron con sorpresa. Él se quedó en silencio un instante, y luego dijo:
“Tengo algo que decirles. ¿Cómo podemos seguir así? Anoche no he dormido y creo que a ustedes les hubiera pasado lo mismo al ver lo que me tocó ver. Iba llegando a San Ignacio cuando me atajó un hombre en mangas de camisa, a pesar de que estaba lloviznando. Estaba demacrado, tiritando de fiebre. Ahí mismo, a la luz del farol, vi cómo tenía las amígdalas inflamadas. No tenía dónde dormir y me pidió que le diera lo necesario para pagarse una cama en una hospedería. Hay centenares de hombres así en Santiago y son todos hermanos nuestros, hermanos realmente, sin metáfora. Cada uno de esos hombres es Cristo. ¿Y qué hemos hecho por ellos? ¿Qué ha hecho la Iglesia en Chile por esos hijos que andan por las calles bajo la lluvia y duermen en las noches de invierno en los huecos de las puertas y suelen amanecer helados? Estas cosas pasan en un país cristiano; esta noche un mendigo puede morir a la puerta de la casa de cualquiera de ustedes. ¡Qué vergüenza para todos nosotros!
Y el rostro del Padre Hurtado tenía impresionadas a las oyentes. Él estuvo un momento callado y luego, como volviendo a la realidad, agregó:
“Perdónenme. Yo no pensaba hablarles de esto. Hace días que me preocupa, pero no tenía intención de hablarles de este asunto, ninguna. Quizás haya sido una inspiración del Espíritu Santo”
A la salida, las señoras se reunieron para comentar el incidente, impresionadas todavía. Allí mismo se juntaron las primeras limosnas; unas dieron dinero, otras se quitaron alguna joya y todas las donaciones se entregaron al Padre Hurtado para que con ellas iniciara alguna obra a favor de los indigentes que, como el Hijo del Hombre, no tenían donde reclinar la cabeza. Las donaciones alcanzaron imprevisto volumen con el aporte de una señora que ofreció regalar el terreno necesario y otra que hizo un cheque por doscientos mil pesos.
Al día siguiente, el Padre Hurtado les agradeció y dijo que seguía sorprendido de lo que ocurría, porque nunca había pensado iniciar él alguna obra como la que ellas proponían., pero que, evidentemente, se estaba manifestando la voluntad de Dios. Ese mismo día consultó con su Superior y con la aceptación de él fue a exponer el proyecto al Arzobispo, el Cardenal Monseñor José María Caro, quien lo bendijo. En esa misma tarde escribió un llamado a la generosidad de los católicos que se publicó al día siguiente en la prensa.
Así nació el Hogar de Cristo. El poner ese nombre a una hospedería, para vagos y mendigos y gente del hampa, no dejó de inquietar a algunos en un comienzo.
Inmediatamente abrió los hogares provisorios para jóvenes y hombres en una casa arrendada en la calle López y, para mujeres y niños en la calle Tocornal. Y también de inmediato empezó la construcción de los locales definitivos en la calle Chorrillos.
De las Hospederías pasó a los Hogares de niños; después, a los Talleres para regenerar y capacitar; después, a la construcción de casas para los marginados. El Padre Hurtado nunca dijo “basta”.
Su palabra resonaba en la prensa y en las emisoras:
“Yo sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo es Cristo en persona, que carga con su cruz. Y como a Cristo debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo como a un hermano, como a ser humano, como somos nosotros. Yo conozco el alma de los mendigos, de los niños que viven en las alcantarillas del río Mapocho, la de los raterillos. Y sé que son buenos cuando se les trata bien y no como a pingajos”
A fines de 1951, el año anterior a la muerte del Padre Hurtado, a los seis años de haber empezado, las camas de las Hospederías del Hogar habían alojado 700.000 veces a pobres que no tenían dónde dormir, y había repartido 1.800.000 raciones alimenticias. Nuevas construcciones estaban en marcha y eran ya decenas los ex muchachos de la calle, convertidos en jóvenes obreros, los que se ganaban la vida honradamente. Como prolongación del Hogar había nacido la Sociedad Hogar Obrero S.A., la futura Hogar de Cristo Viviendas, para construir casas baratas, al alcance de los trabajadores, en terrenos aportados por el Hogar.
Se beneficiaron también los mismos bienhechores cuyo espíritu caritativo contribuía a la mantención del Hogar. “Esta entrega a Dios, anotaba el Padre Hurtado, tiene como consecuencia lógica el amor al prójimo sin distinción de clases, razas, educación, buscando en el pobre al más pobre, al más abandonado, al que está más envuelto en el dolor, porque en ese pobre se ve y se encuentra a Cristo”. De este anhelo de vida más evangélica surgió la “Fraternidad de Cristo”. Los que podrían llamarse Estatutos fueron redactados por el propio Padre Hurtado. Los miembros de la Fraternidad quedaban obligados por promesa a los tres votos clásicos de pobreza, castidad y obediencia, cada uno según su estado, y, como los jesuitas, hacían un cuarto voto: el de servir al pobre, especialmente en el Hogar de Cristo.
Después de su muerte el Hogar de Cristo siguió creciendo. Hoy, en el año 2003, a los cincuenta años de ella, está extendido en más de 60 ciudades de Chile y en unas 800 obras desde Hospederías, Hogares de mujeres, de niños y de ancianos, Talleres, Policlínicos, Hospitales. Casas de rehabilitación para drogadictos, etc. Funciona también la Funeraria Hogar de Cristo, la Fundación Viviendas Hogar de Cristo y la Universidad del Trabajador, Infocap, para capacitar a los más desheredados en pro de un trabajo digno.
Viajes de estudio y de renovación apostólica
Los Superiores decidieron pedirle que aceptara la invitación que le hacía Monseñor O’Hara, obispo de Kansas City a visitar los Estados Unidos para estudiar sociología y conocer las experiencias del catolicismo norteamericano. Así podría descansar, renovarse, ya que en Chile le era difícil Y Alberto Hurtado viajó al norte. Primero se detuvo en Costa Rica, porque quería conocer y conversar con el Arzobispo Sanabria que había establecido el Movimiento Rerum Novarum con 75 sindicatos cristianos. Después fue a Kansas City, y durante cuatro meses se movió incansable por toda la Unión y alcanzó, incluso a hacer un viaje rápido a Montreal, en Canadá.
Durante ese viaje no dejó de mantenerse informado y consultado sobre su Hogar de Cristo. Visitó y admiró, entre otras instituciones, la famosa Ciudad del Niño del Padre O´Flanagan. Y escribió apuntes de sus experiencias y vivencias espirituales que después se han recogido y publicado con el nombre que él mismo puso en su cuaderno: “Cómo vivir la vida”.
Al llegar a Chile, en marzo de 1946, empezó a escribir su libro “Humanismo Social”. Este libro, en verdad, es un testimonio de primer orden para conocer el pensamiento del Padre Hurtado, cuando apartado ya del apostolado exclusivo con los jóvenes se va orientando a un nuevo campo de actividades. Lo publicó en septiembre de 1947. Su libro anterior tenía un prólogo de su amigo Osvaldo Salinas Fuenzalida, éste tuvo el de su otro amigo obispo, Manuel Larraín Errázuriz.
A comienzos de 1947, el General de la Compañía nombró como Provincial en Chile al P. Alvaro Lavín Echegoyen, el amigo más íntimo del Padre Hurtado en la Compañía, tal vez con la excepción del Padre Vives. Habían asistido a las mismas clases de latín en el Colegio San Ignacio y habían sido compañeros de filas en la Décima Compañía del Regimiento Yungay. Alvaro Lavín había entrado en la Compañía varios años y por eso pudo ser el Presbítero Asistente en la Primera Misa de Alberto. Eran amigos. Y el Padre Lavín siempre quiso mantenerse cerca de Alberto.
Éste en julio de 1947 le escribió: “¿Será mucha audacia pedirte que pienses si sería posible que asistiera este servidor al Congreso de París? Te confieso que lo deseo ardientemente, porque me parece que me sería de mucho provecho para ver las nuevas orientaciones sociales y apostólicas. Podría ver cómo enfocan en España y Francia. Se trataría de un viaje rápido. Los medios económicos creo que yo podría encontrarlos”
Y como no era audacia, el Padre Lavín le dio el permiso. Feliz el Padre Hurtado partió a Versailles a la Semana Internacional de Estudios, dedicada al Apostolado moderno, y a la que sólo habían sido invitados los doscientos jesuitas más competentes de toda la Compañía. El organizador del Congreso, el P. Boscé escribió después agradecido al Padre Lavín, pues la actuación del Padre Hurtado había sido “bien marquée”. Corrió el comentario, esto lo supo el Provincial de Chile, que algunos padres franceses habían indicado al Padre Hurtado como un posible futuro General de la Compañía.
Y permaneció en Europa, con una nueva licencia del P. Lavín, hasta enero de 1948, visitando España, Italia, Bélgica, Holanda y Alemania. En París estuvo con el Cardenal Suhard, y también en los cuartuchos de los sacerdotes obreros. También, con l’abbé Pierre en un suburbio y comió con él, porque alguien había llevado una lata de porotos en conserva. Más adelante descubrirá a los Petis Frères del P. Voillaume, seguidores de Carlos de Foucauld.
Y después de un breve viaje por España: Madrid, Valencia y Barcelona, volvió a París para ir a Roma donde quería entrevistarse con su antiguo Rector en Lovaina y ahora General de la Compañía de Jesús.
La entrevista con el Papa
Después de una serie de entrevistas con el Padre General, quien le volvió a demostrar un excepcional interés y simpatía por su persona y sus puntos de vistas, el Padre Hurtado obtuvo el 8 de octubre una audiencia privada con el Santo Padre.
Para conocimiento de Pío XII el Padre Hurtado había redactado un memorándum que el propio General de la Compañía había corregido previamente por su mano. En él explicó, después de una nota referente a toda América Latina, la situación social, religiosa y política de Chile. En cada uno de estos aspectos presentó su visión: la misma que había expuesto en sus libros y en tantos artículos y conferencias. Al fin expone los puntos que a él le parecen “problemas urgentes”, la pérdida de confianza de muchos fieles en la Jerarquía, el avance del marxismo y la campaña protestante, y solicita la gracia y bendición para su trabajo social, mediante la Asich, Asociación sindical chilena, entre los obreros de Chile.
El Papa lo animó a proseguir su labor social al término de la audiencia. Y el Padre General, cuya aprobación le era igualmente necesaria le demostró una simpatía excepcional por sus ideas.
Al año siguiente, el P. Janssens antes de enviar a toda la Compañía una Instrucción sobre el Apostolado Social de la Compañía, e incluso antes que los Padres Asistentes de su Consejo la conocieran, remitió los borradores al Padre Hurtado, para que éste le hiciera las sugestiones que estimara convenientes, cosa que ya le había pedido en Roma cuando tenía la Instrucción en proyecto.
Cuando salió de Roma viajó a l’Arbresle, en Francia, a la casa donde un admirable y audaz equipo de sacerdotes y laicos, dirigidos por un dominico, el Padre Joseph Lebret, estudiaba la manera práctica de hacer la síntesis de Economía y Humanismo en nuestro tiempo.
El 8 de enero de 1948 aterrizó en Chile. Traía como un tesoro la hoja de la Secretaría de Estado de Su Santidad, en la que Monseñor Domenico Tardini, subsecretario para los Asuntos Extraordinarios le comunicaba que Su Santidad había examinado atentamente el memorial que había puesto en sus manos y hallado en su lectura “una confirmación de la grave situación moral y social de Chile y por eso quería alentar calurosamente el propósito que le había expuesto de ayudar al generoso grupo de laicos seglares que se proponía desarrollar un vasto plan de trabajos sociales según los principios de la doctrina católica, bajo la dependencia de la jerarquía eclesiástica y con plena sumisión a ella, apartado completamente de la política de los partidos”. Este programa le había parecido al Papa “sólido y lleno de esperanzas” y en prenda de los celestiales favores que esperaba para el apostolado al cual el Padre Hurtado quería dedicarse, le enviaba “con paternal afecto una especial Bendición Apostólica”.
Este supremo espaldarazo le resultó al Padre Hurtado muy consolador y necesario.
La Asich, Asociación sindical chilena
Un reportaje que le hizo el mejor periodista chileno sobre su viaje a Europa y las intenciones de fundar “una central sindical católica con el visto bueno del Papa” provocó una verdadera tormenta, a pesar de que el Padre Hurtado había creído que mencionar al Papa serviría para suavizar asperezas.
El trabajo fue muy duro. La ley chilena establecía el sindicato único en cada empresa. Y entre los sindicatos ya organizados no había prácticamente ninguno en el cual los católicos tuviesen una influencia determinante. No había más remedio que partir con los pocos obreros y empleados dispersos en los sindicatos, agruparlos en alguna forma, adoctrinarlos y lanzarlos a la lucha en sus respectivas organizaciones. La Asich trabajaría con sus equipos de empleados y obreros que actuarían como células en el seno de la organización sindical, y sometidas a una estructura basada en la jerarquía y la disciplina. Para pertenecer a la institución no sería necesario ser católico, sólo bastaría aceptar los principios de un orden social basado en las encíclicas sociales de los Papas.
Al cabo de su primer año, la Asich ya comenzaba a funcionar. Tenía una sección de obreros, una cincuentena, que se reunían en cursos de formación sindical, y otra de empleados, que podía agrupar a un mayor número y a dirigentes ya formados.
Al término de la Conferencia Episcopal de 1950, el Cardenal José María Caro le dirigió una carta al capellán de la Asich en la que expresó: “La Conferencia Episcopal ha creído conveniente, junto con alabar el celo y abnegación de los que trabajan en una obra de tanta urgencia y necesidad, cual es la Acción Sindical, el reconocer a la “Asich” como la institución donde los católicos pueden cumplir su Acción sindical, dentro de las doctrinas sociales de la Iglesia y en íntima colaboración con las otras iniciativas que el Secretariado Económico Social promueve”.
Era el reconocimiento oficial, el eco chileno a la carta que el Papa, a través de Monseñor Tardini, había bendecido a la Asich tres años antes. Pronto la Asich tuvo un periódico quincenal, “Tribuna sindical”, cuyo tiraje era de 3.500 ejemplares.
Y en medio de la vorágine de su trabajo encontró tiempo para escribir otros dos libros: “El Orden social cristiano” en dos tomos con los documentos sociales de la Iglesia, y “Sindicalismo, historia, teoría y práctica.
La Revista Mensaje
En 1950 el Padre Hurtado terminó de pensar en la necesidad de publicar una revista. Y le escribía a su amigo el P. Alvaro Lavín, su Provincial, pidiendo su permiso: “No sería de carácter literario, ni tampoco piadoso, sino más amplia: de orientación. Urge publicarla porque hay una gran desorientación, sobre todo entre los jóvenes y nosotros contamos con un equipo de Padres muy concordes en su criterio, unidos y bien formados, tal vez como en ningún otro país americano. Hay obispos que la desean, la Conferencia Episcopal alentó el proyecto y numerosos seglares colaborarían con gusto”
El 1 de octubre de 1951 nació su revista y que él quiso llamar “nuestra” y con el nombre “Mensaje” aludiendo al mensaje que el Hijo de Dios había venido a traer a la tierra y cuyas resonancias la revista quería prolongar. Él escribió el primer editorial e hizo votos para que se prolongara en el tiempo.
La Revista Mensaje lleva ya más de 50 años de vida. Es la revista más antigua de Chile que continúa apareciendo mes a mes. Muchas otras han quedado en el camino.
Los días de la enfermedad
Siempre el Padre Hurtado creyó que iba a morir joven y de repente. Lo dijo muchas veces. Creía en los antecedentes familiares. Al comienzo no fue algo espectacular.
Cuando principió a sentirse mal, a mediados de 1951, ya sabía que tenía la presión arterial alta y por eso mismo se resistía a recurrir a los médicos. Algo andaba mal y, como tantos enfermos, quería cerrar los ojos a su enfermedad para poder seguir su trabajo.
Pero a mediados de noviembre, las fuerzas le fallaron claramente. Si se quedaba en Santiago sería imposible mantenerlo en reposo. El Padre Alvaro Lavín, que lo conocía tan bien, hizo que se lo enviara a Valparaíso, en donde un Superior muy enérgico podría tenerlo en jaque descansando. Se resfriaba y la amigdalitis era frecuente. Con todo podía seguir despachando su correspondencia y planear trabajos para la Asich y Mensaje.
En los meses de verano siguió trabajando, instalado en su rincón favorito de la Casa de Calera de Tango, la de las vacaciones de los jesuitas. Le gustaba pasear por el viejo parque, junto a la laguna y a lo largo de la avenida de cipreses. Los jesuitas, especialmente los jóvenes estudiantes lo perseguían discretamente, le pedían consejo, y ese contacto con la juventud a él también parecía rejuvenecerlo. Una colitis rebelde lo tenía con un régimen muy estricto. Pero no tenía presentimientos. Ya pasarían los achaques y volvería a su trabajo.
Vuelto a Santiago quiso preparar los Ejercicios que pensaba dar en Semana Santa, en la Casa del Noviciado, como lo había hecho siempre. Pero no le fue posible. Un dolor se le instalaba en el pie y otro dolor le hacía oprimirse la región del hígado. Debe ser el hígado, decía, y se quedaba conforme.
Uno de sus amigos se le encaró un día y le dijo: Padre, le tengo pedida una hora con el Dr. Rodolfo Armas Cruz. Mañana lo paso a buscar. Él contestó: Pero, Lucho, ese médico es uno de los más importantes de Chile, que me vea sólo el de siempre.
El Dr. Armas Cruz lo examinó cuidadosamente. El dolor del pie se había extendido y claramente era una flebitis. Para saber la causa de la colitis persistente indicó una serie de exámenes. El Padre quería eximirse de los exámenes pero el médico insistió. Estaba adelgazando a ojos vistas. Él trataba de mantenerse en pie y a duras penas podía celebrar su misa diaria.
El 15 de abril sacó fuerzas de flaqueza para irse con ese amigo a Talca, porque deseaba hablar en la Catedral en la celebración de las bodas de plata sacerdotales de su gran amigo Manuel Larraín. “Estoy como para irme a Calera de Tango y tirarme allá” le dijo a Lucho antes de salir. Entonces, dejemos el viaje. “No, eso sí que no. No me conformaría nunca no haber estado con Manuel en el día de mañana.” Y ahí estuvo, en la Catedral llena de gente, hablando en el solemne silencio sobre el misterio y la grandeza del sacerdocio. Era la vida del amigo y la propia la que él justificaba.
Nunca más volvería a hablar en público. Sólo le quedaba ofrecer el sacrificio. Y ofrecerse él mismo.
Poco después el P. Lavín le pidió que fuera a pasar unos días en Algarrobo, en casa de su pariente y muy amigo Arturo Echazarreta Larraín y de su esposa, prima del Padre, María Hurtado, con la esperanza de que los aires marinos y natales le dieran alivio. Y como el mal lo minaba, él mismo pidió al Padre Provincial que lo fueran a busca. Regresó, y esa noche alojó en la Casa del Noviciado que él había construido y tanto quería. Al día siguiente, con gran dificultad se levantó y pudo celebrar la misa, el 19 de mayo, por última vez. Llegado a Santiago debió guardar cama hasta el final de sus días.
Cáncer al páncreas
Estando aun en su pieza del Colegio San Ignacio, sufrió el 21 de mayo un doloroso infarto pulmonar. Pidió la Santa Unción y Viático expresando a todos los jesuitas su fe, esperanza y entrega feliz al Señor. Pidió además se comunicara a su querido amigo el Padre General Juan Bautista Janssens su recuerdo muy agradecido y su amor a la Compañía de Jesús.
Superó ese infarto, pero los médicos que lo atendían, Rodolfo Armas Cruz y Ricardo Benavente, descubrieron la causa última y fatal de sus dolencias. Diagnosticaron “Cáncer al páncreas” y, para hacer los esfuerzos posibles en el aliviarlo pidieron que fuera trasladado al Hospital Clínico de la Universidad Católica. Para el Padre Hurtado dejar su pieza de religioso fue doloroso, pero no puso objeciones.
El diagnóstico se mantuvo en secreto algunas semanas. Sólo lo supieron su íntimo amigo, Monseñor Manuel Larraín, y su Provincial.
El Cardenal Arzobispo, Monseñor José María Caro Rodríguez, lo fue a ver a su pieza en la Universidad. Y le renovó el permiso que había dado en el mes de enero de que todos los días se pudiera celebrar la misa en su aposento. Un grupo de sacerdotes jóvenes, de los formados por él, o habían discernido con él la vocación, la dijeron siempre, y a veces varios en el mismo día.
Una de sus más fieles colaboradoras, la señora Marta Holley de Benavente, que podía entrar por ser esposa del Dr. Benavente, iba todos los días a verlo y anotó cuidadosamente todas las alternativas de la enfermedad, porque ya sabía que iba a morir. Este Diario ha sido publicado y es de un patetismo impactante.
El día 23 de julio hubo junta de médicos y todos estuvieron de acuerdo en que ya no había nada que hacer. El Dr. Rodolfo Armas Cruz y el Rector del Colegio San Ignacio, el Padre Pedro Alvarado, s.j. le comunicaron al Padre la realidad de su estado. Su reacción fue la de siempre, la de una persona totalmente entregada a la voluntad amorosa de Dios. Cuenta el Padre Lavín: Esa mañana yo había tenido que ir por razón de mi cargo a la Casa del Noviciado. Estando allí recibí un llamado telefónico diciendo que el Padre Hurtado pedía que yo fuera a hablar con él. Dada su delicadeza, de no querer molestar a nadie, me pareció raro, porque había estado con él hacía pocas horas. Fui inmediatamente. Y me recibió con estas palabras que jamás olvidaré: “Me he sacado la lotería, me he sacado la lotería. Me he atrevido a molestar para que me ayude a dar gracias a Dios” Y se le llenaron los ojos de lágrimas, pero añadió: “Podré llorar de emoción, pero créame, Padre, estoy feliz, muy feliz”
Y pidió que la puerta de su pieza en el Hospital quedara abierta, para todos lo que quisieran despedirse. Él quería verlos a todos.
Y el flujo de visitantes ya nadie lo pudo contener. Unos estudiantes jesuitas se turnaban para pedir que las visitas fueran más bien breves para no cansarlo. Volvió a venir el Cardenal, una y otra vez, el Nuncio Apostólico, los obispos de Chile, también su amigo Osvaldo Augusto Salinas quien le pidió perdón por sus diferencias en la época de la Acción Católica, sacerdotes, seminaristas, todos los jesuitas, religiosas, senadores y diputados, ministros de Estado, las señoras de la Fraternidad de Cristo, la esposa del Presidente de la República, los empleados y obreros de la Asich, cientos de jóvenes y dirigidos espirituales. A Monseñor Manuel Larraín lo miró largo rato en silencio y después le pidió que se preocupara de todos los problemas de la Iglesia que quedaban pendientes. Algunas de las monjitas alemanas del Hospital estaban verdaderamente asombradas con esa afluencia de gente y querían controlar de alguna manera, pero parecía imposible. “Contento, Señor, contento”, repetía él, una y otra vez, mientras trataba de sonreír y bendecir.
El día de la muerte
En la madrugada del 18 de agosto se estaba muriendo. El Dr. Benavente ordenó sedantes. Pero Alberto suplica que no, porque desea comulgar. Su primo hermano, y ahijado de bautismo, el Pbro. Carlos González Cruchaga, más tarde obispo de Talca, le celebra la Eucaristía y le da la comunión, la cual apenas puede tragar.
A las once se le empezó a velar la mirada. El Dr. Armas le tomó la mano y le preguntó suavemente cómo se sentía. El contestó: Muy mal. El médico volvió a preguntar ¿Tiene algún dolor?. Los labios resecos se movieron apenas, y Alberto apretó la mano del médico y se la llevó a la boca para besarla.
Luego entró en agonía. A las dos y media de la tarde los jesuitas rezaron a su alrededor las oraciones de la recomendación de su alma. A las cinco, cuando el aposento está lleno de gente, y también los corredores, el Padre entregó su alma al Creador.
Y el Padre Lavín comenzó a rezar las preces de los difuntos.
El Dr. Rodolfo Armas Cruz dijo después: “Estuve tratando enfermos desde 1927 hasta 1992, algo como 65 años. Es difícil comparar, pero en esta larga experiencia de médico, nunca vi a un moribundo que esperara a la muerte con esa serena alegría, sin temor, más bien con impaciencia, como el Padre Hurtado. Fue algo asombroso.”
Los funerales
Al llegar los restos a la iglesia de San Ignacio, como a las 7 de la tarde, ya lo esperaba una multitud de gente, que comenzó a rezar y a desfilar junto a su ataúd, lo que se prolongó muchas horas, hasta avanzada la noche, para continuar todo el día siguiente, desde las cinco de la mañana hasta medianoche con emocionantes escenas de dolor. El día 19 celebraron dos obispos: uno dijo una misa a la que asistió todo el Colegio, y otro para el público.
Todas las emisoras de radio comunicaban, una y otra vez, la noticia de su muerte y su traslado a San Ignacio. Todos los diarios del país pusieron esta noticia en la primera página, con largos reportajes de sus obras y de su vida.
La misa de funerales la celebró Monseñor Manuel Larraín, obispo de Talca y amigo de toda su vida. El P. Alvaro Lavín hizo de Presbítero asistente y el Pbro. Carlos González Cruchaga ofició de diácono. En el Presbiterio asistieron el Cardenal arzobispo de Santiago Monseñor José María Caro Rodríguez, el Nuncio Apostólico de Su Santidad Monseñor Mario Zanín, otros cuatro obispos, muchos sacerdotes, fuera de todos los jesuitas. Cantó la Misa el Coro del Seminario, que vino íntegro, el Seminario Mayor y Menor, acompañados por sus profesores y rector.
La oración fúnebre de Monseñor Larraín fue magnífica y a muchos le pareció como inspirada.
“Un gran silencio, entrecortado sólo por la plegaria, era el único elogio que el Padre Hurtado ambicionara. Un gran silencio también, donde esconder un gran dolor, hubiera sido también lo único que el amigo de toda una existencia, en estos instantes deseara. Y, sin embargo, es necesario decir en palabras lo que murmuran las lágrimas. Si silenciáramos su lección, desconoceríamos el tiempo de una gran visita de Dios a nuestra patria”.
Esta frase, de una gran visita a Chile, la hizo suya el Santo Padre en su homilía en el día de la Beatificación.
A la salida de la iglesia, la multitud asombrada observó que en el Cielo se delineaba perfectamente una cruz formada por las nubes. Centenares y centenares de personas la pudieron contemplar y aún captar por medios de máquinas fotográficas. La prensa publicó las fotografías al día siguiente.
La carroza fue arrastrada por cientos de admiradores, también mendigos y niños del Hogar de Cristo, por 38 cuadras, más de 5 km., hasta la Parroquia de Jesús Obrero. Se tenía la autorización civil y religiosa para enterrarlo en una Capilla lateral, semi independiente, cumpliendo así los deseos del Padre de quedar junto al Hogar de Cristo.
Los elogios al Padre Hurtado
En el Senado y en la Cámara de Diputados se hicieron sendos homenajes a su memoria y a su obra, por la boca de parlamentarios de todas las ideologías; asimismo en la Municipalidad de Santiago, cuyo alcalde tuvo, además, el discurso al enterrar sus restos.
En el primer aniversario de su muerte se celebró una Magna Asamblea que repletó el Teatro Municipal de Santiago.
El año 1954, por ley de la República se cambió el nombre del pueblo de Marruecos, donde el Padre había construido la Casa de Formación de los jesuitas y la Casa de Ejercicios, por el de “Padre Hurtado”
Y empezaron a llegar a la Compañía de Jesús innumerables peticiones solicitando que se iniciaran los Procesos eclesiásticos para su canonización.
Los Procesos de beatificación y canonización
El 20 de octubre de 1970 la Compañía de Jesús en Chile pidió que se introdujera la Causa de canonización del Padre Hurtado.
El 21 de enero de 1977 el cardenal arzobispo de Santiago, Monseñor Raúl Silva Henríquez, introdujo la causa. Desde esta fecha es Siervo de Dios.
El 13 de octubre de 1982 el Tribunal eclesiástico designado por el arzobispo de Santiago terminó la Investigación diocesana sobre la vida, virtudes y fama de santidad del siervo de Dios, y envió las actas a la Congregación para las Causas de los Santos.
El 2 de julio de 1991 se inició en el Arzobispado de Santiago el análisis de pruebas sobre un presunto milagro debido a la intercesión del Padre Hurtado.
El 5 de noviembre de 1991 la Congregación para las Causas de los Santos aprobó la heroicidad de las virtudes del Padre Hurtado. Desde esta fecha es Venerable.
El 8 de enero de 1992 terminó la Investigación diocesana sobre las pruebas del presunto milagro presentado en Santiago. Los documentos fueron enviados a Roma.
El 10 de febrero de 1993 el milagro atribuido al Padre Hurtado fue aprobado, con voto unánime, por la Consulta Médica de la Congregación para las Causas de los Santos.
El 4 de junio de 1993 el milagro aprobado por los médicos fue también aprobado por el Congreso de teólogos de la Congregación para las Causas de los Santos.
El 9 de noviembre de 1993 la Sagrada Congregación ratificó la aprobación de dicho milagro. Y el 23 de diciembre de 1993 el Santo Padre firmó el Decreto de beatificación.
El 16 de octubre de 1994 se celebró en Roma la Beatificación del Padre Hurtado.
El 3 de mayo del 2001 en la diócesis de Valparaíso se inició la Investigación diocesana sobre un “presunto milagro” presentado como requisito para la canonización.
El 18 de octubre del 2001 en la diócesis de Valparaíso se tiene la Sesión de clausura de esa Investigación. El proceso fue en viado a la Congregación para las causas de los santos.
El 8 de octubre del 2003 el presunto milagro atribuido al Padre Hurtado fue declarado, con voto unánime, por la Consulta Médica de la Congregación para las Causas de los Santos, como recuperación repentina, total e inexplicable según la ciencia médica.
Alberto nació en Viña del Mar el 22 de enero de 1901, el primogénito, en el hogar formado por don Alberto Hurtado Larraín y doña Ana Cruchaga Tocornal.
El padre era el penúltimo de siete hermanos y había heredado una parte del fundo Lo Orrego. Había vendido sus derechos y comprado “Mina del Agua”, un tercio del predio “Los Perales de Tapihue”, en la misma zona de Casablanca. Las tierras no eran buenas y debía trabajar con esfuerzo.
La madre pertenecía también a una familia aristocrática, pero pobre, a igual que su esposo. Ambos se casaron muy jóvenes y en el campo podrían ser felices.
Por mayor seguridad unos días antes la madre fue llevada a casa de un pariente cercano en Viña del Mar donde nació el niño. Un año y medio después nació Miguel. Y la familia continuó su vida campesina.
Un niño huérfano y pobre
En junio de 1905 murió su padre. Esa mañana vinieron a avisarle que unos sospechosos merodeaban en un extremo del fundo, y él partió a caballo con un mozo. Volvió a mediodía, desmontó junto al corredor y logró llegar a su cama vacilante. Pidió un vaso de agua y cuando su mujer se lo trajo, lo encontró muerto.
¿Qué podía hacer una viuda joven con dos hijos tan pequeños? El fundo estaba cargado con muchas deudas.
Hubo entonces que vender y trasladarse a Santiago a vivir con su hermano Jorge, soltero, quien arrendaba un departamento.
Poco después, al fallecer su hermano en 1913, fue a vivir a casa de su hermana Julia, casada con don Ricardo Ovalle, ricos y sin hijos. Ana se dedicó por entero a sus dos niños y no volvió a casarse. Empezó así una vida de pobres y de “allegados”.
En el Colegio San Ignacio
A la edad de ingresar a un Colegio, conforme a los deseos de su madre, Alberto fue matriculado en el Colegio San Ignacio en el que estudiaban muchos de sus familiares. En atención a su difícil situación económica, los jesuitas le dieron una beca.
Alberto entró al curso preparatorio de Elemental Inferior, en 1909, cuando él tenía ocho años cumplidos. En los primeros años, las clases se reducían a Catecismo, Historia Sagrada, Aritmética, Castellano y Geografía. Se portaba bien en el Colegio, tenía un carácter fácil y alegre, como decía el Rector, Padre Estanislao Soler, con su duro acento catalán. El estudio no lo entusiasmaba, no parecía tener una inteligencia brillante y se aplicaba sólo para dar satisfacción. Nunca ocupó, en los 3 años básicos y 6 secundarios, los primeros lugares ni ganó especiales distinciones.
Formó parte, desde muy joven, de la Congregación Mariana del Colegio (hoy llamada Comunidades de Vida Cristiana, CVX) De comunión frecuente, comenzó muy pronto a ejercitar el apostolado en el barrio, entonces muy pobre y necesitado, y en la Parroquia de Andacollo donde dedicaba las tardes de los días domingos al trabajo social en el Patronato de Andacollo. Lo había enviado su director espiritual, el P. Fernando Vives Solar, s.j. Sus compañeros de curso lo acompañaban. Entre éstos es necesario nombrar a Manuel Larraín Errázuriz, su mejor amigo y después obispo, fundador y primer presidente de la Conferencia Episcopal de Latinoamérica; a don Juan Gómez Millas, después Ministro de Estado y Rector de la Universidad de Chile; a don Luis Fernández Solar, hermano carnal de quien será después Santa Teresa de Los Andes; a don Fernando Ochagavía, senador de la República; a don Carlos González Foster; a los mellizos Jorge y Germán Domínguez etc.
El ejemplo que Anita, su madre, le daba en su constante empeño en bien de los pobres, era sin duda la mejor escuela para su formación. Ella solía repetir a sus dos hijos: “ Es bueno tener las manos juntas para rezar, pero es mejor abrirlas para dar”.
El Padre Fernando Vives Solar
Alberto sin, ni siquiera, el recuerdo de su padre, tuvo en cambio la fortuna de encontrarse con un hombre extraordinario, un jesuita de gran simpatía moral e intelectual, su profesor de Historia en el año 1915, el Padre Fernando Vives Solar, quien pasó a ser su confidente, amigo y director espiritual. Este jesuita era chileno y, recién ordenado, en 1910, había regresado a Chile.
La vocación del Padre Vives era clara: ayudar a los obreros y a los pobres, dedicar la vida a ellos. “No basta protegerlos, es necesario darles el lugar que por su dignidad humana les corresponde”. Los Superiores, por sus ideas sociales, lo habían enviado a Córdoba, en Argentina, donde estuvo dos años. Y había regresado a Chile.
Alberto, aún antes de terminar sus estudios secundarios, luego de cumplir los 15 años, decidió pedir su ingreso al Noviciado de los jesuitas. Pero fue disuadido por su Padre espiritual quien le aconsejó terminar la educación secundaria y aún más tiempo, no por falta de madurez y decisión, sino por la especial situación económica de su madre y hermano.
Por eso postergó la decisión. Y al terminar el Bachillerato ingresó a la Universidad Católica, a la Escuela de Leyes. Y al mismo tiempo proseguía con su trabajo entre los obreros, sin descuidar la vida espiritual.
En la Universidad Católica de Chile
En 1918 comenzó sus estudios de Derecho. Pero aprovechando que las clases le ocupaban sólo las mañanas, buscó y consiguió para las tardes un empleo rentado, que le ayudaría para sus gastos personales y, en cuanto fuera posible, a su madre y hermano. A Alberto le atraía la política y su empleo fue el de prosecretario del Partido Conservador. Ese cargo lo consiguió por influencias de su tío político don Guillermo González Echenique. Y en la Universidad Alberto pasó a ser un alumno distinguido: estuvo entre los tres primeros más distinguidos en su curso de 55 alumnos.
Alberto y su hermano Miguel pasaban la mayor parte de las vacaciones de verano en el fundo El Peñón que su tío Ricardo Ovalle tenía cerca de Pirque y solían ir por un par de semanas a la hacienda que otro tío, Guillermo Hurtado, arrendaba cerca de Rosario. Se conservan cartas de Alberto dirigidas desde Pirque a su amigo Manuel Larraín comentando sus ansias vocacionales.
Con sus amigos, del Colegio y otros nuevos, continuó su apostolado en Andacollo y con los que le pedía su Congregación Mariana. Entre estos trabajos se preocupó por atender a jóvenes católicos de provincia, que venían a estudiar a Santiago y, que con frecuencia encontraban en las pensiones peligros morales de variada especie.
Su director espiritual, el P. Fernando Vives, había sido trasladado a España, y Alberto, por su consejo empezó a dirigirse con el Pbro. Carlos Casanueva Opazo. Pero éste tenía poco tiempo, aunque Alberto pudo asistir a unos Ejercicios dados por él en el balneario de Las Cruces. Más tarde decidió dirigirse, gracias a una indicación de su amigo universitario Osvaldo Salinas, después obispo, con el P. Damián Symon, ss.cc., con quien va a continuar hasta su ingreso en la Compañía. Pero también asistía a los Círculos de estudios sociales que dirigía el P. Jorge Fernández Pradel, s.j. en el Colegio San Ignacio.
Eran los años de 1920 cuando surgía el fuerte movimiento que propiciaba los cambios sociales, considerados por muchos como muy avanzados. Hubo tensión, también incidentes en las calles, diatribas anticatólicas por considerar a la Iglesia defensora del Partido Conservador. Las elecciones de ese año llevaron a la presidencia de Chile a don Arturo Alessandri Palma, considerado el líder de los más avanzados.
Antes de asumir su cargo, el gobierno anterior convocó a las armas a la juventud por una pretendido peligro de guerra contra Perú y Bolivia. Alberto estaba en segundo año de Leyes y dio su nombre para ingresar a los cuarteles. Él y varios de sus amigos quedaron en el Regimiento de Infantería “Yungay”. En esos cien días de cuartel, Alberto se sintió, como nunca, muy cerca de la patria.
El gobierno de don Arturo Alessandri no pudo solucionar todos los problemas como lo esperaban sus partidarios. El primero que debió afrontar fue la paralización de las salitreras del norte del país y el enorme flujo de los mineros cesantes hacia el centro. El gobierno tuvo que habilitar albergues para acogerlos y poder controlarlos. Eran miles y miles las personas, y el hambre y la miseria hicieron estragos.
Grupos de señoras católicas comenzaron a preocuparse, especialmente de las mujeres. Y Alberto arrastró una vez más a sus compañeros de la Universidad y de la Congregación Mariana a esta obra indispensable.
En la Avenida Matta se había establecido un albergue en donde vivían cientos de personas y el grupo de jóvenes empezó a visitarlos. Fruto de este trabajo fue la creación que hizo Alberto de un “Secretariado Obrero” que empezó a funcionar en el Liceo Nocturno que los jesuitas mantenían en la calle Lord Cochrane, al lado del Colegio.
Y así pasaron los años. El tema escogido por Alberto para su Memoria de abogado mucho tuvo que ver con el Círculo de Estudios del P. Fernández Pradel s.j. donde recomendaban a los estudiantes investigar la realidad social chilena. Una Memoria fue “La reglamentación del trabajo de los niños” y la otra “El trabajo a domicilio”
El ingreso a la Compañía de Jesús
Alberto estaba a punto de recibirse de abogado, pero lo que más le interesaba no parecía todavía tener solución. Y rezaba con perseverancia. Alberto se postraba a orar durante una hora larga, tendido en el suelo, frente al Santísimo. Era el mes de junio consagrado al Corazón de Jesucristo, en el rigor del invierno, en la iglesia de los Padres de los Sagrados Corazones, a las diez de la noche, cuando nadie podía venir a presenciar ese mudo coloquio. Sólo el Padre Damián, su director espiritual, sentado, rezando el breviario, presenciaba la escena que se repetía noche a noche, durante todo el mes. Alberto pedía la gracia de entrar por fin a la Compañía. Y el cielo parecía mudo.
El día del Sagrado Corazón, el último viernes de junio llegó. Alberto oyó misa, comulgó y se fue a sus ocupaciones. A las tres de la tarde, por un llamado telefónico, supo que todo estaba arreglado.
Un amigo había estado revisando los papeles del préstamo que había solicitado en el Banco Hipotecario el comprador del fundo de los Hurtado y descubría en ellos un vicio que permitía un juicio de “lesión enorme”, porque los herederos eran niños pequeños. Alberto estuvo vacilando en entablar el pleito que se le indicaba. El fundo había sido vendido voluntariamente por su madre y ellos habían recibido el dinero. ¿Qué valor moral tenía la causa legal de nulidad de la venta por no haberse cumplido las solemnidades exigidas por ser menores de edad los herederos? Desde el punto de vista jurídico la cuestión era clara, pero lo moral le parecía dudoso. Sin embargo todos a quienes consultó le dijeron que nada inmoral podía haber en ejercitar la acción que el Derecho le otorgaba. Así, el comprador fue demandado y, finalmente, como su situación no tenía defensa se llegó a una transacción por una buena cantidad de dinero. Su madre quedó en situación más desahogada y Alberto quedó listo para ingresar en la Compañía.
El 14 de agosto de 1923, sin recibir personalmente su diploma, sólo dos días antes había dado su examen final ante la Corte Suprema, estaba ya en Chillán, porque quería asegurar que dos años más tarde haría sus Votos perpetuos el día 15, fiesta de la Asunción de la Virgen María.
En el andén de la Estación Central su madre había llorado mucho. Sus amigos habían decidido acompañarlo hasta la ciudad de San Bernardo. Desde allí él había seguido solo.
El noviciado en Chillán
El Noviciado de Chillán, fundado un par de años antes de la llegada de Alberto, era un caserón inmenso, situado en las afueras de la ciudad. Allí se encontró con un grupo de jóvenes que, como él, querían servir al Señor: Hernán Irarrázaval, Miguel Angel Olavarría, José Garrido, Antonio Jüptner, Luis Reyes, Luis Alarcón, Manuel Fincheira y Albino Schnettler, todos bajo la dirección del Maestro de Novicios, el P. Jaime Ripoll.
Alberto conocía bien al P. Jaime Ripoll, pues había sido su último Prefecto de División en el Colegio San Ignacio. Y el P. Ripoll conocía también bien a su nuevo novicio y apreciaba sus grandes valores. Severo en las exigencias del reglamento, era afable y cariñoso en el trato personal. Y estaba consagrado por entero a su importante tarea de formación de los futuros jesuitas de Chile.
En todas las experiencias del noviciado, señaladas desde un comienzo por San Ignacio: Mes de Ejercicios, Mes de servicio en Hospitales, Mes de Peregrinación en absoluta pobreza viviendo de limosnas, Mes de trabajos humildes, fue modelo, como lo atestiguan sus compañeros. A estas experiencias más estructuradas se agregaban los trabajos ordinarios de la casa: barrer, lavar la loza, limpiar ollas, asear los servicios higiénicos, etc. La oración meditada de la Biblia, el estudio de las Constituciones de San Ignacio, la lectura de las Vidas de los Santos, la devoción mariana, la Historia de la Compañía de Jesús, le ayudaban a cultivar el “modo de proceder” del jesuita. Conjuntamente un apostolado en Catequesis completaba esa formación de dos años.
Alberto estuvo en Chillán un año y medio y, los Superiores determinaron enviarlo en febrero de 1925 al Estudiantado de Córdoba, en Argentina, para terminar allí su período de noviciado, consagrarse con los votos religiosos e iniciar la formación clásica grecolatina.
El Juniorado en la ciudad de Córdoba de Argentina
Para viajar a Argentina tuvo que pasar por Santiago. Estuvo con su mamá y Miguel a quienes no veía desde su ida a Chillán. En la modesta casa de la calle San Isidro comprada con los dineros de la transacción por la venta del fundo.
Desde la ciudad de Los Andes siguió en ferrocarril de cremallera para cruzar la enorme cordillera. El otoño apenas comenzaba y no había nieve más que en las cumbres de los montes. Pasaría el túnel internacional y estaría en Argentina. Llegaría a la casa de la Compañía en Mendoza y de allí seguiría a Córdoba. ¿Cuánto tiempo faltaría para su regreso?
Córdoba le resultó agradable. Los jesuitas argentinos, y los chilenos que estudiaban ahí, lo recibieron con cariño. Especialmente el P. Luis Parola que sería su segundo Maestro de Novicios, hasta los votos religiosos, y su director espiritual en todo el Juniorado.
El 15 de agosto de 1925, día de la Asunción de la Virgen, como lo había querido al ingresar, hizo sus votos ante el altar, en presencia de todos los demás jesuitas que luego le dieron el abrazo de ritual.
Estaba en los estudios. Debía aprender a dominar el latín, a iniciarse en el griego y estudiar a fondo su propio idioma y literatura. A todo esto se dedicó durante dos años.
Para su apostolado los Superiores le designaron trabajar con los pobres de la “Bajada de los perros.” Le gustó ese trabajo porque allí había tanta miseria en esas tolderías que rodeaban a la ciudad. Y le recordaban los mismos problemas que había vivido en Santiago y observado en Chillán cuando iba a hacer catecismo para los niños de los arrabales.
Estudios de filosofía en España
A mediados de 1927 fue enviado a Europa para continuar los estudios en España. En aquellos tiempos no se pensaba en viajes a la patria para despedirse de los familiares. Alberto, pues, en largo viaje en barco llegó a Barcelona para iniciar los estudios eclesiásticos de filosofía.
Al primero que vio al desembarcar fue a su tan querido amigo y director espiritual el P. Fernando Vives y se fundieron en estrecho abrazo. El P. Vives vivía en la Residencia de la calle Caspe, en Barcelona, y Alberto iba a vivir en el Colegio Máximo San Ignacio en la muy vecina ciudad de Sarriá; de modo que podrían verse con una relativa frecuencia.
El Colegio de Sarriá era un palacio comparado con la vieja casa de Córdoba. Para Alberto tuvo un cierto sabor cuando supo que en su construcción había intervenido la Sierva de Dios Antonia Dorotea Chopitea, chilena residente en España, y muy rica.
Alberto fue un buen alumno en filosofía escolástica como lo había sido en Córdoba. Y continuó distinguiéndose como buen religioso. Él era allí el único chileno, pero por su carácter y simpatía, y sobre todo por su virtud, lo hicieron muy pronto popular y querido. Había estudiantes de otros países de habla no hispana, y Alberto siempre se dedicó a atenderlos con gran paciencia y caridad ayudándolos en la lengua nueva del castellano.
En julio de 1930, el obispo de Calahorra, Monseñor Fidel García, le dio la tonsura y le impuso las órdenes menores hasta el Acolitado.
Los Superiores de Chile lo eximieron de los años de magisterio, comunes a todos, y Alberto en el mes de octubre comenzó los estudios de teología. Pero las circunstancias políticas en España del año 1931 cambiaron los planes.
La monarquía española cayó sin sangre, pero ardieron algunas iglesias y conventos. Y la República adoptó medidas que prácticamente significaron la expulsión de los jesuitas. Los jesuitas españoles comenzaron a diseminarse por toda Europa. Muchos fueron a Bélgica. Alberto debería ir también allá. Arregló sus papeles y viajó apresuradamente a Barcelona a despedirse de su amigo el P. Vives. Éste le tenía la noticia de que a ello hacían volver a Chile después de 14 años en España. Él tenía 60 años.
En Lovaina estudia teología y pedagogía
Como medida preventiva por la revolución, Alberto adelantó sus exámenes de su primer año de Teología. Y partió por varios meses a Irlanda. Allá lo invitaban insistentemente sus muchos amigos a quienes había ayudado en Sarriá y que deseaban pagarle en la misma moneda ayudándolo en su “inglés”. Esos meses en Irlanda fueron sólo un compás de espera y, a la vez, un descanso, pues ya estaba destinado a terminar en Lovaina los estudios de Teología.
Al Colegio Máximo de San Juan Berchmans, en Lovaina llegó Alberto a fines de septiembre de 1931 y, sin duda, éste fue uno de los acontecimientos más importantes en su formación sacerdotal.
Ante todo, encontró allí a un rector extraordinario, el Padre Juan Bautista Janssens, luego General de la Compañía de Jesús, quien lo conoció y trató muy íntimamente, y le profesó desde entonces una gran estima, y una amistad sincera y paternal. Tuvo profesores de gran nivel como el P. Pierre Charles y el anciano P. De Villers.
Al llegar, Alberto se matriculó simultáneamente en la Facultada de Filosofía y Letras de la Universidad Católica de Lovaina para seguir un curso de ciencias pedagógicas. El intento de seguir, a la vez, los estudios de Teología y el curso en la Universidad de Lovaina, iba a obligarlo a un trabajo abrumador. El solo hecho de que se le haya autorizado para hacer ese esfuerzo muestra que sus Superiores tenían su capacidad por extraordinaria, ya que no eran muchos, entre los doscientos jesuitas que había en el Colegio Máximo, los autorizados o los osados a emprender una hazaña semejante. .
La Universidad de Lovaina no era, por cierto, menos estricta y a ello se debía en gran parte el prestigio de que seguía gozando. El mismo Alberto anotaba que entre los 4.000, sólo 1.200 habían aprobado todos sus exámenes al final del año anterior al de su entrada. El contacto obligado con los jóvenes universitarios, entre los que había centenares de latinoamericanos, proporcionó a Alberto un campo que, ciertamente, no descuidó, iniciándose así en el amplio trabajo que realizó después en Chile con universitarios: jornadas y retiros espirituales; fuera del trato y ayuda espiritual de esos jóvenes, expuestos a tantos peligros para su fe y costumbres lejos de sus familias.
En la Universidad y en el Colegio Máximo fue muy buen alumno y llamó la atención. Los estudios secundarios habían sido buenos, pero corrientes; en la Universidad Católica, muy buenos y coronados con éxito, pero sus preocupaciones económicas y familiares sin duda le eran un escollo para alcanzar mayor profundidad y brillo. En cambio, en Lovaina fue un alumno verdaderamente brillante.
Un compañero de él, extranjero, después atestiguó: “El transcurso de veinte años ha borrado casi todos los detalles de nuestra amistad en Bélgica, pero aún guardo, tan vívida como entonces, la imagen de este gran jesuita. Tal vez otros puedan ser tan celosos como Alberto Hurtado; yo nunca he encontrado a alguien que lo fuera más. Sólo un Francisco Javier podría combinar tanto celo con tanta comprensión. Tengo la convicción de que una vez que Alberto Hurtado se entregó a Cristo, nunca ya vaciló, nunca, en ningún detalle faltó a su consagración”
En el mismo bloque de las viejas construcciones de la casa de los jesuitas estaba la pequeña iglesia, y en el altar mayor se conservaba el corazón de San Juan Berchmans, un jesuita flamenco, que se distinguió por su virtud heroica en el cumplimiento de las Constituciones de San Ignacio. Allí, frente a ese humilde corazón del santo y frente a Jesucristo en el sagrario, Alberto hacía su oración y pasaba horas en adoración, todo el tiempo que sus estudios y vida comunitaria le dejaban.
El mejor testimonio de Alberto lo dio quien iba a ser General de la Compañía y era en ese entonces su Rector. El P. Juan Bautista Janssens comunicó al P. Provincial de Chile su juicio e impresión acerca de la petición de Alberto para la ordenación sacerdotal. Esa carta la escribió el 22 de febrero de 1933:
“Si no me engaño, después de la próxima Consulta de esta Provincia de Bélgica le serán transmitidos por nuestro Padre Provincial los informes referentes a las órdenes del Padre Hurtado. Pero permítame, desde ahora, testificarle a Su Reverencia de cuán grande edificación nos ha sido a todos el Padre Hurtado, por su piedad, caridad, discreción, buen trato con todos: ciertamente ha ido delante de los compañeros por su ejemplo. Es querido de todos. Juzgo que el Señor ha destinado a su Provincia un hombre verdaderamente eximio: por lo menos así nos parece a nosotros. Verdaderamente le agradezco que lo haya destinado a Lovaina. En esta comunidad ha ejercido un verdadero apostolado. Me encomiendo en sus oraciones. Juan Bautista Janssens, s.j.
Los jesuitas que tienen experiencia saben que en la Compañía de Jesús no suele darse este tipo de informes.
Sacerdote de Jesucristo
En Lovaina, durante el tercer año de teología, recibió las órdenes del subdiaconado y el diaconado y, al término de él, el 24 de agosto de 1933, fue ordenado sacerdote por el Cardenal van Roey, Primado de Bélgica.
Inmediatamente le puso un cable a su madre y hermano que en Chile sabían que había llegado el gran día. Fue un cable de tres palabras, con gran sentido de pobreza: “Sacerdote, bendígoles. Alberto”.
Al día siguiente celebró la primera misa. A su lado, como presbítero asistente, estaba su gran amigo, compañero de Colegio y en el Regimiento Yungay, el Padre Alvaro Lavín Echegoyen, s.j., quien andando el tiempo sería su Provincial en Chile y el Postulador de su Causa de canonización. En primera fila estaban todos los miembros de la Legación de Chile en Bruselas.
Alberto, al año siguiente, hizo el cuarto año de teología, y al subsiguiente la Tercera Probación, o año que todo jesuita debe dedicar, por indicación de San Ignacio, a volver a templar su alma antes de lanzarse definitivamente a la acción. Su Instructor de Tercera Probación fue el Padre Jean Baptiste Hermann, s.j., exigente y espiritual. En la apacible casa de Tronchiennes cerca del río Gante volvió a hacer entero el Mes de Ejercicios Espirituales, nuevamente la experiencia de hospitales, de peregrinación y de trabajos humildes, como lo había hecho en el Noviciado de Chillán. Alberto tenía ya 34 años.
Poco después de terminar la Tercera Probación, Alberto presentó en la Universidad su tesis de doctorado: “El sistema pedagógico de Dewey ante las exigencias de la doctrina católica” y obtuvo el título de doctor “avec grande distinction”
Sólo le quedaban unos meses, porque estaba en julio de 1935 y debía estar de regreso en Chile antes del mes de marzo, según los Superiores. Alberto se movió y aprovechó al máximo esos meses, visitando Centros de Acción Apostólica y Social en Bélgica, Holanda, Francia, Italia, Austria. También visitó Facultades de Teología y profesores, porque su antiguo director espiritual Monseñor Carlos Casanueva Opazo, Rector de la Universidad Católica de Chile, le pedía que lo ayudara a organizar la Facultad de Teología que él quería para Santiago.
Con un cargamento de libros, Alberto se embarcó rumbo a Buenos Aires.
El regreso a Chile
El 15 de febrero de 1936 llegó a Santiago, en tren, vía Cordillera de Los Andes. Su amigo sacerdote Manuel Larraín Errázuriz había ido hasta la ciudad de Los Andes y desde allí habían viajado juntos. Los Superiores jesuitas estaban en el andén de la Estación Mapocho. Y por fin la señora Anita Cruchaga pudo abrazar a su hijo.
Destinado al Colegio San Ignacio, de inmediato le señalaron su trabajo: las clases de Apologética en los cursos superiores, la Congregación Mariana, y dirección espiritual. Además se le indicó que la Universidad Católica lo había pedido para dictar clases de Psicología Pedagógica y que el Seminario Pontificio también lo quería como profesor..
Pocos días después viajó a Valparaíso, con su amigo Manuel Larraín, Vicerrector entonces de la Universidad Católica. Quería saludar al P. Jaime Ripoll, quien era ahora Superior de la Comunidad de los jesuitas en el puerto. Era su primera salida fuera de Santiago y tenía que ser para quien lo había recibido y empezado a formar en la Compañía de Jesús.
Pero los cauces iniciales de su labor apostólica muy rápidamente fueron sobrepasados y multiplicados por Alberto en forma que era difícil seguirlo en su actividad. Unía a su juventud un temperamento dinámico y sobre todo el deseo que durante doce años ha controlado y al cual ha querido entregarse de veras: la misión sacerdotal. Sus clases de Apologética no se limitaron a las horas reglamentarias sino pronto fueron secundadas por Círculos de Estudio del Evangelio. Y a través de esos Círculos y de la Congregación Mariana fomentó los apostolados de los alumnos: Catecismos en las Poblaciones Velásquez y Buzeta.
Y muy pronto empezó a dar Cursos de Ejercicios Espirituales, de dos, tres y hasta ocho días, con lo cual fue despertando un inmediato fervor en un gran número de muchachos y resultando algunas vocaciones sacerdotales para el Seminario y la Compañía. El campo de su apostolado no se limitó únicamente a sus alumnos. Simultáneamente se fueron formando grupos de otros Colegio, universitarios o de liceos fiscales. La pregunta que proponía a los jóvenes iba siempre en la misma línea: ¿Qué haría Cristo si estuviera en mi lugar? Y en la respuesta encontraba él el modo de ayudarlos en el servicio apostólico y en la oración.
El número de muchachos que le pidió dirección espiritual aumentó muy rápidamente. Y muy pronto su “clientela” era de alrededor de 300 jóvenes, no siempre los mismos, y que se renovaba constantemente.
Casa de Ejercicios y la construcción de un nuevo Noviciado jesuita
El ministerio de los Ejercicios espirituales lo entusiasmó. Los que pudo dar en las Casas de San Juan Bautista, San José, y San Francisco Javier, todas del Arzobispado de Santiago, lo confirmaron en la idea de construir una Casa propia de la Compañía de Jesús. Ya había acordado con el Padre Provincial la conveniencia de trasladar el Noviciado de la Compañía de Jesús desde Chillán a Santiago y había encontrado unos terrenos cercanos, a 25 kilómetros, donde podría empezarse la construcción de la Casa de formación y una parroquia para los campesinos. Alberto se comprometió a buscar los medios económicos que hicieran posible ese proyecto. Y creyó, al mismo tiempo, que la Casa de Ejercicios podría estar junto a esas dos obras y ser atendida por los mismos jesuitas. Consiguió los permisos y con entusiasmo se entregó de lleno al apostolado de “constructor”.
Los Ejercicios dados en esa Casa se hicieron pronto muy famosos. Muchachos, de Colegios y parroquias, iban todas las semanas. En Semana Santa, para los que predicaba Alberto, se hacían pocas las 70 habitaciones individuales de la Casa y las 40 que cedían los novicios y estudiantes jesuitas.
Las vocaciones sacerdotales y religiosas
En esos Ejercicios empezaron a nacer y a decidirse algunas vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal. Alberto siempre presentaba este tema, y lo hacía con entusiasmo y verdadero fervor.
El mismo año de su llegada al país había publicado un folleto sobre “La crisis sacerdotal en Chile”. En él hizo ver cómo la extrema escasez de sacerdotes era el más grave problema que debía enfrentar de inmediato el catolicismo chileno. El asunto lo venía preocupando desde hacía tiempo. El hecho de que en Chile no hubiese sino 900 sacerdotes chilenos era un índice del decaimiento del espíritu cristiano en el país.
Y años más tarde, para ayudar en el discernimiento vocacional, publicó otro folleto sobre “La elección de carrera.”
Después de la muerte de Alberto, la Revista Mensaje hizo un estudio sobre el número de vocaciones religiosas y sacerdotales acompañadas por él en el discernimiento. Se llegó al número de poco más de cien sacerdotes, entre diocesanos y religiosos, y no se quiso contar el grupo de jóvenes que ingresó y después decidió retirarse.
¿Es Chile un país católico?
En 1941 apareció un libro del Padre Alberto Hurtado, cuyo título “¿Es Chile un país católico? a algunos pareció una impertinencia. Su celo, el espíritu observador y su patriotismo le confirmaron, desde un comienzo, el profundo dolor de una realidad muy generalizada de ignorancia religiosa en Chile y, la necesidad urgente de remediarla.
Su amigo Osvaldo Augusto Salinas, ahora obispo auxiliar de Santiago, escribió en el prólogo:
“Con multitud de informaciones estadísticas y observaciones personales, el Padre Hurtado dirige primariamente una mirada al estado del mundo en el orden religioso, y analiza después el de nuestra patria, desde diversos aspectos que convergen en último término a uno mismo. Era necesario hablar de las miserias de nuestro pueblo con la dura realidad de los hechos, a la vez que con elevado criterio y con caridad evangélica. Era necesario presentar el cuadro real de la vida cristiana en Chile, para que se midiera el abismo de ignorancia y de incredulidad a que hemos llegado”
Y en el mismo prólogo, un poco antes, decía su amigo:
“Escrito sin otro apasionamiento que el amor a Jesucristo y a las almas, iluminado con la luz del Evangelio y de las enseñanzas pontificias y con la claridad del reconocido talento de su autor, este libro debe servir como examen de conciencia para esos numerosísimos católicos que permanecen en la indolencia más incomprensible, mientras la Iglesia chilena sufre males tan profundos que la amenazan de muerte.”
Esto era lo que ciertamente y ante todo pretendía el Padre Hurtado. Y, sin duda, el libro fue una valiente voz de alerta y de estímulo que marcó como un hito en los trabajos pastorales de evangelización.
No deja de ser significativo que en Francia, un libro como el del abate Godin, “France, pays de mission”, cuyas tremendas comprobaciones sirvieron de antecedente para la fundación de la Misión de París que lanzó a los primeros sacerdotes-obreros, apareciera un año después que el libro ¿Es Chile un país católico? del Padre Hurtado.
Asesor Nacional de la Acción Católica de jóvenes
Al comenzar ese año 1941 había sido nombrado Obispo auxiliar de la arquidiócesis de Santiago su amigo de universidad Osvaldo Augusto Salinas, ss.cc. Y pareció natural, si no inevitable, que él pensara en Alberto como el Asesor ideal para la Acción Católica de Santiago, y poco después también para la de todo Chile.
En estos cargos Alberto no puso límite a su actividad y entusiasmo. Los centros de Acción Católica se fueron multiplicando en todo Chile que él recorrió desde Arica a Punta Arenas, animando con su presencia y su palabra. Sabía descubrir, animar y promover todos los valores de los jóvenes, especialmente los de generosidad. Mostraba metas e ideales altos y difíciles; quería formar jefes, héroes y santos.
La vida de esta rama de la Acción Católica pasó a ocupar ostensiblemente un lugar que antes no tenía. En la nueva Casa Central de la Juventud Católica, en Alameda con Ejército, ella bullía en reuniones formales y de estudio, en exposiciones, actos litúrgicos, conferencias y exposiciones. Allí se estudiaban y redactaban las revistas del movimientos, sus volantes, cancioneros e invitaciones. El Congreso Nacional de Valparaíso, en octubre de 1942, reunió a cinco mil jóvenes venidos desde todo Chile con gran entusiasmo y sacrificio. Algo semejante acaeció el año siguiente al llenar el teatro Caupolicán de Santiago, con capacidad para 11.000 personas, en el día del Joven Católico. Esto pareció a todos algo sorprendente e inaudito para un movimiento religioso. Los desfiles nocturnos con antorchas, en la Fiesta de Cristo Rey, presididos por el mismo Asesor Nacional, a lo largo de la Avenida principal de Santiago, fueron testimonios impresionantes de fe y entusiasmo de 15.000 muchachos. “Contento, Señor, contento” era el lema que el Padre Hurtado y esos jóvenes tenían en los labios para mostrar la fe.
Incluso llegó a fundar para los jóvenes más destacados un “Servicio de Cristo Rey”, y como él decía: “formado por aquellos que aspiran, con la gracia de Dios, a vivir plenamente su fe, y aceptar todos los sacrificios que traiga consigo el apostolado de la Acción Católica para la extensión del Reinado de Cristo”. Los muchachos pertenecientes al Servicio de Cristo Rey quedaban obligados, a más de los actos colectivos de la Acción Católica, a llevar una vida espiritual intensa: comunión diaria, un cuarto de hora de meditación al día, Ejercicios Espirituales de tres días una vez al año, y director espiritual al que debían recurrir por lo menos cada quince días. Además se comprometían de antemano a aceptar cualquier puesto que les confiara la Acción Católica, sin poder ofrecer otra excusa que el deber de estado. Los voluntarios hacían una promesa, renovable, por todo un año. El grupo alcanzó el número de doscientos.
Los 1.500 jóvenes distribuidos en 60 centros que recibió el Padre Hurtado, muy pronto se multiplicaron por diez: en 1944 había 15.000 jóvenes y 600 centros organizados.
Un término dramático
Los éxitos de unos, siempre ocasionan asombro en otros. Y en espíritus pequeños, críticas y envidias. Y así pasó también con el Padre Hurtado.
Era natural, quizás inevitable, que el Padre Hurtado fuera criticado, aún dentro de la misma Compañía de Jesús, por quienes tenían un concepto más tradicional de las cosas.
En materia de educación, había expresado algunas ideas sobre el régimen de disciplina que podían aparecer distintas a las aplicadas en su Colegio San Ignacio. Otros pensaban que el cargo de Asesor nacional de Acción Católica no podía justificar ninguna excepción en la vida común religiosa: no miraban con buenos ojos las reuniones que se hacían después de las ocho de la noche y que él tuviera que quedarse a comer en la Casa de la Acción Católica. Se levantaba sí a las cinco y media de la mañana, como todos, y hacía su hora de oración antes de la misa de las siete de la mañana en la iglesia, pero se apagaba la luz de su pieza al filo de la medianoche.
En la Acción Católica, también hubo algunos problemas. El Padre Hurtado se opuso a la separación de la juventud en dos ramas: secundaria y parroquial, y la universitaria. Él creía que los dirigentes juveniles debían tener una buena formación y esto se encontraba más fácilmente en la Universidad. Si a la Acción Católica juvenil de las parroquias y de los Colegios se le quitaban los dirigentes universitarios, era como dejarla sin cabeza.
Y las quejas llegaron hasta las más altas esferas eclesiásticas. Se le acusó de falta de espíritu jerárquico en la dirección de la Acción Católica, de injerencia en política al no promover que los jóvenes pertenecieran al Partido Conservador, y de tener ideas muy avanzadas en materia social.
Todo esto el Padre Hurtado lo trató, oral y por escrito, con el Visitador de la Compañía de Jesús, Padre Tomás Travi s.j., quien como Vice General gobernaba, debido a la guerra, esta parte de América. Lo conversó detenidamente con el arzobispo de Santiago, Monseñor José María Caro y con el Asesor Nacional de la Acción Católica, Monseñor Augusto Osvaldo Salinas. Antes de estas conversaciones había consultado con personas de su confianza, incluso a su amigo Monseñor Manuel Larraín Errázuriz, el obispo de Talca. Lo pensó mucho, lo meditó muy seriamente y al fin creyó que por el bien de la Acción Católica debía presentar su renuncia al cargo de Asesor.
La renuncia fue aceptada, después de un rechazo del Arzobispo, en diciembre de 1944. Sin duda, el dejar este ministerio fue una prueba grande y dolorosa para Alberto Hurtado. En ese trabajo se realizaba, pero por amor a la Iglesia aceptó dejarlo como algo venido de la mano amorosa del Señor. Jamás dijo una palabra de queja o de crítica, al contrario, con sincero esfuerzo logró que sus queridos jóvenes aceptaran los deseos de la Jerarquía episcopal. Llegó al extremo de no admitir ninguna manifestación de despedida, ni siquiera una misa, para no dar la más mínima ocasión a comentarios de ninguna especie en ese punto. Sus amigos consideraron que esta actitud de Alberto fue verdaderamente heroica.
El Hogar de Cristo
Después de dejar su cargo de Asesor, los Superiores de la Compañía le indicaron que sería bueno volver de lleno al ministerio de dar los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, no sólo en la Casa construida por él en la Estación de Marruecos y vecina al Noviciado, sino también en Santiago a personas que no pudieran tener un régimen de internado.
Y en un Retiro a señoras se produjo un hecho que cambió la vida a él y a muchas de sus oyentes. Era un grupo de unas cincuenta señoras reunidas en la Capilla del convento de la Congregación del Apostolado Popular, en la calle Lord Cochrane, muy cerca del Colegio San Ignacio. Al segundo día del retiro, comenzado el 18 de octubre de 1944, el Padre Hurtado explicaba el evangelio de la multiplicación de los panes. Y de improviso, se demudó; fue algo visible que todas advirtieron con sorpresa. Él se quedó en silencio un instante, y luego dijo:
“Tengo algo que decirles. ¿Cómo podemos seguir así? Anoche no he dormido y creo que a ustedes les hubiera pasado lo mismo al ver lo que me tocó ver. Iba llegando a San Ignacio cuando me atajó un hombre en mangas de camisa, a pesar de que estaba lloviznando. Estaba demacrado, tiritando de fiebre. Ahí mismo, a la luz del farol, vi cómo tenía las amígdalas inflamadas. No tenía dónde dormir y me pidió que le diera lo necesario para pagarse una cama en una hospedería. Hay centenares de hombres así en Santiago y son todos hermanos nuestros, hermanos realmente, sin metáfora. Cada uno de esos hombres es Cristo. ¿Y qué hemos hecho por ellos? ¿Qué ha hecho la Iglesia en Chile por esos hijos que andan por las calles bajo la lluvia y duermen en las noches de invierno en los huecos de las puertas y suelen amanecer helados? Estas cosas pasan en un país cristiano; esta noche un mendigo puede morir a la puerta de la casa de cualquiera de ustedes. ¡Qué vergüenza para todos nosotros!
Y el rostro del Padre Hurtado tenía impresionadas a las oyentes. Él estuvo un momento callado y luego, como volviendo a la realidad, agregó:
“Perdónenme. Yo no pensaba hablarles de esto. Hace días que me preocupa, pero no tenía intención de hablarles de este asunto, ninguna. Quizás haya sido una inspiración del Espíritu Santo”
A la salida, las señoras se reunieron para comentar el incidente, impresionadas todavía. Allí mismo se juntaron las primeras limosnas; unas dieron dinero, otras se quitaron alguna joya y todas las donaciones se entregaron al Padre Hurtado para que con ellas iniciara alguna obra a favor de los indigentes que, como el Hijo del Hombre, no tenían donde reclinar la cabeza. Las donaciones alcanzaron imprevisto volumen con el aporte de una señora que ofreció regalar el terreno necesario y otra que hizo un cheque por doscientos mil pesos.
Al día siguiente, el Padre Hurtado les agradeció y dijo que seguía sorprendido de lo que ocurría, porque nunca había pensado iniciar él alguna obra como la que ellas proponían., pero que, evidentemente, se estaba manifestando la voluntad de Dios. Ese mismo día consultó con su Superior y con la aceptación de él fue a exponer el proyecto al Arzobispo, el Cardenal Monseñor José María Caro, quien lo bendijo. En esa misma tarde escribió un llamado a la generosidad de los católicos que se publicó al día siguiente en la prensa.
Así nació el Hogar de Cristo. El poner ese nombre a una hospedería, para vagos y mendigos y gente del hampa, no dejó de inquietar a algunos en un comienzo.
Inmediatamente abrió los hogares provisorios para jóvenes y hombres en una casa arrendada en la calle López y, para mujeres y niños en la calle Tocornal. Y también de inmediato empezó la construcción de los locales definitivos en la calle Chorrillos.
De las Hospederías pasó a los Hogares de niños; después, a los Talleres para regenerar y capacitar; después, a la construcción de casas para los marginados. El Padre Hurtado nunca dijo “basta”.
Su palabra resonaba en la prensa y en las emisoras:
“Yo sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo es Cristo en persona, que carga con su cruz. Y como a Cristo debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo como a un hermano, como a ser humano, como somos nosotros. Yo conozco el alma de los mendigos, de los niños que viven en las alcantarillas del río Mapocho, la de los raterillos. Y sé que son buenos cuando se les trata bien y no como a pingajos”
A fines de 1951, el año anterior a la muerte del Padre Hurtado, a los seis años de haber empezado, las camas de las Hospederías del Hogar habían alojado 700.000 veces a pobres que no tenían dónde dormir, y había repartido 1.800.000 raciones alimenticias. Nuevas construcciones estaban en marcha y eran ya decenas los ex muchachos de la calle, convertidos en jóvenes obreros, los que se ganaban la vida honradamente. Como prolongación del Hogar había nacido la Sociedad Hogar Obrero S.A., la futura Hogar de Cristo Viviendas, para construir casas baratas, al alcance de los trabajadores, en terrenos aportados por el Hogar.
Se beneficiaron también los mismos bienhechores cuyo espíritu caritativo contribuía a la mantención del Hogar. “Esta entrega a Dios, anotaba el Padre Hurtado, tiene como consecuencia lógica el amor al prójimo sin distinción de clases, razas, educación, buscando en el pobre al más pobre, al más abandonado, al que está más envuelto en el dolor, porque en ese pobre se ve y se encuentra a Cristo”. De este anhelo de vida más evangélica surgió la “Fraternidad de Cristo”. Los que podrían llamarse Estatutos fueron redactados por el propio Padre Hurtado. Los miembros de la Fraternidad quedaban obligados por promesa a los tres votos clásicos de pobreza, castidad y obediencia, cada uno según su estado, y, como los jesuitas, hacían un cuarto voto: el de servir al pobre, especialmente en el Hogar de Cristo.
Después de su muerte el Hogar de Cristo siguió creciendo. Hoy, en el año 2003, a los cincuenta años de ella, está extendido en más de 60 ciudades de Chile y en unas 800 obras desde Hospederías, Hogares de mujeres, de niños y de ancianos, Talleres, Policlínicos, Hospitales. Casas de rehabilitación para drogadictos, etc. Funciona también la Funeraria Hogar de Cristo, la Fundación Viviendas Hogar de Cristo y la Universidad del Trabajador, Infocap, para capacitar a los más desheredados en pro de un trabajo digno.
Viajes de estudio y de renovación apostólica
Los Superiores decidieron pedirle que aceptara la invitación que le hacía Monseñor O’Hara, obispo de Kansas City a visitar los Estados Unidos para estudiar sociología y conocer las experiencias del catolicismo norteamericano. Así podría descansar, renovarse, ya que en Chile le era difícil Y Alberto Hurtado viajó al norte. Primero se detuvo en Costa Rica, porque quería conocer y conversar con el Arzobispo Sanabria que había establecido el Movimiento Rerum Novarum con 75 sindicatos cristianos. Después fue a Kansas City, y durante cuatro meses se movió incansable por toda la Unión y alcanzó, incluso a hacer un viaje rápido a Montreal, en Canadá.
Durante ese viaje no dejó de mantenerse informado y consultado sobre su Hogar de Cristo. Visitó y admiró, entre otras instituciones, la famosa Ciudad del Niño del Padre O´Flanagan. Y escribió apuntes de sus experiencias y vivencias espirituales que después se han recogido y publicado con el nombre que él mismo puso en su cuaderno: “Cómo vivir la vida”.
Al llegar a Chile, en marzo de 1946, empezó a escribir su libro “Humanismo Social”. Este libro, en verdad, es un testimonio de primer orden para conocer el pensamiento del Padre Hurtado, cuando apartado ya del apostolado exclusivo con los jóvenes se va orientando a un nuevo campo de actividades. Lo publicó en septiembre de 1947. Su libro anterior tenía un prólogo de su amigo Osvaldo Salinas Fuenzalida, éste tuvo el de su otro amigo obispo, Manuel Larraín Errázuriz.
A comienzos de 1947, el General de la Compañía nombró como Provincial en Chile al P. Alvaro Lavín Echegoyen, el amigo más íntimo del Padre Hurtado en la Compañía, tal vez con la excepción del Padre Vives. Habían asistido a las mismas clases de latín en el Colegio San Ignacio y habían sido compañeros de filas en la Décima Compañía del Regimiento Yungay. Alvaro Lavín había entrado en la Compañía varios años y por eso pudo ser el Presbítero Asistente en la Primera Misa de Alberto. Eran amigos. Y el Padre Lavín siempre quiso mantenerse cerca de Alberto.
Éste en julio de 1947 le escribió: “¿Será mucha audacia pedirte que pienses si sería posible que asistiera este servidor al Congreso de París? Te confieso que lo deseo ardientemente, porque me parece que me sería de mucho provecho para ver las nuevas orientaciones sociales y apostólicas. Podría ver cómo enfocan en España y Francia. Se trataría de un viaje rápido. Los medios económicos creo que yo podría encontrarlos”
Y como no era audacia, el Padre Lavín le dio el permiso. Feliz el Padre Hurtado partió a Versailles a la Semana Internacional de Estudios, dedicada al Apostolado moderno, y a la que sólo habían sido invitados los doscientos jesuitas más competentes de toda la Compañía. El organizador del Congreso, el P. Boscé escribió después agradecido al Padre Lavín, pues la actuación del Padre Hurtado había sido “bien marquée”. Corrió el comentario, esto lo supo el Provincial de Chile, que algunos padres franceses habían indicado al Padre Hurtado como un posible futuro General de la Compañía.
Y permaneció en Europa, con una nueva licencia del P. Lavín, hasta enero de 1948, visitando España, Italia, Bélgica, Holanda y Alemania. En París estuvo con el Cardenal Suhard, y también en los cuartuchos de los sacerdotes obreros. También, con l’abbé Pierre en un suburbio y comió con él, porque alguien había llevado una lata de porotos en conserva. Más adelante descubrirá a los Petis Frères del P. Voillaume, seguidores de Carlos de Foucauld.
Y después de un breve viaje por España: Madrid, Valencia y Barcelona, volvió a París para ir a Roma donde quería entrevistarse con su antiguo Rector en Lovaina y ahora General de la Compañía de Jesús.
La entrevista con el Papa
Después de una serie de entrevistas con el Padre General, quien le volvió a demostrar un excepcional interés y simpatía por su persona y sus puntos de vistas, el Padre Hurtado obtuvo el 8 de octubre una audiencia privada con el Santo Padre.
Para conocimiento de Pío XII el Padre Hurtado había redactado un memorándum que el propio General de la Compañía había corregido previamente por su mano. En él explicó, después de una nota referente a toda América Latina, la situación social, religiosa y política de Chile. En cada uno de estos aspectos presentó su visión: la misma que había expuesto en sus libros y en tantos artículos y conferencias. Al fin expone los puntos que a él le parecen “problemas urgentes”, la pérdida de confianza de muchos fieles en la Jerarquía, el avance del marxismo y la campaña protestante, y solicita la gracia y bendición para su trabajo social, mediante la Asich, Asociación sindical chilena, entre los obreros de Chile.
El Papa lo animó a proseguir su labor social al término de la audiencia. Y el Padre General, cuya aprobación le era igualmente necesaria le demostró una simpatía excepcional por sus ideas.
Al año siguiente, el P. Janssens antes de enviar a toda la Compañía una Instrucción sobre el Apostolado Social de la Compañía, e incluso antes que los Padres Asistentes de su Consejo la conocieran, remitió los borradores al Padre Hurtado, para que éste le hiciera las sugestiones que estimara convenientes, cosa que ya le había pedido en Roma cuando tenía la Instrucción en proyecto.
Cuando salió de Roma viajó a l’Arbresle, en Francia, a la casa donde un admirable y audaz equipo de sacerdotes y laicos, dirigidos por un dominico, el Padre Joseph Lebret, estudiaba la manera práctica de hacer la síntesis de Economía y Humanismo en nuestro tiempo.
El 8 de enero de 1948 aterrizó en Chile. Traía como un tesoro la hoja de la Secretaría de Estado de Su Santidad, en la que Monseñor Domenico Tardini, subsecretario para los Asuntos Extraordinarios le comunicaba que Su Santidad había examinado atentamente el memorial que había puesto en sus manos y hallado en su lectura “una confirmación de la grave situación moral y social de Chile y por eso quería alentar calurosamente el propósito que le había expuesto de ayudar al generoso grupo de laicos seglares que se proponía desarrollar un vasto plan de trabajos sociales según los principios de la doctrina católica, bajo la dependencia de la jerarquía eclesiástica y con plena sumisión a ella, apartado completamente de la política de los partidos”. Este programa le había parecido al Papa “sólido y lleno de esperanzas” y en prenda de los celestiales favores que esperaba para el apostolado al cual el Padre Hurtado quería dedicarse, le enviaba “con paternal afecto una especial Bendición Apostólica”.
Este supremo espaldarazo le resultó al Padre Hurtado muy consolador y necesario.
La Asich, Asociación sindical chilena
Un reportaje que le hizo el mejor periodista chileno sobre su viaje a Europa y las intenciones de fundar “una central sindical católica con el visto bueno del Papa” provocó una verdadera tormenta, a pesar de que el Padre Hurtado había creído que mencionar al Papa serviría para suavizar asperezas.
El trabajo fue muy duro. La ley chilena establecía el sindicato único en cada empresa. Y entre los sindicatos ya organizados no había prácticamente ninguno en el cual los católicos tuviesen una influencia determinante. No había más remedio que partir con los pocos obreros y empleados dispersos en los sindicatos, agruparlos en alguna forma, adoctrinarlos y lanzarlos a la lucha en sus respectivas organizaciones. La Asich trabajaría con sus equipos de empleados y obreros que actuarían como células en el seno de la organización sindical, y sometidas a una estructura basada en la jerarquía y la disciplina. Para pertenecer a la institución no sería necesario ser católico, sólo bastaría aceptar los principios de un orden social basado en las encíclicas sociales de los Papas.
Al cabo de su primer año, la Asich ya comenzaba a funcionar. Tenía una sección de obreros, una cincuentena, que se reunían en cursos de formación sindical, y otra de empleados, que podía agrupar a un mayor número y a dirigentes ya formados.
Al término de la Conferencia Episcopal de 1950, el Cardenal José María Caro le dirigió una carta al capellán de la Asich en la que expresó: “La Conferencia Episcopal ha creído conveniente, junto con alabar el celo y abnegación de los que trabajan en una obra de tanta urgencia y necesidad, cual es la Acción Sindical, el reconocer a la “Asich” como la institución donde los católicos pueden cumplir su Acción sindical, dentro de las doctrinas sociales de la Iglesia y en íntima colaboración con las otras iniciativas que el Secretariado Económico Social promueve”.
Era el reconocimiento oficial, el eco chileno a la carta que el Papa, a través de Monseñor Tardini, había bendecido a la Asich tres años antes. Pronto la Asich tuvo un periódico quincenal, “Tribuna sindical”, cuyo tiraje era de 3.500 ejemplares.
Y en medio de la vorágine de su trabajo encontró tiempo para escribir otros dos libros: “El Orden social cristiano” en dos tomos con los documentos sociales de la Iglesia, y “Sindicalismo, historia, teoría y práctica.
La Revista Mensaje
En 1950 el Padre Hurtado terminó de pensar en la necesidad de publicar una revista. Y le escribía a su amigo el P. Alvaro Lavín, su Provincial, pidiendo su permiso: “No sería de carácter literario, ni tampoco piadoso, sino más amplia: de orientación. Urge publicarla porque hay una gran desorientación, sobre todo entre los jóvenes y nosotros contamos con un equipo de Padres muy concordes en su criterio, unidos y bien formados, tal vez como en ningún otro país americano. Hay obispos que la desean, la Conferencia Episcopal alentó el proyecto y numerosos seglares colaborarían con gusto”
El 1 de octubre de 1951 nació su revista y que él quiso llamar “nuestra” y con el nombre “Mensaje” aludiendo al mensaje que el Hijo de Dios había venido a traer a la tierra y cuyas resonancias la revista quería prolongar. Él escribió el primer editorial e hizo votos para que se prolongara en el tiempo.
La Revista Mensaje lleva ya más de 50 años de vida. Es la revista más antigua de Chile que continúa apareciendo mes a mes. Muchas otras han quedado en el camino.
Los días de la enfermedad
Siempre el Padre Hurtado creyó que iba a morir joven y de repente. Lo dijo muchas veces. Creía en los antecedentes familiares. Al comienzo no fue algo espectacular.
Cuando principió a sentirse mal, a mediados de 1951, ya sabía que tenía la presión arterial alta y por eso mismo se resistía a recurrir a los médicos. Algo andaba mal y, como tantos enfermos, quería cerrar los ojos a su enfermedad para poder seguir su trabajo.
Pero a mediados de noviembre, las fuerzas le fallaron claramente. Si se quedaba en Santiago sería imposible mantenerlo en reposo. El Padre Alvaro Lavín, que lo conocía tan bien, hizo que se lo enviara a Valparaíso, en donde un Superior muy enérgico podría tenerlo en jaque descansando. Se resfriaba y la amigdalitis era frecuente. Con todo podía seguir despachando su correspondencia y planear trabajos para la Asich y Mensaje.
En los meses de verano siguió trabajando, instalado en su rincón favorito de la Casa de Calera de Tango, la de las vacaciones de los jesuitas. Le gustaba pasear por el viejo parque, junto a la laguna y a lo largo de la avenida de cipreses. Los jesuitas, especialmente los jóvenes estudiantes lo perseguían discretamente, le pedían consejo, y ese contacto con la juventud a él también parecía rejuvenecerlo. Una colitis rebelde lo tenía con un régimen muy estricto. Pero no tenía presentimientos. Ya pasarían los achaques y volvería a su trabajo.
Vuelto a Santiago quiso preparar los Ejercicios que pensaba dar en Semana Santa, en la Casa del Noviciado, como lo había hecho siempre. Pero no le fue posible. Un dolor se le instalaba en el pie y otro dolor le hacía oprimirse la región del hígado. Debe ser el hígado, decía, y se quedaba conforme.
Uno de sus amigos se le encaró un día y le dijo: Padre, le tengo pedida una hora con el Dr. Rodolfo Armas Cruz. Mañana lo paso a buscar. Él contestó: Pero, Lucho, ese médico es uno de los más importantes de Chile, que me vea sólo el de siempre.
El Dr. Armas Cruz lo examinó cuidadosamente. El dolor del pie se había extendido y claramente era una flebitis. Para saber la causa de la colitis persistente indicó una serie de exámenes. El Padre quería eximirse de los exámenes pero el médico insistió. Estaba adelgazando a ojos vistas. Él trataba de mantenerse en pie y a duras penas podía celebrar su misa diaria.
El 15 de abril sacó fuerzas de flaqueza para irse con ese amigo a Talca, porque deseaba hablar en la Catedral en la celebración de las bodas de plata sacerdotales de su gran amigo Manuel Larraín. “Estoy como para irme a Calera de Tango y tirarme allá” le dijo a Lucho antes de salir. Entonces, dejemos el viaje. “No, eso sí que no. No me conformaría nunca no haber estado con Manuel en el día de mañana.” Y ahí estuvo, en la Catedral llena de gente, hablando en el solemne silencio sobre el misterio y la grandeza del sacerdocio. Era la vida del amigo y la propia la que él justificaba.
Nunca más volvería a hablar en público. Sólo le quedaba ofrecer el sacrificio. Y ofrecerse él mismo.
Poco después el P. Lavín le pidió que fuera a pasar unos días en Algarrobo, en casa de su pariente y muy amigo Arturo Echazarreta Larraín y de su esposa, prima del Padre, María Hurtado, con la esperanza de que los aires marinos y natales le dieran alivio. Y como el mal lo minaba, él mismo pidió al Padre Provincial que lo fueran a busca. Regresó, y esa noche alojó en la Casa del Noviciado que él había construido y tanto quería. Al día siguiente, con gran dificultad se levantó y pudo celebrar la misa, el 19 de mayo, por última vez. Llegado a Santiago debió guardar cama hasta el final de sus días.
Cáncer al páncreas
Estando aun en su pieza del Colegio San Ignacio, sufrió el 21 de mayo un doloroso infarto pulmonar. Pidió la Santa Unción y Viático expresando a todos los jesuitas su fe, esperanza y entrega feliz al Señor. Pidió además se comunicara a su querido amigo el Padre General Juan Bautista Janssens su recuerdo muy agradecido y su amor a la Compañía de Jesús.
Superó ese infarto, pero los médicos que lo atendían, Rodolfo Armas Cruz y Ricardo Benavente, descubrieron la causa última y fatal de sus dolencias. Diagnosticaron “Cáncer al páncreas” y, para hacer los esfuerzos posibles en el aliviarlo pidieron que fuera trasladado al Hospital Clínico de la Universidad Católica. Para el Padre Hurtado dejar su pieza de religioso fue doloroso, pero no puso objeciones.
El diagnóstico se mantuvo en secreto algunas semanas. Sólo lo supieron su íntimo amigo, Monseñor Manuel Larraín, y su Provincial.
El Cardenal Arzobispo, Monseñor José María Caro Rodríguez, lo fue a ver a su pieza en la Universidad. Y le renovó el permiso que había dado en el mes de enero de que todos los días se pudiera celebrar la misa en su aposento. Un grupo de sacerdotes jóvenes, de los formados por él, o habían discernido con él la vocación, la dijeron siempre, y a veces varios en el mismo día.
Una de sus más fieles colaboradoras, la señora Marta Holley de Benavente, que podía entrar por ser esposa del Dr. Benavente, iba todos los días a verlo y anotó cuidadosamente todas las alternativas de la enfermedad, porque ya sabía que iba a morir. Este Diario ha sido publicado y es de un patetismo impactante.
El día 23 de julio hubo junta de médicos y todos estuvieron de acuerdo en que ya no había nada que hacer. El Dr. Rodolfo Armas Cruz y el Rector del Colegio San Ignacio, el Padre Pedro Alvarado, s.j. le comunicaron al Padre la realidad de su estado. Su reacción fue la de siempre, la de una persona totalmente entregada a la voluntad amorosa de Dios. Cuenta el Padre Lavín: Esa mañana yo había tenido que ir por razón de mi cargo a la Casa del Noviciado. Estando allí recibí un llamado telefónico diciendo que el Padre Hurtado pedía que yo fuera a hablar con él. Dada su delicadeza, de no querer molestar a nadie, me pareció raro, porque había estado con él hacía pocas horas. Fui inmediatamente. Y me recibió con estas palabras que jamás olvidaré: “Me he sacado la lotería, me he sacado la lotería. Me he atrevido a molestar para que me ayude a dar gracias a Dios” Y se le llenaron los ojos de lágrimas, pero añadió: “Podré llorar de emoción, pero créame, Padre, estoy feliz, muy feliz”
Y pidió que la puerta de su pieza en el Hospital quedara abierta, para todos lo que quisieran despedirse. Él quería verlos a todos.
Y el flujo de visitantes ya nadie lo pudo contener. Unos estudiantes jesuitas se turnaban para pedir que las visitas fueran más bien breves para no cansarlo. Volvió a venir el Cardenal, una y otra vez, el Nuncio Apostólico, los obispos de Chile, también su amigo Osvaldo Augusto Salinas quien le pidió perdón por sus diferencias en la época de la Acción Católica, sacerdotes, seminaristas, todos los jesuitas, religiosas, senadores y diputados, ministros de Estado, las señoras de la Fraternidad de Cristo, la esposa del Presidente de la República, los empleados y obreros de la Asich, cientos de jóvenes y dirigidos espirituales. A Monseñor Manuel Larraín lo miró largo rato en silencio y después le pidió que se preocupara de todos los problemas de la Iglesia que quedaban pendientes. Algunas de las monjitas alemanas del Hospital estaban verdaderamente asombradas con esa afluencia de gente y querían controlar de alguna manera, pero parecía imposible. “Contento, Señor, contento”, repetía él, una y otra vez, mientras trataba de sonreír y bendecir.
El día de la muerte
En la madrugada del 18 de agosto se estaba muriendo. El Dr. Benavente ordenó sedantes. Pero Alberto suplica que no, porque desea comulgar. Su primo hermano, y ahijado de bautismo, el Pbro. Carlos González Cruchaga, más tarde obispo de Talca, le celebra la Eucaristía y le da la comunión, la cual apenas puede tragar.
A las once se le empezó a velar la mirada. El Dr. Armas le tomó la mano y le preguntó suavemente cómo se sentía. El contestó: Muy mal. El médico volvió a preguntar ¿Tiene algún dolor?. Los labios resecos se movieron apenas, y Alberto apretó la mano del médico y se la llevó a la boca para besarla.
Luego entró en agonía. A las dos y media de la tarde los jesuitas rezaron a su alrededor las oraciones de la recomendación de su alma. A las cinco, cuando el aposento está lleno de gente, y también los corredores, el Padre entregó su alma al Creador.
Y el Padre Lavín comenzó a rezar las preces de los difuntos.
El Dr. Rodolfo Armas Cruz dijo después: “Estuve tratando enfermos desde 1927 hasta 1992, algo como 65 años. Es difícil comparar, pero en esta larga experiencia de médico, nunca vi a un moribundo que esperara a la muerte con esa serena alegría, sin temor, más bien con impaciencia, como el Padre Hurtado. Fue algo asombroso.”
Los funerales
Al llegar los restos a la iglesia de San Ignacio, como a las 7 de la tarde, ya lo esperaba una multitud de gente, que comenzó a rezar y a desfilar junto a su ataúd, lo que se prolongó muchas horas, hasta avanzada la noche, para continuar todo el día siguiente, desde las cinco de la mañana hasta medianoche con emocionantes escenas de dolor. El día 19 celebraron dos obispos: uno dijo una misa a la que asistió todo el Colegio, y otro para el público.
Todas las emisoras de radio comunicaban, una y otra vez, la noticia de su muerte y su traslado a San Ignacio. Todos los diarios del país pusieron esta noticia en la primera página, con largos reportajes de sus obras y de su vida.
La misa de funerales la celebró Monseñor Manuel Larraín, obispo de Talca y amigo de toda su vida. El P. Alvaro Lavín hizo de Presbítero asistente y el Pbro. Carlos González Cruchaga ofició de diácono. En el Presbiterio asistieron el Cardenal arzobispo de Santiago Monseñor José María Caro Rodríguez, el Nuncio Apostólico de Su Santidad Monseñor Mario Zanín, otros cuatro obispos, muchos sacerdotes, fuera de todos los jesuitas. Cantó la Misa el Coro del Seminario, que vino íntegro, el Seminario Mayor y Menor, acompañados por sus profesores y rector.
La oración fúnebre de Monseñor Larraín fue magnífica y a muchos le pareció como inspirada.
“Un gran silencio, entrecortado sólo por la plegaria, era el único elogio que el Padre Hurtado ambicionara. Un gran silencio también, donde esconder un gran dolor, hubiera sido también lo único que el amigo de toda una existencia, en estos instantes deseara. Y, sin embargo, es necesario decir en palabras lo que murmuran las lágrimas. Si silenciáramos su lección, desconoceríamos el tiempo de una gran visita de Dios a nuestra patria”.
Esta frase, de una gran visita a Chile, la hizo suya el Santo Padre en su homilía en el día de la Beatificación.
A la salida de la iglesia, la multitud asombrada observó que en el Cielo se delineaba perfectamente una cruz formada por las nubes. Centenares y centenares de personas la pudieron contemplar y aún captar por medios de máquinas fotográficas. La prensa publicó las fotografías al día siguiente.
La carroza fue arrastrada por cientos de admiradores, también mendigos y niños del Hogar de Cristo, por 38 cuadras, más de 5 km., hasta la Parroquia de Jesús Obrero. Se tenía la autorización civil y religiosa para enterrarlo en una Capilla lateral, semi independiente, cumpliendo así los deseos del Padre de quedar junto al Hogar de Cristo.
Los elogios al Padre Hurtado
En el Senado y en la Cámara de Diputados se hicieron sendos homenajes a su memoria y a su obra, por la boca de parlamentarios de todas las ideologías; asimismo en la Municipalidad de Santiago, cuyo alcalde tuvo, además, el discurso al enterrar sus restos.
En el primer aniversario de su muerte se celebró una Magna Asamblea que repletó el Teatro Municipal de Santiago.
El año 1954, por ley de la República se cambió el nombre del pueblo de Marruecos, donde el Padre había construido la Casa de Formación de los jesuitas y la Casa de Ejercicios, por el de “Padre Hurtado”
Y empezaron a llegar a la Compañía de Jesús innumerables peticiones solicitando que se iniciaran los Procesos eclesiásticos para su canonización.
Los Procesos de beatificación y canonización
El 20 de octubre de 1970 la Compañía de Jesús en Chile pidió que se introdujera la Causa de canonización del Padre Hurtado.
El 21 de enero de 1977 el cardenal arzobispo de Santiago, Monseñor Raúl Silva Henríquez, introdujo la causa. Desde esta fecha es Siervo de Dios.
El 13 de octubre de 1982 el Tribunal eclesiástico designado por el arzobispo de Santiago terminó la Investigación diocesana sobre la vida, virtudes y fama de santidad del siervo de Dios, y envió las actas a la Congregación para las Causas de los Santos.
El 2 de julio de 1991 se inició en el Arzobispado de Santiago el análisis de pruebas sobre un presunto milagro debido a la intercesión del Padre Hurtado.
El 5 de noviembre de 1991 la Congregación para las Causas de los Santos aprobó la heroicidad de las virtudes del Padre Hurtado. Desde esta fecha es Venerable.
El 8 de enero de 1992 terminó la Investigación diocesana sobre las pruebas del presunto milagro presentado en Santiago. Los documentos fueron enviados a Roma.
El 10 de febrero de 1993 el milagro atribuido al Padre Hurtado fue aprobado, con voto unánime, por la Consulta Médica de la Congregación para las Causas de los Santos.
El 4 de junio de 1993 el milagro aprobado por los médicos fue también aprobado por el Congreso de teólogos de la Congregación para las Causas de los Santos.
El 9 de noviembre de 1993 la Sagrada Congregación ratificó la aprobación de dicho milagro. Y el 23 de diciembre de 1993 el Santo Padre firmó el Decreto de beatificación.
El 16 de octubre de 1994 se celebró en Roma la Beatificación del Padre Hurtado.
El 3 de mayo del 2001 en la diócesis de Valparaíso se inició la Investigación diocesana sobre un “presunto milagro” presentado como requisito para la canonización.
El 18 de octubre del 2001 en la diócesis de Valparaíso se tiene la Sesión de clausura de esa Investigación. El proceso fue en viado a la Congregación para las causas de los santos.
El 8 de octubre del 2003 el presunto milagro atribuido al Padre Hurtado fue declarado, con voto unánime, por la Consulta Médica de la Congregación para las Causas de los Santos, como recuperación repentina, total e inexplicable según la ciencia médica.
Al Padre Alberto Hurtado se le ha atribuido su intercesión en dos milagros: la recuperación sin secuelas de María Alicia Cabezas Urrutia, quien tuvo muerte cerebral parcial producto de 3 hemorragias y dos infartos cerebrales, lo que abrió su causal de beatificación, y la de Vivianne Galleguillos Fuentes, quien tuvo un problema cerebral de extrema gravedad producto de un accidente automovilístico. Ambos milagros fueron aprobados como tales por la Comisión Médica del Vaticano y aceptados por la Comisión para la Causa de los Santos dándole el visto bueno a la Canonización del sacerdote. Sin embargo, el deceso del Papa Juan Pablo II, el 2 de abril de 2005, produjo que la ceremonia fuera pospuesta.
Finalmente, Alberto Hurtado fue declarado santo de la Iglesia Católica, el 23 de octubre del 2005, por Benedicto XVI, en la primera celebración de este tipo realizada por el nuevo Pontífice. La ceremonia contó con la presencia de más de siete mil peregrinos chilenos de un total de quince mil ubicados en la Plaza de San Pedro. Además, diversas autoridades del país participaron de la ceremonia, siendo encabezados por el Presidente de ese tiempo Ricardo Lagos Escobar. Al mismo tiempo, en Chile, miles de personas realizaron vigilias hasta altas horas de la madrugada en espera de la transmisión de la ceremonia de canonización.
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Tomado principalmente de:
Oraciones de San Alberto Hurtado, S.J.:
Fuerza para Triunfar
A la Virgen María
Los milagros por intercesión del Padre Hurtado
El primer milagro - Beatificación
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La Congregación para la Causa de los Santos acreditaba el 9 de noviembre de 1993 el primer milagro por intercesión del P. Alberto Hurtado, a Doña María Alicia Cabezas Urrutia, quien sufriera en ese entonces de tres hemorragias cerebrales masivas y dos infartos cerebrales, los cuales dejaron una parte de su cerebro muerto hasta el día de hoy. A pesar de lo ocurrido Doña María actualmente vive tranquila sin secuela alguna.
El 25 de julio de 1990, María Alicia, sufrió la primera hemorragia subaracnoíde, y fue trasladada al Instituto de Neurocirugia de Santiago, donde ingresó en estado de coma. Normalmente los pacientes en estos casos mueren, sobretodo al repetirse una segunda hemorragia, como fue el caso de Doña María Alicia. En un caso de que sobreviva el paciente debe ser operado inmediatamente, sino corre el riesgo de morir. En este caso, María Alicia no pudo ser operado por estar muy mal.
La segunda hemorragia masiva, le ocurrió a María el 2 de agosto, con la cual debería haber muerto. El tercer episodio hemorrágico ocurrió el 4 de agosto, y María Alicia aún seguía con vida. Los médicos, Felipe Valdivia y Freddy Ayach, a pesar de que María estaba en coma, la sometieron al tratamiento nuclear, el cual demostró la falta de flujo sanguíneo en su cerebro, por lo cual debería morir en quince minutos. Sin embargo, ella se mantuvo así por muchas horas, en estado de coma, con altísima fiebre y varias infecciones.
Desde el día de la primera hemorragia ocurrida a María Alicia, en su hogar le hicieron múltiples oraciones a la intercesión del Padre Alberto Hurtado, para que se diera un milagro y así María Alicia se salvará. Víspera del día del Padre Hurtado (17 de agosto), cientos de personas peregrinaron a la tumba del Padre Hurtado celebrando allí la Eucaristía, en la cual rogaban especialmente por la recuperación de María Alicia, dejando constancia en el libro de peticiones. Mientras tanto, una doctora hacia su visita rutinaria en el instituto de neurocirugía, y con gran sorpresa encontró que la fiebre alta de María Alicia había desaparecido, es más, había recuperado la conciencia, podía hablar y moverse lo cual antes no había podido hacer, reconocía a las personas y sus nombres.
"Mi organismo no respondía a nada, hasta que me encomendaron al Padre Hurtado y al día siguiente comencé a recuperarme. Incluso desapareció la fiebre, mis órganos vitales empezaron a funcionar y me trasladaron a la sala común", declaró María Alicia.
"En un primer momento dudaba. Posteriormente, cuando me fui informando más de lo que había ocurrido realmente conmigo, la duda despareció y ya me convencí", mencionó María Alicia.
La pronta recuperación, la cual fue inesperada e inexplicable para la ciencia médica, permitió preparar a María Alicia para someterla a una ulterior operación, que previniera nuevas hemorragias. El día 25 de septiembre María Alicia fue operada durante siete horas, pero sin ningún riesgo, para así suturar el lugar de las hemorragias. Es en la operación, en donde el doctor Valdivia vio las muestras evidentes del infarto cerebral.
María Alicia volvió a su casa sana y sin secuelas de lo ocurrido el día 8 de octubre de ese mismo año.
El caso fue analizado en 1993 por la Sagrada Congregación Para la Causa de los Santos, la cual ratificó que se trataba de un milagro intercedido por el Padre Alberto Hurtado.
Segundo milagro - Canonización
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El segundo milagro atribuido a la intercesión del Padre Hurtado, el cual abre paso a su canonización, fue aprobado por la Congregación para la Causa de los Santos el día 2 de abril del 2004.
El segundo milagro atribuido al Padre Hurtado y que reconocido por la Santa Sede se refiere a la situación que vivió Viviana Marcela Galleguillos Fuentes, quien en 1996, estando aún en el colegio y teniendo tan solo 16 años, resultó herida de gravedad a raíz de una accidente automovilístico en la Quinta Región, el cual la dejó con un problema cerebral de extrema gravedad. Los médicos no daban esperanzas a sus padres ya que Viviana había sufrido un daño neurológico calificado de irrecuperable por los médicos, quienes la desahuciaron tras una intervención quirúrgica.
El Padre de Viviana, fue hasta el Santuario del Padre Hurtado en Santiago, y a pesar de ser de madrugada, él espero hasta que temprano abrieran la puerta. ya adentro hizo su oración de petición y la dejó en el libro que hay en la tumba.
Al medio día, Viviana despertó como de un gran sueño, sin saber por qué se encontraba ahí. No secuelas de ninguna especie. Los médicos no encontraban explicación alguna. Luego de dos días Viviana se retiró del hospital con sus propios medios, entonces fueron a dar gracias al Padre Hurtado y en el libro describieron nuevamente su caso.
Tras lo ocurrido se inicio la investigación de la comisión médica chilena y más adelante lo hicieron en Roma. Luego de un proceso largo, finalmente se reconoció la intercesión de Alberto Hurtado en este milagro ocurrido a Viviana.
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Tomado de:
https://www.aciprensa.com/santos/santo.php?id=525...
Oración al Padre Alberto Hurtado
Padre Hurtado Apóstol de Jesucristo, servidor de los pobres y amigo de los niños... Bendecimos a Dios por tu paso entre nosotros.
Tu supiste amar y servir tú nos llamas a vivir la fe comprometida, consecuente y solidaria. Haznos vivir siempre contentos aún en medio de las dificultades...
Padre Hurtado amigo de Dios y de los hombres. Ruega por nosotros.
Amén.
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